XXI. Hendon, el salvador

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El anciano se apartó, agachado, cautelosamente, como un gato, y acercó el banco. Se sentó en él, con medio cuerpo expuesto a la débil y vacilante luz, y el otro medio en las sombras; y así, con la mirada clavada en el dormido niño, prosiguió su paciente vela, sin cuidarse del paso del tiempo y sin cesar de afilar suavemente el cuchillo, en tanto que no paraba de refunfuñar y hacer gestos. Por su aspecto y su actitud no parecía sino una araña horrible y misteriosa, que se ensañara sobre un desdichado insecto preso en su tela e indefenso.

Después de largo tiempo, el viejo, que seguía aún mirando, aunque sin ver, pues su mente había caído en una abstracción soñolienta, observó de pronto que los ojos del niño estaban abiertos, y se fijaban con helado terror en el cuchillo. Una sonrisa de diablo satisfecho asomó al rostro del ermitaño, que dijo sin cambiar de actitud ni de ocupación:

—Hijo de Enrique VIII, ¿has, rezado?

El niño luchó impotente contra sus ligaduras y al propio tiempo profirió por entre las cerradas mandíbulas un sonido ahogado, que el ermitaño quiso interpretar, como contestación afirmativa a su pregunta.

—Entonces reza otra vez; reza la oración de los moribundos.

Estremeciose el cuerpo de Eduardo, cuya faz palideció. Intentó otra vez libertarse, retorciéndose a un lado y a otro y tirando con frenesí, desesperadamente, pero en vano, para romper sus ligaduras; y entre tanto el viejo ogro no dejaba de sonreírle moviendo la cabeza y afilando plácidamente el cuchillo. De cuando en cuando refunfuñaba.

—Los momentos son preciosos; son pocos y preciosos. Reza la oración de los moribundos.

Lanzó el niño un gemido de desesperación, y jadeante cesó en sus forcejeos; luego asomaron a sus ojos las lágrimas, que cayeron una tras otra por su rostro. Pero esta lastimera escena no logró aplacar al feroz anciano.

Acercábase ya el alba. Al darse cuenta el ermitaño habló bruscamente, con un aire de temor nervioso en la voz:

—No debo permitir más tiempo este éxtasis. La noche ha pasado ya. No tengo más que un momento, sólo un momento... ¡Ojalá hubiera durado un año! Semilla del despojador de la Iglesia, cierra esos ojos que van a morir. Si temes levantar la vista...

Lo demás se perdió en palabras inarticuladas.

El viejo cayó de rodillas, cuchillo en mano, y se inclinó sobre el gemebundo niño.

Silencio. Se oyó ruido de voces cerca de la choza y el cuchillo cayó de las manos del ermitaño, el cual arrojo una piel de cordero sobre Eduardo y se levantó tembloroso. Aumentaron los ruidos, y pronto las voces sonaron bruscas y coléricas. Sobrevinieron luego golpes y gritos de socorro, y por fin el rumor de pasos rápidos que se retiraban. Inmediatamente se sintió una sucesión de golpes atronadores en la puerta de la choza, seguida de estas palabras:

—¡Hola! ¡Abrid! ¡Despertad, en nombre de todos los diablos!

¡Oh! Este fue el sonido más grato que cuantas músicas sonaron jamás en los oídos del rey, porque era la voz de Miles Hendon.

El ermitaño, rechinando los dientes con impotente rabia, salió vivamente del cuarto, cerrando la puerta tras sí, y al instante oyó el rey una conversación parecida a ésta:

—Mi homenaje y mi saludo, reverendo señor. ¿Dónde está el muchacho... mi muchacho?

—¿Qué muchacho, amigo?

—¿Qué muchacho? Dejaos de mentiras, señor ermitaño, y no tratéis de engañarme, que no estoy de humor para sufrirlo. Cerca de aquí he apresado a los bellacos que me lo robaron, y les he hecho confesar. Me han dicho que se había escapado otra vez y que le habían seguido hasta la puerta de esta choza. Me enseñaron sus mismas huellas. No os detengáis más, porque os aseguro que si no me lo entregáis... ¿Dónde está?

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora