La aventura del jorobado

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Sucedió una noche de verano, unos meses después de mi matrimonio; yo estaba sentado junto a la chimenea fumándome una última pipa y cabeceando sobre una novela, porque había tenido un día de trabajo agotador. Mi mujer ya se había retirado, y el ruido de la puerta principal al cerrarse un momento antes me indicó que los sirvientes también se habían retirado. Me levanté del asiento y, cuando ya estaba vaciando la ceniza de la pipa en el cenicero, de repente oí que llamaban repetidamente a la puerta.

Miré el reloj. Eran las doce menos cuarto. No podía tratarse de una visita a tales horas. Evidentemente era un paciente, lo que posiblemente me supondría una noche en vela. Con una expresión malhumorada en el rostro fui al hall y abrí la puerta. Para mi asombro, era Sherlock Holmes quien se encontraba ante mí en el umbral.

—¡Ah, Watson! —dijo—. Esperaba que no fuera demasiado tarde para cogerle todavía despierto.

—Mi querido amigo, pase, por favor.

—Parece sorprendido, ¡y no me extraña! Aliviado, también, me imagino. ¡Hum!, así que sigue usted fumando la misma mezcla de tabaco Arcadia de sus días de soltero. Esa esponjosa ceniza esparcida sobre su batín no deja lugar a dudas. Se adivina fácilmente que se acostumbró al uniforme, Watson; nunca será considerado como un ciudadano de buena familia, mientras no pierda la costumbre de llevar el pañuelo en la manga. ¿Podría alojarme esta noche?

—Con mucho gusto.

—Me dijo que disponía de espacio como para alojar a un soltero, y veo que por el momento no tiene a ningún caballero de visita; por lo menos eso es lo que está proclamando su perchero.

—Me encantaría que se quedara.

—Gracias. Ocuparé, pues, la percha vacía. Siento ver que ha tenido a algún tipo de operario británico trabajando en la casa. Son un símbolo de desgracia. Espero que no sean las cañerías.

—No, el gas.

—¡Ah! Ha dejado dos huellas de los clavos de sus botas en el linóleo; se ven ahí, donde le da la luz. No, gracias, cené algo en Waterloo; pero con mucho gusto me fumaría una pipa con usted.

Le ofrecí mi petaca y, sentándose frente a mí, fumó un rato en silencio. Yo era totalmente consciente de que nada, salvo un asunto de importancia, le hubiera hecho venir a verme a tales horas, conque esperé con paciencia hasta que tuviera a bien tocar el asunto.

—Veo que se encuentra ahora bastante ocupado profesionalmente —dijo, mirándome profundamente.

—Sí, he tenido un día muy ocupado —contesté—. Puede parecerle una locura —añadí—, pero no sé realmente cómo ha podido deducirlo.

Holmes se rió entre dientes.

—Tengo la ventaja de conocer sus costumbres, mi querido Watson —dijo—. Cuando tiene que hacer pocas visitas, va usted a pie y, cuando tiene muchas, utiliza un coche de punto. Al ver que sus botas, aunque usadas, no están sucias en absoluto, no me cabe duda de que en este momento está usted lo suficientemente ocupado para que el uso del coche de punto quede justificado.

—¡Excelente! —exclamé.

—Elemental —dijo él—. Se trata de uno de esos casos en los que la persona que los plantea puede producir un efecto que parezca extraordinario a su vecino, solo porque a este último se le ha escapado precisamente ese puntito que es la base de la deducción. Lo mismo puede decirse, mi querido amigo, de algunas de esas pequeñas crónicas que usted escribe: tienen un efecto totalmente engañoso, dependiendo, como depende, de que usted se reserva para sí algunos factores del problema sin llegar a compartirlos nunca con el lector. En este momento me encuentro en la posición de esos mismos lectores, ya que tengo en las manos varios hilos de uno de los más extraños casos que jamás hayan dejado perpleja a una mente humana y, sin embargo, me faltan esos dos o tres que son totalmente necesarios para completar mi teoría. ¡Pero los tendré, Watson, los tendré!

Las memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora