Pronto invadió a ambos camaradas una pesada somnolencia. Dijo el rey, refiriéndose a sus vestidos: Quítame estos andrajos.
Hendon desnudó al niño sin disentir, ni proferir una palabra, lo arropó en el lecho y miró en tomo del aposento, diciéndose, condolido:
«Me ha vuelto a quitar la cama como antes... ¿Qué hago yo ahora?».
El reyecito observó su perplejidad y la disipó con unas palabras, diciendo soñoliento:
Tú dormirás atravesado en la puerta y la guardarás.
Y un momento después se habían desvanecido todas sus desazones en un profundísimo sueño.
«Corazón sencillo; debería haber nacido noble —se dijo Hendon lleno de admiración—. Representa su papel a maravilla».
Y después se tendió en el suelo al través de la puerta, diciendo con contento:
—Peor lecho he tenido en estos siete años. Ponerle reparos a esto sería una ingratitud para El de arriba.
Cayó dormido cuando apuntaba el alba, y hacia el mediodía se levantó, destapó con el mayor cuidado a su dormido pupilo y con un bramante le tomó medidas. El rey despertó en el momento de terminar Miles su obra; quejose de frío y le preguntó qué era lo que estaba haciendo.
—Hecho está ya, señor mío —contestó Hendon—. Tengo quehacer fuera, pero no tardaré en volver. Duérmete otra vez, que lo has menester. Déjame que te cubra también la cabeza. Así entrarás más pronto en calor.
Antes de terminar Hendon estas palabras el rey estaba de nuevo en el país de los sueños. Miles salió sin hacer ruido y volvió a entrar, también de puntillas, a los treinta minutos, con un traje de segunda mano, completo, de niño, de tela barata y mostrando señales de uso, pero limpio y apropiado a la estación del año. Sentose y empezó a examinar su compra, diciéndose entre dientes:
—Una escarcela mejor provista habría comprado cosa mejor, pero cuando ella está medio vacía, debe uno contentarse con lo que hay...
Vivía en nuestra ciudad una mujer...
En nuestra ciudad ella moraba.
«Parece que se ha movido... Tendré que cantar en clave no tan alta. No estaría bien turbar su sueño con la jornada que le espera, pobre muchacho... Esta prenda está bastante bien... Con una puntada aquí y otra allá, quedará adecuada. Esta otra es mejor, si bien no le vendrán mal tampoco unas cuantas puntadas. Estos zapatos están de muy buen uso, y con ellos tendrá los piececitos secos y calientes. Son cosa nueva para él, pues sin duda está acostumbrado a ir descalzo, lo mismo en los veranos que en los inviernos... ¡Ojalá que el hilo fuera pan! ¡Con cuán poco dinero se compra lo necesario para un año! Y además, le dan a uno de balde una aguja tan brava y grande como ésta solo por caridad. Ahora me va a costar un demonio enhebrarla».
Y así fue. Como han hecho siempre los hombres, y como harán probablemente hasta el final de los tiempos, Hendon mantuvo la aguja quieta y trató de pasar la hebra por su ojo, es decir, al revés de como lo hacen las mujeres. Una y otra vez el hilo erró el blanco, pasando ora a un lado de la aguja, ora al otro, y en ocasiones doblándose; pero era paciente, pues más de una vez en su vida de campaña había experimentado dificultades semejantes. Por fin enhebró la aguja, tomó la prenda que le estaba esperando, se la puso sobre las rodillas y empezó su trabajo.
—La posada está pagada, incluyendo el desayuno que ha de venir, y aún me queda lo bastante para comprar un par de burros y sufragar nuestros dispendios menudos en los dos o tres días que han de mediar hasta que lleguemos a la abundancia que nos espera en Hendon Hall.
ESTÁS LEYENDO
El Príncipe y el Mendigo
Fiction HistoriqueTom Canty es un niño pobre, cuya vida dará un giro completo al acercarse a palacio y cruzarse con el príncipe Eduardo. Gracias a su asombroso parecido físico, ambos podrán intercambiar sus identidades, lo que permitirá al príncipe conocer la vida re...