El paciente interno

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Al echar una mirada a las, en cierto modo, incoherentes series de historias con las que he procurado ilustrar unas cuantas de las peculiaridades mentales de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, me he quedado impresionado al comprobar todas las dificultades que he encontrado para escoger ejemplos que ilustren todos los aspectos de mi objetivo. Se debe esto a que en aquellos casos en los que Holmes llevó a cabo ciertos tour-de-force de razonamiento analítico y demostró el valor de sus métodos de investigación, los propios hechos habían sido tan leves o tan comunes, que no me sentía justificado al exponerlos ante el público. Por otro lado, ha sucedido a menudo que él se ha visto metido en investigaciones en las que se presentaban hechos de una importancia y un dramatismo notables, pero en los que el intercambio de opiniones —algo que él siempre hace a la hora de determinar las causas— fue menos pronunciado de lo que yo —como biógrafo suyo— hubiera podido desear. Un pequeño asunto cuya crónica escribí bajo el título de Estudio en escarlata, y aquel otro posterior conectado con la pérdida del Gloria Scott, pueden servir de ejemplo de estos Escila y Caribdis que siempre amenazarán a su historiador. Puede ser que, en el asunto que estoy a punto de empezar, el papel jugado por mi amigo no sea muy destacado; pero, aun así, el hilo de los acontecimientos es tan notable, que no puedo resignarme a omitirlo en esta serie.

Había sido un día de octubre cerrado y lluvioso.

—¡Qué día más poco saludable, Watson! —dijo mi amigo—. Pero la tarde ha traído algo de brisa. ¿Le apetecería salir a dar una vuelta por Londres?

Había sido un día de agosto pesado y lluvioso. Teníamos las persianas entornadas y Holmes estaba tumbado en el sofá leyendo y releyendo una carta que le había llegado en el correo de la mañana. En lo que a mí se refería, la temporada que había pasado sirviendo en la India me había preparado para aguantar el calor mejor que el frío y podía soportar sin agobiarme los 32° de temperatura que marcaba el termómetro. Pero el periódico carecía de todo interés. Las sesiones del Parlamento se habían suspendido; todo el mundo se había ido de la ciudad y yo suspiraba por encontrarme en los bosques del New Forest o en las playas de guijarros de Southsea. La situación de mi cuenta bancada me había obligado a dejar mis vacaciones para mejor ocasión y en cuanto a mi amigo, ni el campo ni la playa le atraían lo más mínimo. Le encantaba verse rodeado por cinco millones de personas, tendiendo sus redes para que nada ni nadie se escapara a su vigilancia, siempre alerta ante cualquier rumor o sospecha de un crimen sin resolver. El saber apreciar la naturaleza no se encontraba entre sus innumerables facultades y el único cambio que se daba en su vida era cuando se alejaba del malhechor ciudadano para seguir las huellas de su semejante en el campo.

Advirtiendo que Holmes estaba demasiado absorto para conversar, había tirado a un lado aquel periódico tan falto de noticias y recostándome en el asiento, me quedé un rato abstraído. De repente la voz de mi amigo me sacó de mi ensimismamiento.

—Tiene razón, Watson —dijo—. Efectivamente parece un modo de resolver los problemas bastante ridículo.

—De lo más ridículo —respondí, y entonces, dándome cuenta de cómo se había hecho eco de un pensamiento profundamente hundido en mi alma, me erguí en el asiento y le miré totalmente atónito—. ¿Qué es esto, Holmes? —exclamé—. Va mucho más lejos de lo que hubiera imaginado.

Se rió con ganas ante mi perplejidad.

—Recuerde —dijo— que hace algún tiempo, cuando le leí un párrafo de Poe en el que un acertado conversador sigue los pensamientos no verbalizados de su compañero, usted se inclinaba a considerar el asunto como un simple tour-de-force del autor. Al observar yo que yo mismo tenía la costumbre de hacer constantemente esto mismo, usted expresó cierta incredulidad.

Las memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora