XXVI. Repudiado

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El rey estuvo meditando unos instantes y al fin levantó la vista y dijo:

—¡Extraño, muy extraño! No puedo explicármelo.

—No, no es extraño, señor. Conozco a mi hermano y su conducta es muy natural. Ha sido un bellaco desde que nació.

—¡Oh! No hablaba de él, sir Miles.

—¿No hablabais de él? ¿Pues de quién? ¿Qué es lo que extrañas?

—Que no echen de menos al rey.

—¿Cómo? ¿Qué? No comprendo.

—¿De veras? ¿No te parece en extremo raro que el país no esté ya lleno de correos y pregones que describan mi persona y me busquen? ¿No es asunto de conmoción ni de pesar que el jefe del Estado haya desaparecido, que yo me haya evaporado como el aire?

—Sí, muy cierto es, se me había olvidado —repuso Hendon, que suspiró y dijo para su capote—: ¡Pobre mente perdida!... Aún sigue con su doloroso ensueño.

—Pero tengo un plan que nos hará justicia a los dos. Escribiré una carta en tres lenguas, latín, griego e inglés, y tú mañana por la mañana irás corriendo con ella hacia Londres. No se la des a nadie más que a mi tío, lord Hertford, que cuando él la vea sabrá que yo la he escrito, y entonces enviará por mí.

—¿No sería mejor, príncipe, que esperásemos aquí hasta que yo demuestre quién soy y asegure mi derecho a mis bienes? Así podrías mucho mejor.

—¡Calla! —le interrumpió el rey imperiosamente—. ¿Qué significan tus pobres dominios, tus vulgares intereses, al lado de cosas que conciernen al bienestar de la nación y a la integridad de un trono? —Y añadió con voz más dulce, como si se arrepintiera de su rudeza—: Obedece y no temas, que yo enderezaré tu entuerto y te restableceré en todo. Sí, en más que en todo. Yo lo recordaré.

Al decir esto tomó la pluma y se puso a escribir. Hendon le contempló amorosamente un rato y se dijo:

—Si estuviéramos a oscuras pensaría que ha sido un rey el que ha hablado. No se puede negar que cuando le da la vena, lanza truenos y relámpagos como un verdadero rey. ¿De dónde habrá sacado esa argucia? Miradle escribir tan contento unos garabatos sin significado, imaginándose que son latín y griego... Y como mi ingenio no dé con un arbitrio feliz para apartarle de su propósito, me veré obligado mañana a fingir que salgo a cumplir el cometido que ha inventado para mí.

Al momento siguiente los pensamientos de sir Miles volvieron al reciente episodio. Tan absorto estaba en sus meditaciones, que, cuando el rey le entregó el papel que había escrito, lo recibió y guardó sin darse cuenta de ello.

—¡Qué conducta tan rara ha sido la suya! —Dijo entre dientes—. Yo creo que ella me ha conocido... y creo que no me ha conocido. Estas opiniones son contradictorias, lo veo claro. No me es posible conciliarlas ni desechar ninguna de las dos, ni siquiera que una gane a la otra. El caso sencillamente es éste: ha de haber conocido mi cara, mi figura y mi voz, porque ¿cómo podría ser de otro modo? Sin embargo, ha dicha que no me conocía, y eso es una prueba absoluta, porque no es capaz de mentir. ¡Pero... un momento!... Creo que empiezo a comprender. Acaso él ha influido en ella, le ha obligado a que mienta, le ha exigido mentir. Ésa es la solución: el enigma está descifrado. Parecía muerta de terror... Sí estaba bajó su poder. Yo la veré, yo la encontraré. Ahora que él está fuera, ella me dirá la verdad, recordará los antiguos tiempos en que éramos compañeros de juegos y esto le ablandará el corazón y no me negará más, sino que confesará quién soy. Por sus venas no corre sangre engañosa. No; siempre ha sido honesta y fiel. Me amaba en aquellos días de antaño. Esa es mi seguridad, porque no se puede hacer traición a quien se ha amado.

Acercose angustiosamente a la puerta, que se abrió en aquel momento para dar paso a lady Edita. Ésta llegaba muy pálida, pero con paso firme, gracioso continente y con gentil dignidad. Su semblante se veía tan triste como antes.

Miles dio un salto hacia adelante, con serena confianza, para salirle al encuentro, pero Edita le contuvo con un ademán casi imperceptible y el soldado se detuvo. Sentose la dama y le pidió que hiciera otro tanto. Así, sencillamente le hizo perder la sensación de antiguo compañerismo, y lo transformó en un desconocido y en un huésped. La sorpresa, lo inesperado del momento, obligó a Miles a preguntarse un instante si era en efecto la persona que pretendía ser. Lady Edita dijo:

—He venido a preveniros, caballero. Acaso no es posible disuadir de su engaño a los locos, pero sin duda se les puede persuadir a que eviten peligros. Creo que ese sueño vuestro tiene para vos la apariencia de una verdad en artificio, y no es por tanto criminal... Pero no insistáis, porque es peligroso. —Y añadió con impresionante voz y mirando de lleno al rostro de Miles—: Es tanto más peligroso cuanto que os parecéis mucho al que habría sido nuestro difunto joven, si hubiera vivido.

—¡Cielos, señora! ¡Si soy yo mismo!

—Creo, en verdad, que así lo pensáis, caballero. No pongo en duda vuestra honradez; no hago sino preveniros. Mi esposo es señor de esta región; su poder apenas reconoce límites; la gente prospera o muere de hambre según sea su voluntad. Si no os parecierais al hombre que decís ser, mi marido podría consentiros gozar pacíficamente de vuestro sueño; pero lo conozco bien y bien sé lo que hará. Pregonará a todos que no sois sino un orate impostor, y todos le harán coro sin vacilar. —Volvió a clavar en Miles la mirada y añadió—: Si fuerais Miles Hendon y él lo supiera, y lo supiera toda la comarca, fijaos bien en lo que digo y meditadlo bien, estaríais en el mismo peligro, y vuestro castigo no sería menos cierto. Él os negaría y os denunciaría, y nadie osaría salir en vuestra defensa.

—Lo creo sin duda alguna —contestó Miles con amargura—. La persona que puede ordenar a una amiga de toda la vida que traicione y niegue, y que es obedecida, puede muy bien esperar obediencia en los lugares en que se juegan el pan y la vida y no se tienen en cuenta vínculos de lealtad y honor, más frágiles que la tela de una araña.

Un débil rubor apareció un instante en las mejillas de la dama; que bajó la vista al suelo; pero su voz no denunció emoción alguna al proseguir:

—Os he prevenido y debo preveniros una vez más que os vayáis de de aquí. De lo contrario, ese hombre os perderá. Es un tirano que no conoce la compasión. Yo, que soy su esclava encadenada, lo sé muy bien. El pobre Miles, y Arturo, y mi querido tutor sir Ricardo están libres de él y reposan. Más os valdría estar con ellos que quedaros aquí, en las garras de ese malvado. Vuestras pretensiones son una amenaza para su título y sus bienes. Le habéis agredido en su propia casa y estáis perdido si os quedáis. No vaciléis. Si os falta dinero, tomad esta bolsa que os ofrezco, y sobornad a los criados para que os dejen salir. ¡Oh! Escuchad mi aviso, infeliz, y escapaos mientras estáis a tiempo.

Rechazó Miles la bolsa con un ademán y se levantó diciendo:

—Concededme una cosa. Fijad en los míos vuestros ojos, para que yo me convenza de que están serenos. ¡Así! Ahora respondedme: ¿Soy yo Miles Hendon?

—No; no os conozco.

—¡Juradlo!

La respuesta sonó en voz baja, pero clara.

—Lo, juro.

—¡Oh! ¡Esto es inconcebible!

—¡Huid! ¿Por qué perdéis un tiempo tan precioso? ¡Huid y salvaos!

En ese momento entraron los alguaciles en la estancia y comenzó una violenta lucha, pero Hendon no tardó en ser dominado y preso. Lleváronse también al rey, y ambos fueron maniatados y conducidos a la cárcel.

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora