VI. Tom recibe instrucciones

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Tom fue conducido al principal aposento de un suntuoso apartamiento y lo hicieron sentar, cosa que repugnaba hacer, pues se veía rodeado de caballeros ancianos y de hombres de elevada condición. Rogóles que se sentaran también, pero sólo se inclinaron agradeciéndolo o murmuraron las gracias, y permanecieron en pie. Tom habría insistido, pero su «tío» el conde de Hertford susurró a su oído:

—Te lo ruego, no insistas, mi señor. No es correcto que se sienten en tu presencia.

Anunciaron a lord St. John, quien, después de hacer pleitesía a Tom, dijo:

—Vengo por mandato del rey para un asunto que exige secreto. ¿Quiere Su Alteza Real dignarse despedir a los presentes, excepto a milord el conde de Hertford?

Observando que Tom no parecía saber cómo proceder, Hertford le susurró que hiciera una seña con la mano y no se molestara en hablar a menos que así lo deseara. Cuando se retiraron los caballeros de servicio, dijo lord St. John:

—Ordena Su Majestad que, por graves y poderosas razones de Estado, Su Gracia el príncipe oculte su enfermedad por todos los medios que estén a su alcance, hasta que pase y Su Gracia vuelva a estar como estaba antes; es decir, que no deberá negar a nadie que es el verdadero príncipe y heredero de la grandeza de Inglaterra, que deberá conservar su dignidad de príncipe y recibir, sin palabra ni signo de protesta, la reverencia y observancia que se le deben por acertada y añeja costumbre; que deberá dejar de de hablarle a ninguno de ese nacimiento y vida de baja condición que su enfermedad ha creado en las malsanas imaginaciones de una fantasía obsesionada; que habrá de procurar con diligencia traer de nuevo a su memoria los rostros que solía conocer, y cuando no lo consiga deberá guardar silencio, sin revelar con gestos de sorpresa, u otras señales, que los ha olvidado; que en las ceremonias de Estado, cuando quiera que se sienta perplejo en cuanto a lo que debe hacer y las palabras que debe decir, no habrá de mostrar la menor inquietud a los espectadores curiosos, sino pedir consejo en tal materia a lord Hertford, o a su humilde servidor, que tenemos mandato del rey de ponernos a su servicio atentos a su llamado, hasta que ésta orden se anule. Esto dice Su Majestad el rey, que envía sus saludos a Su Alteza Real y ruega que Dios quiera en su misericordia sanar a Vuestra Alteza prontamente y conservarle ahora y siempre en su bendita protección.

Lord St. John hizo una reverencia y se apartó a un lado. Tom replicó con resignación:

—El rey lo ha dicho. Nadie puede desobedecer el mandato del rey ni acomodarlo a su gusto, cuando le enoje, con arteras evasivas. El rey será obedecido.

Lord Hertford dijo:

—Tocante a la orden de Su Majestad el rey en lo que concierne a los libros y otras cosas serias, por ventura agradaría a Vuestra Alteza ocupar vuestro tiempo en plácidos entretenimientos, para no llegar fatigado al banquete y resentirse de ello.

La cara de Tom mostró sorpresa inquisitiva, y se sonrojó al ver que los ojos dé lord St. John se clavaban pesarosos en él. Su Señoría dijo:

—Te flaquea aún la memoria y has demostrado sorpresa; pero no te apures, porque esto no persistirá, sino que desaparecerá conforme tu dolencia mejore. Milord de Hertford te habla de la fiesta de la ciudad, a la cual Su Majestad el rey prometió hace unos dos meses que asistiría Tu Alteza. ¿Lo recuerdas ahora?

—Me duele confesar que se me fue de la memoria —contestó Tom con voz vacilante, y sonrojóse de nuevo.

En este punto anunciaron a lady Isabel y a lady Juana Grey. Ambos lores se cruzaron significativas miradas, y Hertford se dirigió velozmente hacia la puerta. Cuando las doncellas pasaron por delante de él dijo en voz baja:

—Os ruego, señoras, que no deis muestras de observar sus rarezas ni mostréis sorpresa cuando le falte la memoria; os dolerá notar cómo se turba con cualquier fruslería.

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora