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El zumbido solitario de mis tacones era lo que nuevamente me acompañaba, entre los amplios y deshabitados corredores de la institución, y echando algún que otro vistazo más allá. Otra vez, llegaba tarde.
Apreté el bolso contra mi costado, mientras recorrí todas las aulas en busca de la mía.
Elizabeth, había estado de mal humor esta semana, cortante y brusca conmigo, y por una extraña razón, en mi vivienda, todo se hallaba inmerso en un silencio inusual. Mi madre no se encontraba allí. No obstante, todo había jugado en mi contra: al querer desayunar, abrí la nevera y los huevos se cayeron por sí solos contra el suelo, rompiéndose todos a la vez. La alarma no sonó a la hora programada e hice todo a los apurones. El clima tampoco cooperó demasiado a animar el ambiente. Una llovizna inacabable, que al despertar, se mostraba empecinada, junto al frío de julio que te eriza la piel.
—Isabella... —susurró una voz cargada de ira, sacándome del trance.
De repente mi cuerpo se sacude hacia atrás y se estampa contra la blanquecina y fría pared del corredor.
Levanté la mirada, con una mueca de dolor plasmada en mi rostro, cruzándome con aquel iris cargado de rabia y odio.
Mi cuerpo se congeló al examinar sus ojos marrones desorbitados. Su cabello rubio estaba sucio y desgreñado y llegaba hasta sus orejas, su tan preciado atuendo arrugado, que consistía de una chaqueta del equipo de fútbol y vaqueros de un valor de miles de dólares. Sus ojos, aquellos ojos que un día me enamoraron, estaban inyectados en sangre, bajo un rostro cansado, como el de alguien que lleva varios días sin dormir.
Un fuerte aroma a alcohol y a sustancias que desconocía, entró por mis fosas nasales, el cual casi me hizo vomitar y llorar de impotencia, todo a la misma vez.
Intenté pronunciar algo, pero las palabras se atoraron en mi garganta. No podía reconocer el estado del individuo que alguna vez llegue a amar. Ni siquiera sabía cuál era su verdadera versión.
—¿Por qué no dices nada? —preguntó, tomando con su mano mi mejilla, apegando cada vez más su cuerpo sobre el mío—, ¿Te ha comido la lengua el ratón, amorcito? ¿A caso ya le has entregado tu cuerpo a ese inmundo y asqueroso drogadicto?
Abrí mis ojos con sorpresa, ¿qué se supone que significaba todo eso? ¿A caso se refería a Demián?
—No sé de qué hablas —dije, observando sus ojos que me parecían tan distantes y tan extraños.
Unas de sus piernas se colaba por las mías y el cuerpo de su peso me aplastaba, era algo que no podía soportar. Este dolor en mi cuerpo que se cuela por mis huesos y esta agonía en el pecho me rompía. «¿En qué te convertiste, Jaden?», pensé.
—Sabes bien de que te hablo, ¡no te hagas la estúpida! —vociferó, con los dientes apretados. Su nariz rozaba la mía, provocando que su nauseabundo aliento golpeara mi cara con un desagradable aroma—. ¿Te está follando? ¿Ahora juegas a la niña rica y el chico malo? ¿Eso estás buscando? ¿Un chico malo? —Siguió gritando encolerizado.