XXVII. En la cárcel

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Como todos los calabozos estaban ocupados, los dos amigos fueron encadenados en un gran aposento, donde se custodiaba a las personas acusadas de delitos de menor cuantía. Tenían compañía, porque había allí unos veinte presos, con esposas y grilletes, de uno y otro sexo y diversas edades, que formaban un grupo obsceno y ruidoso. El rey se lamentaba amargamente de la indignidad a que se veía sometida su realeza, pero Hendon estaba sombrío y taciturno, pues se hallaba del todo aturdido. Había llegado a su hogar como un hijo pródigo, jubiloso, con la esperanza de hallar a todo el mundo enloquecido de alegría por su retorno, y en vez de ello no encontraba más que indiferencia y una cárcel. La esperanza y la realidad eran tan distintas que su contraste abrumaba a Hendon, el cual no podía decir si era trágico o grotesco. Sentíase como un hombre que hubiera danzado alegremente al aire libre en espera de un arco iris y se viera herido por el rayo.

Pero gradualmente sus confusos y trastornados pensamientos se fueron ordenando, y entonces su mente se concentró en Edita. Recapacitó sobre su proceder, y la examinó a todas luces, mas no pudo sacar nada en claro de ella. ¿Le conocía o no le conocía? Éste era un enigma insoluble, que le preocupó largo rato; mas, al fin, llegó a la convicción de que la dama le conocía y le había negado por razones interesadas. Ahora quería Hendon llenar su nombre de maldiciones; pero el nombre había sido tanto tiempo sagrado para él, que no podía inducir a su lengua a profanarlo.

Envueltos en mantas de la cárcel, sucias y hechas jirones, Hendon y el rey pasaron una noche espantosa. Un carcelero sobornado había llevado bebidas a algunos presos, y el resultado natural de ello fue que éstos cantaron canciones obscenas, riñeron, gritaron y armaron un alboroto infernal. Al fin, poco después de medianoche, un hombre agredió a una mujer y casi la mató, golpeándole la cabeza con las esposas antes de que el alcaide pudiera acudir a salvarla. El alcaide restableció la paz propinando al preso una buena paliza, y entonces cesó el escándalo y pudieron dormir todos aquellos que no hacían caso de los ayes de los dos heridos.

En la semana siguiente, días y noches fueron de monótona igualdad en cuanto a acontecimientos. Hombres cuyos semblantes recordaba Hendon más o menos distintamente, llegaban de día a mirar al impostor y a repudiarle e insultarle, y por la noche los alborotos y las peleas proseguían con insufrible regularidad. No obstante, al fin se ofreció un nuevo episodio. El alcaide hizo entrar a un anciano y le dijo:

—El bellaco está en esa sala. Mira en torno y a ver si puedes conocer quién es.

Hendon levantó, la vista y experimentó una sensación agradable por primera vez desde que estaba en la cárcel. «Díjose Éste es Blake Andrews, que fue toda la vida criado de la familia de mi padre. Es un alma honrada, un corazón fiel; es decir, lo era, porque ahora no hay ninguno que lo sea; todos son mentirosos. Ese hombre me conocerá... y me negará, como todos los demás».

El viejo miró en torno de la sala, escrutando uno a uno todos los semblantes, y, finalmente, dijo:

—No veo aquí más que bribones desorejados, la hez de la calle. ¿Quién es él?

El alcaide rompió a reír.

—Ahí —dijo—. Mira a esa sabandija y dame tu razón.

Acercose el viejo y miró de arriba abajo a Hendon; luego movió gravemente la cabeza y dijo.

—Éste no es Hendon, ni lo ha sido nunca.

—Cierto. Tus viejos ojos son buenos todavía. Si yo fuera sir Hugo, agarraría a ese perillán y...

El alcaide acabó poniéndose de puntillas como si le levantase una cuerda imaginaria, y haciendo al mismo tiempo un ruido gutural, que remedaba al ahorcado. El viejo exclamó con rencoroso acento:

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora