La caja de cartón

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A la hora de escoger algunos casos típicos que pusieran de manifiesto las notables facultades mentales de mi amigo Sherlock Holmes, he procurado, en la medida de lo posible, seleccionar aquellos que presentaran un mínimo de sensacionalismo y ofrecieran campo suficiente para desplegar su talento. Sin embargo, y por desgracia, resulta imposible separar por completo lo sensacional de lo delictivo, y el cronista se encuentra en el dilema de tener que sacrificar detalles que son esenciales para comprender la historia, con lo cual se da una falsa impresión del problema, o utilizar materiales que han llegado a sus manos por casualidad, y no por elección. Hecho este breve preámbulo, paso a exponer las notas que conservo acerca de una extraña cadena de acontecimientos, que resultó ser particularmente terrible.

Era un día de agosto y hacía un calor abrasador. Baker Street parecía un horno, y el reflejo del sol en los ladrillos amarillos de la casa de enfrente hacía daño en los ojos. Resultaba difícil creer que aquellas eran las mismas paredes que parecían tan lúgubres y sombrías entre las nieblas del invierno. Teníamos las persianas medio bajadas, y Holmes estaba acurrucado en el sofá, leyendo y releyendo una carta que había recibido con el correo de la mañana. En cuanto a mí, los años de servicio en la India me habían acostumbrado a aguantar mejor el calor que el frío, y podía soportar sin problemas temperaturas de más de 30 grados. Pero el periódico de la mañana no traía nada interesante. El Parlamento había suspendido sus sesiones, todo el mundo se había largado de Londres, y yo suspiraba por la praderas de New Forest o las playas de Southsea. El depauperado estado de mi cuenta bancaria me había obligado a aplazar mis vacaciones; y por lo que respecta a mi amigo, ni el campo ni la costa ofrecían el más mínimo atractivo para él. Le gustaba permanecer en el centro mismo de una multitud de cinco millones de personas, extendiendo sus tentáculos entre ellas, atento al menor rumor o sospecha de un delito sin resolver. Entre sus muchas cualidades no figuraba la afición a la Naturaleza, y solo se aproximaba a ella cuando tenía que desviar su atención del malhechor urbano para seguirle la pista a su equivalente rural.

En vista de que Holmes se encontraba demasiado absorto para conversar, tiré a un lado el aburrido periódico y me recosté en mi butaca, sumiéndome en profundas reflexiones. De pronto, la voz de mi compañero interrumpió mis pensamientos.

—Tiene usted razón, Watson —dijo—. Parece una manera ridícula de zanjar una disputa.

—¡Pues claro que es ridícula! —exclamé yo. Y entonces, cayendo de pronto en la cuenta de que Holmes había logrado penetrar en mis pensamientos más íntimos, me incorporé en mi asiento y me quedé mirándolo, completamente atónito.

—¿Qué es esto, Holmes? —exclamé—. Esto supera todo lo imaginable.

El se echó a reír de buena gana ante mi perplejidad.

—Recordará usted —dijo— que hace algún tiempo, cuando le leí aquel pasaje de un cuento de Poe en el que un razonador muy hábil sigue los pensamientos de su acompañante sin que este haya dicho nada, usted consideró todo el asunto como un mero tour de forcé del autor. Y cuando yo le dije que tenía por costumbre hacer lo mismo en todo momento, usted se mostró incrédulo.

—¡Oh, no!

—Quizá no lo dijera con la lengua, querido Watson, pero sí con las cejas. Así que cuando le he visto tirar el periódico y enfrascarse en una cadena de pensamientos, me he alegrado de tener la oportunidad de ir siguiéndola, e intervenir en un momento dado, como demostración de que me mantenía en contacto con usted.

Aquello no me convenció, ni mucho menos.

—En aquel ejemplo que usted me leyó —argumenté—, el razonador sacaba sus conclusiones observando las acciones del otro hombre. Si no recuerdo mal, este tropezaba en un montón de piedras, miraba las estrellas, y cosas así. Pero yo estaba tranquilamente sentado en mi butaca. ¿Qué pistas le he podido dar?

Las memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora