Conclusión: Justicia y retribución

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Cuando todos los misterios se aclararon, salió a relucir, por confesión de Hugo Hendon, que su esposa había repudiado a Miles por orden suya aquel día en Hendon Hall, orden apoyada por la promesa, perfectamente digna de crédito, de que si ella no negaba que aquél era Miles Hendon, y se mantenía firme en esto, le quitaría la vida, a lo cual respondió ella: «Tomadla», porque no la apreciaba y no quería negar a Miles; entonces el marido dijo que a ella le perdonaría la vida, ¡pero haría asesinar a Miles! Esto era cosa distinta, así que la dama dio su palabra y la mantuvo.

Hugo no fue perseguido por sus amenazas ni por apropiarse de los estados y títulos de su hermano, porque ni la esposa ni el hermano quisieron testificar contra él, y a la primera no se le habría permitido hacerlo, aunque hubiese querido. Hugo abandonó a su mujer y partió para el Continente, donde murió al poco tiempo, y a poco el conde de Kent se casó con su viuda. Hubo grandes festejos y regocijos en el pueblo de Hendon cuando la pareja hizo su primera visita a la casa señorial.

Del padre de Tom Canty nunca se volvió a saber nada.

El rey buscó al labriego que había sido marcado y vendido como esclavo, lo apartó de su camino de perdición al lado de la cuadrilla de Ruffler y lo puso en vía de ganarse cómodamente la vida.

También sacó de la cárcel al viejo abogado, a quien perdonó la multa. Dispuso buenos hogares para las hijas de las dos mujeres anabaptistas a quienes vio quemar en la hoguera, y castigó debidamente al alguacil que descargó sobre las espaldas de Miles Hendon los inmerecidos azotes.

Salvó de las galeras al muchacho que había capturado al halcón perdido, y también a la mujer que había robado un retazo de paño a un tejedor; pero llegó demasiado tarde para salvar al hombre que había sido acusado de matar a un ciervo en el bosque real.

Mostró su favor al juez que se apiadó de él cuando lo acusaron de haber robado un cerdo, y tuvo la alegría de verlo crecer en la estimación pública y convertirse en un hombre insigne y honorable.

Mientras vivió, al rey le complacía contar la historia de sus aventuras, de principio a fin, desde la hora en que él centinela lo apartó con una manotada de la puerta del palacio hasta la noche final en que se mezcló mañosamente en una cuadrilla de presurosos obreros, y así se deslizó en la Abadía y trepó y se ocultó en la tumba del Confesor, y luego durmió tanto tiempo al día siguiente, que por poco pierde enteramente la Coronación. Decía que el referir con frecuencia su valiosa lección lo mantenía firme en su propósito de hacer que sus enseñanzas redituaran beneficios a su pueblo, y así, mientras tuviese vida, continuaría refiriendo la historia para mantener sus tristes acontecimientos frescos en la memoria y los manantiales de la piedad bien llenos en su corazón.

Miles Hendon y Tom Canty fueron siempre favoritos del rey, en su breve reinado, y lo lloraron sinceramente cuando murió. El buen conde de Kent tenía bastante sentido común como para abusar de su singular privilegio, pero lo ejerció dos veces, después de la ocasión que hemos visto, antes de dejar el mundo: una, cuando el ascenso al trono de la reina María, y otra cuando el ascenso de la reina Isabel. Un descendiente suyo lo ejerció cuando ascendió al trono Jaime I. Había transcurrido casi un cuarta de siglo antes de que el hijo de aquel descendiente deseara ejercer el privilegio, y el «privilegio de los Kent» se había borrado de la memoria de casi todas las gentes, de manera que, cuando el Kent de entonces compareció ante Carlos I y su corte y se sentó en presencia del soberano, para afirmar y perpetuar el derecho de su casa, se produjo, ciertamente, un verdadero revuelo. Pero el asunto fue aclarado de inmediato y confirmado el derecho. El último conde de su estirpe cayó peleando por el rey en las guerras de la república, y el singular privilegio termino con él.

Tom Canty vivió hasta edad muy avanzada, un apuesto viejo, de pelo blanco, de grave y benévolo aspecto. Mientras vivió, se le rindieron honores; también fue reverenciado, porque su singular y sorprendente traje recordaba a las gentes que «en su tiempo había sido rey»; y así, doquiera que sé presentaba, la gente se apartaba para abrirle paso, susurrando unos a otros: «Quitaos el sombrero; es el "Protegido del Rey"», y así saludaban, y obtenían a cambio una amable sonrisa, y la valoraban, también, porque la suya era una honorable historia.

Sí; el rey Eduardo VI vivió pocos años, pobre niño, pero los vivió dignamente. Más de una vez, cuando algún gran dignatario, algún importante vasallo de la corona, argumentaba en contra de su lenidad, y alegaba que alguna ley que se proponía enmendar era lo bastante benigna para su objeto y no ocasionaba sufrimiento u opresión de gran importancia a nadie, el joven rey volvía hacia él la triste elocuencia de sus ojos espléndidamente compasivos y respondía:

—¿Qué sabes tú de sufrimiento y opresión? Yo y mi pueblo sabemos; pero tú no.

El reinado de Eduardo VI fue singularmente misericordioso para aquellos duros tiempos. Ahora que nos despedimos de él, tratemos de conservar esto en la memoria, en su honor.

El Príncipe y el MendigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora