Capítulo 8.

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Demián.

—Tengo miedo, ¿sabes? —dijo en voz baja, sin esforzarse por reprimir las lágrimas bajo sus párpados, que aún seguían surgiendo.

Al ver que seguía hipando en silencio, envolví mis brazos alrededor de su espalda y la estreché entre mis brazos, para evitarle más sufrimiento. Ella se dejó llevar.

Mi dura faceta se alejaba cada vez que ella se acercaba.

—Lo sé, muñeca. Lo sé —dije susurrando  por primera vez, mirando los libros por doquier—. No temas, yo te pondré a salvo. Estaré contigo, ¿de acuerdo?

Isabella solloza.

—¿Cómo puedes saberlo? ¿Quién me asegura que estaré a salvo? —pausó por un instante y prosiguió: —Ni siquiera me conoces, Demián. —El tono fue airado.

No obstante, a fuerza de caricias conseguí tranquilizarla, y rogué dentro mío que no siguiera con aquella actitud autoritaria.

— ¿Quién dijo que no? Te conozco más de lo que crees, Isabella —aseguré—. Estoy yo aquí, pequeña.

—Suenas tan seguro...Tú crees que me conoces muy bien, pero sé que no es cierto. No me conoces.

Respiré hondo. Mi respiración era profunda y rápida. Traté de calmarme, calmar mi respiración y de calmarme a mí mismo, pero era complicado, muy complicado. Tanto que Isabella, aún en mis brazos, intentó soltarse del agarre, aunque le fue imposible, ya que la aferré más a mi con fuerza. Esta mujer, además de bella, era feroz.

Al mismo tiempo, surgieron los sentimientos que me había esforzado por reprimir. Quiero matar al bastardo con mis propias manos. ¿Cómo fue capaz de dañar a esta cosita tan pequeña y sensible?

Su corazón era como un colibrí. Latía desenfrenado sobre mi pecho, vibraba y temblaba.

Aparté su cuerpo, a tan solo escasos centímetros, y examiné su semblante, su mirar, aceche sus ojos como nunca habia observado a alguien. Sus ojos estaban rojos por el llanto y su cara estaba surcada en lágrimas.

¡Infiernos! Esos ojos grises son mi perdición.

Yo sabía quién era desde antes que nos conociéramos. La conocía más que a ella misma. La atisbaba entre las sombras, donde la luz de la luna apenas iluminaba al crecer.

«Lo siento. Soy una tonta...tú queriendo hacerme sentir mejor —hizo una pausa y soltó una maldición en voz baja, a la vez que apoyó la cabeza en mi antebrazo, antes de seguir articulando—, Y-Y yo...

—Shh, muñeca, no hables más —Interrumpí.

Ella me miró, se sonrojó un poco, al mismo tiempo que limpié con mi dedo pulgar la última lágrima cristalina que decaía por entre sus largas pestañas, mientras pasaba delicadamente mis yemas de los dedos por su hematoma.
Me gustaba sentir su piel, profundamente femenina, bajo mi tacto; aquella que desprendía un aroma tan hipnotizante como cautivador.

Permaneció callada y quieta, dejándose hacer; entre tanto uno de sus dedos ascendía y acariciaba mi espalda.

—Estas a salvo ahora —manifesté.

Se aferró con los dos brazos y se recostó sobre mí, como si el mundo se fuese a acabar. Había, en aquel contacto, una especie de delirante.

«Estás a salvo conmigo», medité.

Las ventanas dejaron pasar la intensa brisa de la tarde en el lugar, y podía sentir todo el cuerpo de Isabella estremecerse, tomando posesión de su carne y huesos. Frío. Hacía mucho frío.

Simplemente Demián Donde viven las historias. Descúbrelo ahora