IV. Comienzan los problemas del Príncipe

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Después de horas de constante acoso y persecución, el pequeño príncipe fue al fin abandonado por la chusma y quedó solo. Mientras había podido bramar contra el populacho, y amenazarlo regiamente, y proferir mandatos que eran materia de risa fue muy entretenido, pero cuando la fatiga lo obligó finalmente al silencio, ya no les sirvió a sus atormentadores, que buscaron diversión en otra parte. Ahora miró a su alrededor, mas no pudo reconocer el lugar. Estaba en la ciudad de Londres: eso era todo lo que sabía. Se puso en marcha, a la ventura, y al poco rato las casas se estrecharon y los transeúntes fueron menos frecuentes. Bañó sus pies ensangrentados en el arroyo que corría entonces adonde hoy está la calle Farrington; descansó breves momentos, continuó su camino y pronto llegó a un gran espacio abierto con sólo unas cuantas casas dispersas y una iglesia maravillosa. Reconoció esta iglesia. Había andamios por doquier, y enjambres de obreros, porque estaba siendo sometida a elaboradas reparaciones. El príncipe se animó de inmediato, sintió que sus problemas tocaban a su fin. Se dijo: «Es la antigua iglesia de los frailes franciscanos, que el rey mi padre quitó a los frailes y ha donado como asilo perpetuo de niños pobres y desamparados, rebautizada con el nombre de Iglesia de Cristo. De buen grado servirán al hijo de aquel que tan generoso ha sido para ellos, tanto más cuanto que ese hijo es tan pobre y tan abandonado como cualquiera que se ampare aquí hoy y siempre».

Pronto estuvo en medio de una multitud de niños que corrían, saltaban, jugaban a la pelota y a saltar cabrillas o que se divertían de otro modo, y muy ruidosamente. Todos vestían igual y a la moda que en aquellos tiempos prevalecía entre los criados y los aprendices, es decir, que cada uno llevaba en la coronilla una gorra negra plana, como del tamaño de un plato, que no servía para protegerse, por sus escasas dimensiones, ni tampoco de adorno. Por debajo de ella caía el pelo, sin raya, hasta el medio de la frente y bien recortado a lo redondo; un alzacuello de clérigo; una toga azul ceñida que caía hasta las rodillas o más abajo; mangas largas; ancho cinturón rojo; medias de color amarillo subido con la liga arriba de las rodillas; zapatos bajos con grandes hebillas de metal. Era un traje asaz feo.

Los niños dejaron sus juegos y se agruparon en torno al príncipe, que dijo con ingénita dignidad:

—Buenos niños, decid a vuestro señor que Eduardo, el Príncipe de Gales, desea hablar con él.

Ante esto, se alzó una enorme gritería, y un chico grosero dijo:

—Por ventura eres tú mensajero de Su Gracia, mendigo.

El rostro del príncipe se sonrojó de ira y su ágil mano se dirigió veloz a la cadera, pero no había nada allí. Se desató una tempestad de risas y un muchacho dijo:

—¿Advertisteis? Se figuró que tenía una espada. —Quizá sea el mismo príncipe.

Esta salida trajo más risas. El pobre Eduardo se irguió altivamente y dijo:

—Soy el príncipe y mal os sienta a vosotros, que vivís de la bondad de mi padre, tratarme así.

Esto lo disfrutaron mucho, según lo testificaron las risas. El joven que había hablado el primero gritó a sus compañeros:

—¡Basta, cerdos, esclavos, pensionistas del regio padre de Su Gracia!, ¿dónde están vuestros modales? ¡De rodillas, todos vosotros, y haced reverencia a su regio porte y a sus reales andrajos!

Con ruidosa alegría cayeron de rodillas como uno solo e hicieron a su presa burlón homenaje. El príncipe pateó al muchacho más próximo y dijo fieramente:

—Toma eso, mientras llega la mañana y te levanto una horca.

¡Ah, pero esto no era ya una broma, esto iba pasando de diversión! Cesaron al instante las risas, y tomó su lugar la furia. Una docena gritó: «¡Cogedle! ¡Al abrevadero de los caballos! ¡Al abrevadero de los caballos! ¿Dónde están los perros? ¡Eh, León! ¡Eh, Colmillos!».

Siguió luego algo que Inglaterra no había visto jamás: la sagrada persona del heredero del trono abofeteada por manos plebeyas, y atacada y mordida por perros.

Ese día cuando cerró la noche, el príncipe se encontró metido en la parte más edificada de la ciudad. Su cuerpo estaba golpeado, sus manos sangraban y sus andrajos estaban sucios de lodo. Vagó más y más, cada vez más aturdido, y tan cansado y débil que apenas podía levantar los pies. Había cesado de hacer cualquier pregunta, puesto que sólo le ganaban insultos en lugar de información. Continuaba diciendo entre dientes: «Offal Court, ése es el nombre. Si tan sólo pudiera encontrarlo antes de que mi fuerza se agote por completo y me derrumbe, estaré salvado, porque su gente me llevará al palacio y probara que no soy de los suyos, sino el verdadero príncipe; y tendré de nuevo lo que es mío». Y de cuando en cuando su mente recordaba el trato que le habían dado los groseros muchachos del Hospital de Cristo, y decía: «Cuando sea rey, no sólo tendrán pan y albergue, sino enseñanza con libros, porque la barriga llena vale poco cuando mueren de hambre la mente y el corazón. Guardaré esto muy bien en mi memoria: que la lección de este día no se pierda y por ello sufra mi pueblo; porque el aprender suaviza el corazón y presta gentileza y caridad».

Comenzaron a parpadear las luces, empezó a llover, se alzó el viento y cerró la noche cruda y tempestuosa. El príncipe sin hogar, el desamparado heredero del trono de Inglaterra, siguió adelante, hundiéndose en lo profundo de un laberinto de callejones escuálidos en que se apiñaban las hacinadas colmenas de pobreza y miseria.

De pronto un enorme rufián borracho lo agarró del cuello y le dijo:

—¡Otra vez en la calle a estas horas de la noche y no traes ni una blanca a casa, lo aseguro! ¡Si así es, y no te rompo todos los huesos de tu flaco cuerpo, entonces no soy Juan Canty, sino algún otro!

El príncipe se retorció para librarse, sacudió el hombro inconscientemente y dijo de inmediato:

—¡Ah! ¿Eres su padre? ¿De veras? Quiera el cielo que sea así, pues entonces irás por él y me devolverás.

—¿Su padre? No sé qué quieres decir. Lo que sí sé es que soy tu padre, como no tardarás en verlo.

—¡Oh! ¡No te burles, no te mofes, no te demores! Estoy herido, no puedo resistir más. Llévame al rey mi padre y él te hará rico como no has podido soñar jamás. Créeme, créeme: no digo mentira, sino la verdad pura. Retira tu mano y sálvame. Soy realmente el Príncipe de Gales.

El hombre lo miró, estupefacto, luego meneó la cabeza y refunfuñó:

—¡Está loco de remate como cualquier fulano del manicomio! —Lo agarró de nuevo por el cuello, y dijo con una grosera carcajada y un juramento—: Pero loco o no loco, yo y tu abuela Canty encontraremos muy pronto dónde está lo más blando de tus huesos, o no soy hombre verdadero.

Con esto arrastró al enfurecido y forcejeante príncipe, que no dejaba de resistirse, y desapareció por una callejuela, seguido por un turbulento y regocijado enjambre de sabandijas humanas.

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora