XXXI. La procesión del reconocimiento

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Cuando Tom Canty despertó a la mañana siguiente el ambiente vibraba con un murmullo atronador, que se extendía en todas direcciones. Esto era música para él, porque significaba que el mundo inglés salía pujante a dar leal bienvenida al gran día.

Pronto Tom se encontró a sí mismo convertido una vez más en la figura principal de una maravillosa procesión flotante en el Támesis, porque por antigua costumbre «la procesión del reconocimiento» al través de Londres debía empezar en la Torre; y hacia allá se encaminaba él.

Cuando llego allí, los muros de la venerable fortaleza parecieron abrirse de pronto en mil lugares, y por cada abertura asomó una roja lengua de fuego y una voluta blanca de humo; siguió una explosión ensordecedora, que sofoco los gritos de la multitud e hizo temblar la tierra. Los fogonazos, el humo y las explosiones se repitieron de nuevo una y otra vez con maravillosa celeridad, de manera que en pocos momentos la vieja Torre desapareció en la extensa niebla de su propio humo, menos la punta del elevado pináculo llamado la Torre Blanca; ésta, con sus banderas, se erguía sobre el denso dique de vapor, como el pico de una montaña se destaca sobre las nubes.

Tom Canty, espléndidamente ataviado, montó en un corcel de guerra, cuyas ricas gualdrapas casi alcanzaban el suelo. Su «tío», el lord protector Somerset, análogamente montado, se colocó detrás; la guardia del rey se formó en hileras sencillas a ambos lados, vistiendo sus bruñidas armaduras. Después del protector seguía una procesión, al parecer interminable, de nobles resplandecientes, asistidos por sus vasallos; tras éstos; el lord alcalde y el cuerpo de regidores, con sus togas de terciopelo carmesí y con sus cadenas de oro cruzando el pecho; después de éstos los oficiales y miembros de todos los gremios de Londres, con lujosa indumentaria y portando las vistosas banderas de las varias corporaciones. Además en la procesión, como guardia de honor especial a través de la ciudad, estaba la Antigua y Honorable Compañía de Artilleros —organización que ya tenía trescientos años de antigüedad en aquel entonces— y el único cuerpo militar de Inglaterra poseedor del privilegio (que aun posee en nuestros días) de tener independencia de los mandatos del Parlamento. Era un brillante espectáculo, y fue acogido con aclamaciones a lo largo del recorrido, a medida que siguió su majestuoso camino por entre la compacta multitud de ciudadanos. Dice el cronista:

«El rey, al entrar en la ciudad, fue recibido por el pueblo con plegarias, bienvenidas, gritos y palabras de ternura, y con todas las señales que indican un fervoroso amor de los súbditos a su soberano; y el rey, ofreciendo su alegre semblante para todos los que se hallaban muy distantes, y las más tiernas palabras para aquellos que estaban cerca de Su Gracia, se mostró no menos agradecido de recibir los buenos deseos del pueblo que este de ofrecérselos. A todos los que le deseaban bien, les daba las gracias; a los que decían: "Dios salve a Su Gracia", les contestaba "Dios os salve a todos", y añadía que "Se los agradecía con todo su corazón". La gente estaba maravillosamente transportada con las amorosas respuestas y ademanes de su rey».

En la calle Fenchurch, un «niño rubio, suntuosamente ataviado», estaba de pie en una tarima para dar a Su Majestad la bienvenida a la ciudad. La última estrofa de su saludo decía las siguientes palabras:

¡Bienvenido, oh rey!

cuanto los corazones pueden juzgar;

Bienvenido de nuevo,

cuanto la lengua puede expresar;

Bienvenido a jubilosas lenguas

y corazones que no han de temblar;

Dios os guarde, le imploramos,

y os deseamos para siempre bienestar.

El pueblo prorrumpió en un grito de júbilo repitiendo a una voz lo que había dicho el niño. Tom Canty miró a lo lejos sobre el agitado mar de ansiosos semblantes y su corazón se inflamó de regocijó; sintió que la única cosa por la cual valía la pena vivir en este mundo era el ser rey, e ídolo de una nación. De pronto divisó, a lo lejos, a un par de sus andrajosos camaradas de Offal Court; uno de ellos, el lord gran almirante de su antigua fingida corte, y el otro el primer lord de la alcoba de la misma presuntuosa ficción; y su orgullo creció más que nunca. ¡Oh, si tan sólo pudieran reconocerlo ahora! ¡Qué indecible gloria sería si le reconocieran y se dieran cuenta de que el escarnecido rey de mentiritas de los arrabales se había convertido en un rey verdadero, con ilustres duques y príncipes por humildes sirvientes y con el mundo inglés a sus pies! Pero tenía que negarse a sí mismo y ahogar su deseo, porque semejante reconocimiento podría costarle más de lo que valía; así que volvió la cabeza y dejó que los dos sucios muchachos continuaran con sus gritos y alegres adulaciones, sin sospechar a quién era que se las estaban prodigando. De cuando en cuando se alzaba el grito de «¡una dádiva, una dádiva!», y Tom respondía lanzando al azar un puñado de relucientes monedas nuevas para que la multitud se las disputara.

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora