2. Rocío

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Hubo una vez una joven de ojos verdes y vestido azul que caminaba todos los días por la orilla de un río escondido entre los árboles. Sus pies descalzos siempre estaban mojados porque tocaban el agua cuando ella se acercaba para mirar a los peces y nenúfares. Era silenciosa y su presencia era como las ondas de un estanque, imperceptible.

Una tarde en la que ella se bañaba entre los juncos vio aparecer a un muchacho que sin ningún reparo se acercó hasta rozar con los dedos la superficie de la corriente. Un susurro enojado se oyó entre la espuma en el momento en el que el chico interrumpió la calma del claro para agarrar las ropas de la chica que lo observaba. Ella se alzó y con furia lo miró, reclamándole el haberle molestado y el muchacho lo único que hizo fue intimidarla con una piedra.

Una risa sarcástica salió de la boca de la joven dama mientras salía de las aguas, la ropa se pegaba a sus formas de mujer sin que ella se diera cuenta. Él abrió los ojos desmesuradamente, se arrodilló, pidió perdón a la Doncella del Arroyo y le ofreció sus respetos. La respuesta no fue otra que un mudo asentimiento, un gesto para que se fuera y una mirada amenazante para que no volviera.

Transcurrió una semana desde que el chico se había ido sin mirar atrás y la muchacha peinaba su largo cabello húmedo con los dedos mientras tarareaba una suave canción hasta que oyó un movimiento en la maleza. Se levantó y se dirigió al lugar del que había surgido el ruido y su sorpresa fue grata al encontrarse una cesta llena de presentes humildes pero hermosos. Una sonrisa se extendió por su cara antes de recogerla.

Día a día los regalos se fueron haciendo costumbre y las cartas que los acompañaban calentaron el corazón de la chica, que decidió que quería conocer a aquel que había hecho que se enamorara. Hecha un manojo de nervios hizo un espantapájaros al que adornó con sus vestidos y con hebras de plantas y árboles trenzó el cabello. Cuando llegó la hora, ella subió su ligero cuerpo al roble más cercano al lugar donde habitualmente aparecía el presente y esperó.

Un rostro conocido se asomó entre los setos, corrió a depositar la canasta a los pies del claro y se escondió para ver a la hermosa dueña de sus sueños. Detrás de él una sigilosa sombra se acercó y unos pálidos brazos lo rodearon en un lazo etéreo para no querer soltarlo. Y así pasaron las estaciones entre besos furtivos, bellas flores y latidos al son de una canción echa por la brisa entre la maleza.

En otoño, las lluvias comenzaron a ser demasiado fuertes desde el principio y el río empezó a desbordarse día sí y día también. La Doncella estaba desesperada porque veía como el lugar donde vivía era consumido por el agua y hacía oídos sordos a los ruegos del muchacho para que se fueran. Hubo un momento en el que ella estalló y él, herido, decidió alejarse un poco para que se calmara. Para cuando quiso regresar la lluvia le cegaba y en un instante, la corriente lo arrastró mientras llamaba a gritos a su amor.

El dolor invadió cada segundo del día de la joven, no mojaba sus pies en el agua, no jugaba con los peces; se secaba, se marchitaba. Una noche no pudo más y rogó a la luna por un trato, por una oportunidad de enmendarlo todo pero, solo recibió una oferta: el chico volvería a sonreír, respirar y amar si a cambio ella se quedaba con la Señora de Plata en las nubes. Aceptó si dudar la propuesta que le ofrecían y abandonó para siempre el lecho del río.

Dicen que su corazón no se curó del todo y que sus ojos verdes perdieron parte de su brillo. Que desde que sale el sol hasta que se pone, lo observaba pero, que solo cuando salen las estrellas y ve al hombre dormir, la Doncella llora hasta quedar agotada. Y que son suyas las perladas lágrimas que cubren la hierba y las hojas y que tú llamas rocío.

When stars don't sleepDonde viven las historias. Descúbrelo ahora