El problema final

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Con extremada tristeza tomo hoy mi pluma para escribir estas últimas palabras, con las que dejaré para siempre constancia de los singulares dones que distinguían a mi amigo, el señor Sherlock Holmes. De un modo incoherente y, viéndolo ahora en profundidad, totalmente inadecuado, me propuse dar cuenta de las extrañas experiencias que tuve en su compañía: desde el primer encuentro casual que nos uniría en la época de Estudio en escarlata hasta los tiempos de su intervención en el asunto de El Tratado Naval, una intervención que tuvo el incuestionable efecto de evitar un serio embrollo internacional. Tenía la intención de haberme detenido aquí y de callarme todo lo relativo a aquel suceso que dejó un vacío tal en mi vida, que un lapso de dos años no ha podido llenar. Me veo forzado, no obstante, a continuar, debido a las recientes cartas en las que el coronel Moriarty defiende la memoria de su hermano; no me queda más remedio que exponer los hechos ante el público exactamente como ocurrieron. Solo yo sé toda la verdad sobre el asunto y me alegra que haya llegado el momento en el que deja de ser bueno y provechoso el callarse. Por lo que sé, solamente se han dado tres informes en la prensa pública: el del Journal de Genéve del 6 de mayo de 1891; el del despacho de noticias Reuter, aparecido en los periódicos ingleses del 7 de mayo, y finalmente las cartas a las que acabo de aludir. Los dos primeros eran extremadamente concisos, mientras que el último es, como en seguida pasaré a demostrar, una absoluta desnaturalización de los hechos. De mí depende que por primera vez se cuente lo que de verdad tuvo lugar entre el profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes.

Debe recordarse que, tras mi matrimonio y mi posterior inicio en la práctica privada de la medicina, la relación verdaderamente íntima que había existido entre Holmes y yo quedó hasta cierto punto modificada. Seguía viniendo a verme de cuando en cuando, siempre que necesitaba que alguien le acompañara en las investigaciones; pero estas visitas se fueron haciendo cada vez más raras, hasta que en el año 1890 fueron tan escasas, que solo hubo tres casos de los que yo pudiera guardar alguna anotación. Durante el invierno de ese año y en el inicio de la primavera de 1891 leí en los periódicos que el gobierno francés le había contratado por un asunto de suprema importancia y recibí dos pequeñas notas suyas; la una fechada en Narbonne y la otra en Nimes, de lo que deduje que su estancia en Francia iba a ser probablemente larga. Me sorprendió, por tanto, verle entrar en mi consultorio la noche del 24 de abril. Me chocó su aspecto, porque parecía más delgado y más pálido de lo normal en él.

—Sí, me he estado cuidando muy poco últimamente —observó en respuesta a mi mirada más que a mis palabras—. Estos últimos días han sido muy agitados. ¿Le importaría que cerrara las contraventanas?

La lámpara sobre la mesa en la que yo había estado leyendo era la única luz que había en la habitación. Holmes, caminando pegado a la pared, llegó junto a ellas y las cerró de golpe, echando después el pestillo.

—¿Tiene miedo de algo? —pregunté yo.

—Pues sí, lo tengo.

—¿De qué?

—De las pistolas de aire comprimido.

—Mi querido Holmes, ¿qué quiere usted decir con esto?

—Creo que me conoce lo suficiente, Watson, para saber que no soy en absoluto un hombre nervioso. Al mismo tiempo, es una estupidez más que una valentía el negarse a reconocer que uno corre peligro. ¿Podría darme una cerilla?

Sacó su pitillera como si agradeciera el efecto relajante del tabaco.

—Debo excusarme por aparecer a semejante hora —dijo—, y además tengo que pedirle que por una vez sea tan poco convencional como para permitirme que salga de su casa saltando por el muro posterior de su jardín.

—¿Pero qué significa todo esto? —pregunté.

Alargó la mano y a la luz de la lámpara vi que tenía dos nudillos quemados y que le sangraban.

Las memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora