El rostro amarillo

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Gracias a las dotes singulares de mi compañero he podido oír la narración de los numerosos casos que sirven de base a estas crónicas. En ocasiones incluso he llegado a representar el papel de actor en algún extraño drama. No es extraño, pues, que al publicarlos me recree más en sus éxitos que en sus fracasos, y ello no tanto en aras de su reputación —si bien es cierto que su energía y versatilidad se aguzaban justamente en sus momentos más críticos—, cuanto porque donde él no tenía éxito sucedía a menudo que los demás tampoco, y el relato quedaba inacabado para siempre. Sin embargo, de cuando en cuando ocurría que, aunque él se equivocara, la verdad llegaba a descubrirse. Tengo anotados una media docena de casos de estos, de entre los cuales el asunto de La Segunda Mancha y el que me propongo relatar ahora presentan mayor interés.

Sherlock Holmes era un hombre que no solía hacer ejercicio por simple placer. Pocas personas serán capaces de mayores esfuerzos musculares, y era sin duda uno de los mejores boxeadores de su peso que jamás he visto. Pero consideraba el ejercicio corporal una pérdida de energías, y no era frecuente que se moviera salvo que lo requiriera algún objetivo profesional. En esos casos era de todo punto incansable e infatigable. Es asombroso que bajo estas circunstancias se mantuviera en forma, pero su dieta era de lo más frugal, y sus costumbres tan sencillas, que rayaban en la austeridad. No tenía vicios, salvo el uso ocasional de la cocaína, y recurría a la droga solo como protesta ante la monotonía de la existencia, cuando escaseaban los casos y los periódicos no ofrecían interés.

Un día, a comienzos de la primavera, se había relajado tanto que me acompañó a pasear al parque, donde los olmos mostraban los primeros brotes verdes, y las pegajosas puntas de los castaños empezaban a estallar en hojas palmeadas. Caminamos juntos durante dos horas, en silencio la mayor parte del tiempo, como corresponde a dos hombres que se conocen íntimamente. Eran casi las cinco cuando regresábamos a Baker Street.

—Perdón, señor —dijo nuestro criado al abrirnos la puerta—, ha venido un caballero preguntando por usted. Holmes me miró con reproche.

—¿Ve lo que ocurre por ir de paseo? —dijo—. ¿Se ha ido, pues, ese caballero?

—Sí, señor.

—¿No le hizo usted pasar?

—Sí, señor, y entró.

—¿Cuánto tiempo estuvo esperando?

—Media hora, señor. Era un caballero muy inquieto, señor, estuvo moviéndose y paseando todo el tiempo que se quedó aquí. Por fin salió al pasillo y gritó: «¿Es que no va a volver nunca ese hombre?». Esas fueron sus mismas palabras, señor. «No tendrá usted que esperar mucho más», le dije yo. «Pues esperaré fuera, me estoy ahogando aquí», dijo y se largó a pesar de lo que yo le decía.

—Bueno, bueno, hizo usted lo que pudo —dijo Holmes mientras nos encaminábamos a nuestro cuarto—. Pero es una lata, Watson. Necesitaba urgentemente un caso, y a la vista de la impaciencia del hombre este parecía poder tener importancia. Pero ¿qué es esto? Esta no es su pipa, Watson. Debe de habérsele olvidado. Es de buen brezo, con un hermoso cañón de los que los tabacaleros llaman ámbar. Me pregunto cuántos cañones de auténtico ámbar habrá en Londres. Algunos dicen que el distintivo es que tengan una mosca. Esto de poner falsas moscas en el ámbar es realmente una rama del comercio. Debía de andar muy distraído para olvidarse una pipa que evidentemente valora mucho.

—¿Cómo sabe que la valora mucho? —pregunté.

—Bueno, calculo que el precio original de la pipa debe de andar por los siete chelines y medio. Como ve, la han arreglado dos veces, una en la parte del cañón, que es de madera, y otra en la parte del ámbar. Como puede observar, cada uno de estos arreglos se ha hecho en plata, y deben de haber costado más que la pipa. El hombre tiene que apreciarla mucho cuando prefiere remendarla antes que comprarse una nueva por el mismo precio.

Las memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora