Los hacendados de Reigate

419 38 15
                                    

Transcurrió algún tiempo antes de que la salud de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, mejorara tras la fatiga ocasionada por el enorme esfuerzo de la primavera del 87. La cuestión de la Compañía de Los Países Bajos-Sumatra y las colosales manipulaciones del barón Maupertuis están aún demasiado cercanas en las mentes del público y están demasiado vinculadas a asuntos políticos y financieros como para poderlas incluir en esta serie de crónicas. Sin embargo, y de modo indirecto, dieron lugar a un problema singular y complejo, que le ofreció a mi amigo la oportunidad de demostrar el valor de un arma nueva entre las muchas con que libró una eterna batalla contra el crimen.

Al comprobar mis notas, veo que fue el 14 de abril cuando recibí un telegrama de Lyon, en el que se me informaba que Holmes estaba en el Hotel Dulong, enfermo. Antes de las veinticuatro horas estaba junto a él, tranquilizado al comprobar que los síntomas no eran de gran importancia. Se había quebrado su robustísima constitución bajo el esfuerzo de una investigación que había durado dos meses, periodo durante el cual había trabajado al menos quince horas diarias y, como él mismo me aseguró, en más de una ocasión durante cinco días sin parar. El desenlace triunfal de su labor no impidió la reacción a tan tremendo esfuerzo, y, justo cuando toda Europa no hacía más que hablar de él y tenía la habitación inundada de telegramas de felicitación, le encontré presa de la más terrible depresión. Ni siquiera el saber que había triunfado donde no lo había conseguido la policía de tres países y que había desenmascarado al estafador más sofisticado de Europa conseguían sacarle de su postración nerviosa.

Tres días más tarde estábamos de nuevo los dos en Baker Street, pero era evidente que a mi amigo le sentaría bien un cambio de aires, y la idea de una semana primaveral en el campo me atraía mucho a mí también.

Un viejo amigo mío, el coronel Hayter, que había estado bajo mis cuidados médicos en Afganistán, tenía una casa cerca de Reigate, en Surrey, y con frecuencia me había invitado a ir allí. En la última ocasión me había comentado que, si mi amigo consentía en acompañarme, gustosamente le haría extensiva su hospitalidad. Necesité toda mi diplomacia, pero, cuando Holmes se hizo cargo de que era la casa de un soltero y que tendría toda la libertad del mundo, accedió a mis planes, y una semana después de regresar de Lyon estábamos bajo el techo del coronel. Hayter era un buen soldado, que había visto mucho mundo, y pronto descubrió, tal y como yo había esperado, que él y Holmes tenían mucho en común.

La noche en que llegamos nos encontrábamos sentados en el cuarto de armas después de la cena. Holmes reposaba en el sofá, mientras Hayter y yo repasábamos su pequeña colección de armas de fuego.

—Por cierto —dijo de repente—, me voy a subir una de estas pistolas conmigo por si tenemos alguna alarma.

—¿Una alarma? —dije yo.

—Sí, nos han dado un susto últimamente. Al viejo Acton, uno de los magnates del condado, le entraron en la casa el lunes pasado. No ocasionaron grandes desperfectos, pero los bandidos aún siguen en libertad.

—¿No hay ninguna pista? —preguntó Holmes mirando al coronel.

—Hasta el momento, ninguna. Pero el asunto no tiene mayor importancia. Es un pequeño caso local que le parecería demasiado insignificante, señor Holmes, tras un crimen internacional.

Holmes pareció no hacer caso del cumplido, aunque su sonrisa demostró que le había halagado.

—¿Había algún punto interesante?

—Creo que no. Los ladrones saquearon la biblioteca y compensaron poco sus esfuerzos. Todo estaba patas arriba, los cajones forzados y todo desvalijado, resultando que lo único que ha desaparecido es un volumen del Homero de Pope, dos candelabros de plata, un pisapapeles de marfil, un pequeño barómetro de roble y una bola de bramante.

Las memorias de Sherlock HolmesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora