El intérprete griego

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Durante mi largo y profundo conocimiento del señor Sherlock Holmes nunca le había oído hablar de sus familiares y casi nunca de sus primeros años. Esta reticencia por su parte había ayudado a aumentar el efecto, en cierto modo inhumano, que me producía, hasta tal punto que algunas veces me encontré observándolo como si se tratara de un fenómeno aislado, un cerebro sin corazón, tan carente de comprensión por los problemas humanos como superior en inteligencia. Su aversión por las mujeres y sus pocas ganas de hacer nuevos amigos eran ambos rasgos típicos de su carácter, pero ninguno de ellos tan acusado como su tendencia a suprimir toda referencia a su propia familia. Llegué a creer que era un huérfano al que no le quedaba ningún pariente vivo; pero un día, para mi sorpresa, empezó a hablarme de su hermano.

Fue una tarde de verano después del té; la conversación, que había ido saltando de modo inconexo desde los clubes de golf hasta las causas del cambio en la oblicuidad de la eclíptica, vino a dar por último a la cuestión del atavismo y de las aptitudes hereditarias. El punto que discutíamos era hasta qué punto un don determinado en una persona se debe a la herencia o a su primer aprendizaje.

—En su caso —dije yo—, por todo lo que usted me ha dicho, parece obvio que su facultad para la observación y su peculiar facilidad para la deducción se deben a su propio aprendizaje sistemático.

—Hasta cierto punto —contestó pensativo—. Mis antepasados pertenecían a la aristocracia del campo y parecen haber tenido un modo de vida similar al que es normal entre la gente de esa clase. Sin embargo, el que yo haya salido así es algo que llevo en las venas y puede que proceda de mi abuela, que era hermana de Vernet, el artista francés. Cuando el arte corre por las venas de alguien, puede tomar las formas más extrañas. —¿Pero cómo sabe que es hereditario?

—Porque mi hermano Mycroft lo posee y en un grado más alto que yo. Esto era realmente nuevo para mí. Si había en Inglaterra otro hombre con semejantes poderes, ¿cómo podía ser que ni la policía ni el público en general hubieran oído hablar de él? Se lo pregunté, dejando caer que era la modestia de mi amigo la que le hacía reconocer que su hermano era superior a él. Holmes se rió ante mi sugerencia.

—Querido Watson —dijo—, no estoy de acuerdo con aquellos que ponen a la modestia entre las virtudes. Para la mente lógica todas las cosas han de verse exactamente como son, y cuando uno se minusvalora, se aparta tanto de la verdad como cuando exagera sus propios poderes. Por tanto, al decir yo que Mycroft tiene mejores facultades de observación que yo, debe usted dar por supuesto que estoy diciendo la verdad exacta y literal.

—¿Es más joven que usted?

—Siete años mayor.

—¿Y cómo es que resulta desconocido?

—Oh, es muy conocido en su propio círculo.

—¿Cuál es, pues?

—Bueno, en el «Club Diógenes», por ejemplo.

Nunca había oído hablar de esa institución y se me debió de notar en la cara porque Sherlock Holmes sacó un reloj.

—El «Club Diógenes» es el club más raro de Londres, y Mycroft uno de sus miembros más raros. Siempre está allí entre las cinco menos cuarto y las ocho menos veinte. Son las seis ahora, así que, si le apetece dar una vuelta aprovechando esta bella tarde, le enseñaría con mucho gusto las dos curiosidades.

Cinco minutos más tarde estábamos en la calle, caminando hacia Regent Circus.

—Se preguntará —dijo mi amigo— por qué Mycroft no usa sus facultades para trabajar de detective. Es incapaz.

—¡Pero si pensé que usted había dicho...!

—Dije que era superior a mí en observación y deducción. Si el arte del detective empezara y terminara en el razonamiento desde un sillón, mi hermano sería el mejor agente que haya existido nunca. Pero no tiene ambiciones ni energía. No se movería para verificar sus propias soluciones y preferiría que pensaran que estaba en un error a tomarse la molestia de demostrar que tenía razón. Una y otra vez le he planteado problemas, obteniendo siempre una explicación que más tarde me demostraría que era la acertada. Y, sin embargo, fue absolutamente incapaz de resolver la parte práctica a la que tiene uno que dedicarse antes de poder exponer el caso ante un juez o un jurado.

Las memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora