XIV. ¡El Rey ha Muerto! ¡Viva el Rey!

209 36 4
                                    

Al romper el alba aquella misma mañana, Tom Canty se estremeció al salir de un profundo sueño y abrió los ojos en la oscuridad. Permaneció en silencio unos instantes, tratando de analizar sus confusos pensamientos e impresiones, y de ponerlos en orden; de pronto estalló con voz arrebatada, pero sofocada:

—Lo veo claro, lo veo claro. Loado sea Dios, que por fin estoy despierto. ¡Ven, alegría! ¡Huye, pesar! ¡Hola, Nan! ¡Bet! Sacudid la paja y venid a mi lado para que haga penetrar en vuestros incrédulos oídos el sueño más insólito que han evocado jamás los espíritus de la noche para dejar pasmada el alma de un hombre. ¡Hola, Nan! ¡Digo! ¡Bet!

Una vaga forma apareció a su lado y una voz le dijo:

—¿Te dignas darme tus órdenes?

—¡Mis órdenes! ¡Ah, Dios mío! Conozco tu voz. Habla. ¿Quién soy yo?

—¿Tú? A fe mía que anoche eras el Príncipe de Gales; hoy eres su graciosa Majestad, el rey Eduardo de Inglaterra.

Tom enterró la cabeza en la almohada y dijo con voz plañidera:

—¡Ay de mí! No era un sueño. Ve a descansar, buen señor, y déjame con mis penas.

Durmióse Tom de nuevo, y al cabo de un rato tuvo este agradable sueño. Soñó que era verano y que estaba jugando en la hermosa pradera llamada Goodman's Fields, cuando un enano de sólo un pie de estatura, con largas barbas rojas y enorme joroba, se le apareció de pronto y le dijo: —Cava junto a este tronco—. Hízolo así y se encontró doce peniques nuevos y relucientes, una riqueza asombrosa. Pero no fue esto lo mejor, porque el enano le dijo:

—Te conozco. Eres un muchacho bueno y todo lo mereces. Terminaron tus desazones, porque ha llegado la hora de tu recompensa. Cava aquí cada siete días y siempre encontrarás el mismo tesoro: doce peniques nuevos y brillantes. No se lo digas a nadie y guarda el secreto.

Cuando desapareció el enano, Tom voló a Offal Court con su premio, diciéndose: —Cada noche daré un penique a mi padre. Él creerá que me lo han dado de limosna, se alegrará su corazón y no me pegará más. Cada semana daré un penique al buen sacerdote que me enseñó cuanto sé; y para mi madre, Bet y Nan, serán los otras cuatro. Se acabaron el hambre y los harapos, se acabaron los temores, los apuros y los malos tratos.

En sueños llegó a su sórdido hogar, respirando apenas, pero con los ojos brillantes de agradecido entusiasmo. Echó cuatro peniques en el regazo de su madre y exclamó:

—Son para ti todos ellos. Para ti y para Nan y Bet. Y lo he ganado honradamente, no mendigando ni robando.

La dichosa y asombrada madre lo estrechó contra su corazón y exclamó:

—Se hace tarde. ¿Le placerá a Vuestra Majestad levantarse?

¡Ah! No era ésta la respuesta que Tom esperaba.

Estaba despierto. Abrió los ojos y vio arrodillado junto a su lecho al primer lord de la cámara, ricamente vestido. La belleza del sueño desvaneciose y el pobre muchacho conoció que era cautivo y rey. La estancia estaba llena de cortesanos con capas de púrpura —el color de luto— y de nobles servidores del monarca. Tom se sentó en la cama, y por entre las gruesas cortinas de seda miró tan selecta compañía.

Comenzó el grave asunto del vestirse, y un cortesano tras otro fueron arrodillándose para rendir homenaje y, ofrecer al niño rey su pésame por la irreparable pérdida, mientras seguían vistiéndole. Al principio él primer escudero del servicio tomó una camisa, que pasó al primer lord de las jaurías, quien la pasó al guarda mayor del bosque de Windsor, quien la pasó al tercer lacayo de la Estola, quien la pasó al canciller real del ducado de Lancaster, quien la pasó al jefe del guardarropa, quien la pasó a uno de los heraldos, quien la pasó al condestable de la Torre, quien la pasó al mayordomo jefe de servicio, quien la pasó al gran mantelero hereditario, quien la pasó al lord gran almirante de Inglaterra, quien la pasó al arzobispo de Canterbury, quien la pasó al primer lord de la cámara, el cual tomó lo que quedaba de ella y se lo puso a Tom. ¡Pobre muchachito! la escena le recordó la cuerda de cubos en un incendio.

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora