Capítulo 1. Un Año Nuevo Miserable

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1 de enero de 1999

Era una mañana fría de invierno, aunque no tanto como otras que había vivido. La ciudad de Taganrog estaba completamente en calma, después de los festejos de Año Nuevo. Circulaban sólo unos pocos coches, de personas que no tenían más remedio que ir a trabajar para que la ciudad siguiera funcionando. Pero la playa, como era de esperar, estaba completamente vacía. La nieve y la arena se confundían, y las olas trataban de avanzar hacia tierra firme empujando el manto blanco, haciéndola crujir. Los rayos de sol comenzaban a alzarse en el horizonte, y pronto quizá habría más actividad.

Sentada en una roca, mirando distraída hacia el mar anaranjado y rosado por los colores del amanecer, había una joven de cabellos rubios claros, pálida, casi tan blanca como la nieve. Llevaba un jersey de color beige, que se metía en su falda de color granate. Su bufanda roja ondeaba con el viento. Su abrigo descansaba a su lado, mientras ella lo sostenía con su mano derecha, para que no se volara. Sus botas, de un rojo oscuro y con un borde de terciopelo beige, esperaban a que ella decidiera reanudar la marcha, al pie de la roca. El frío la envolvía, pero no le molestaba. Tenía las mejillas sonrojadas, y sus ojos, de color morado intenso como las amatistas, le brillaban. Su nombre era Arisha Vasilyeva.

(Punto de vista de Arisha)

Había pasado la noche de Año Nuevo sola, en mi casa, porque no me apetecía estar con nadie. Desde la victoria de Boris Yeltsin en las elecciones de hace tres años, una victoria que no llegaba a explicarme porque tenía una popularidad por los suelos, había empezado a perder la esperanza de librarme de él algún día. Antes de la caída de la Unión Soviética, había trabajado como astrónoma, y aquel trabajo me gustaba muchísimo. Pero, al disolverse la Unión, el Cosmódromo de Baikonur, donde yo y quien era mi mejor amigo dentro de la Unión, Arlan Omarov, trabajábamos, había quedado fuera de mis fronteras, y había tenido que dejar mi trabajo. En su lugar, unos días después de haber ordenado disparar contra el parlamento, Yeltsin me dijo que me quería trabajando junto a él en el Kremlin, algo que muy pronto acabé odiando, porque Yeltsin apenas me prestaba atención. Cuando quería hablarle de las desastrosas consecuencias que estaban teniendo sus asquerosas políticas neoliberales, simplemente levantaba la mano.

—Lo miraré en otro momento, ahora estoy ocupado —me decía siempre.

Al cerrar la puerta del despacho, me quedaba fuera, y escuchaba un sonido de cristal, y a mi presidente hablando por teléfono, seguramente con algún empresario colega suyo, de esos que no tenían más problemas que dónde iban a guardar todo el dinero que estaban haciendo.

Me limpié las mejillas con la mano, al sentir que una lágrima me resbalaba, y el viento helado se me congelaba. Si sólo se limitara a ignorarme ... Pero no, además de un inútil que no me escuchaba, muchas veces, era un borracho que no sabía controlarse, y me gritaba, escupiéndome encima, o incluso llegando a pegarme. Como había ocurrido la primera vez que me dijo que me quería trabajando en el Kremlin.

—¿Por qué voy a querer trabajar contigo después de lo que le has hecho a mi pueblo, golpista asesino? —le había espetado, y dirigiéndome a la puerta del despacho. No me dio tiempo a salir, porque en ese momento, Yeltsin se había levantado y me había pegado una bofetada.

Al mirar mi reloj de pulsera, volví a ponerme mis botas y mi abrigo, y decidí regresar a mi casa. Conduje por las calles más despacio de lo que estaba acostumbrada, porque las manos me temblaban tanto que pensaba que, si aceleraba, el vehículo se me saldría de control y le acabaría haciendo daño a alguien, en el mejor de los casos. Llegué a mi casa, en el barrio de Andreevski, bastante apartado del centro. La mayoría de las casas eran muy parecidas, pero la mía tenía adornos de madera, que, hace muchos años, había tallado yo misma, y además le había puesto una verja, que en algunos puntos tenía un seto, que la hacía resaltar sobre las demás. Detuve el coche delante, y me bajé. Al entrar, me quité las botas y dejé el abrigo y mi gorro colgados en el perchero de la entrada.

Me fui directamente al salón, y me dejé caer sobre el sofá, sintiendo un nudo en la garganta. No me dieron fuerzas ni para recoger el plato de la cena de anoche. Hundí la cara en el cojín, incapaz de contener las lágrimas. Mi pueblo estaba sufriendo por culpa de las estúpidas políticas de la "terapia" de shock de Yeltsin, quien había destrozado mi economía durante toda la década y había declarado varias veces la bancarrota. Me tumbé boca arriba, y me llevé las manos a la cara. Si tan sólo aquello fuera lo peor que había hecho ... No. No eran sólo las políticas neoliberales. Durante tres años, había tenido que soportar una guerra durísima en mi región del Cáucaso, que había terminado con los acuerdos firmados en Khasavyurt, en los que había tenido que separarme de Kyura, el joven checheno, con el que había vivido más de cien años y que, en tiempos de la Unión, había mejorado mucho mi relación con él. Había pensado que la guerra había quedado enterrada en el pasado. Nunca podré olvidar las ruinas de la bella ciudad de Grozni, sus casas chamuscadas, los cadáveres amontonados en las calles, llenas de escombros y ruinas, y ríos de barro y sangre fluyendo hasta las alcantarillas ...

Ni siquiera había tenido ocasión de pedirle perdón. No exactamente porque Kyura no quisiera hablar conmigo, sino porque, nada más firmé el acuerdo, Yeltsin me sacó casi a rastras de la sala, me metió en el coche y me llevó de vuelta a Moscú. Estuvo como dos horas echándome la bronca, de la cual no recordaba nada, porque no le había entendido nada, debido a mi falta de sueño por los combates y a mi debilidad emocional por lo sucedido en Khasavyurt. En el tren, había ido mirando el paisaje, distraída, sintiendo que las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Al llegar a mi casa, me quité las botas y la chaqueta militar, las dejé en la entrada, y subí a su habitación, dejándome caer sobre la cama, llorando desconsoladamente. Después de eso, estuve dos semanas sin poder salir de casa, con fiebre, mareos y dolor de cabeza, al punto en que tuve que ponerme a dieta.

Levanté una mano de mi cara, y miré la hilera de fotos, colgadas con pinzas pequeñas de unos hilos sobre la chimenea. Mis ojos se detuvieron en una, en la que estaba yo, junto a dos chicas más jóvenes: una llevaba una blusa verde esmeralda y una falda verde alga, y la otra una camisa de manga corta azul bebé con un peto azul oscuro. Yeltsin me había destrozado la vida, y todo se remontaba a aquella dolorosa cumbre de Viskuli, en la que me había obligado a separarse de mis hermanas menores, Natalia y Daryna. Las echaba muchísimo de menos a las dos, más que a cualquier otro antiguo miembro de la Unión. Casi no había tenido ocasión de volver a verlas. La última vez, fue hace cinco años. Natalia vino a visitarme en verano, después de la victoria de Alexander Lukashenko en las elecciones bielorrusas.

—Alexander ha sido muy bueno conmigo —me había contado, entusiasmada.— Me ha dicho que va a dar marcha atrás a todas las privatizaciones y que va a preservar el legado soviético —me explicó, mientras botaba la pelota de baloncesto. Se agachó y saltó para impulsarse, y lanzó la pelota, la cual se metió limpiamente en el aro.

—Cuánto me alegro, Nat —le había respondido, poniéndole una mano en el hombro, y sonriéndole.

A Daryna la vi a finales de aquel año, cuando a ambas nos llamaron a una cumbre en Budapest. La ucraniana estuvo agarrada a mi brazo durante toda la sesión, con los ojos brillantes, y se echó a llorar cuando la obligaron a separarse de mí. Me dolió especialmente ver cómo su presidente, Leonid Kravchuk, le daba un tortazo, sin que yo pudiera hacer nada para defenderla. La segunda vez que la había visto había sido a finales de mayo, hace dos años, cuando fui a verla a Kiev. Daryna me pidió ella misma que fuera a verla. Estuvo abrazada a mí durante al menos una hora.

—Porfi, Ari, ¿me ayudarás si alguna vez tengo algún problema? —me había pedido Daryna. Me miraba con ojos de perrito abandonado. Tenía las mejillas sonrojadas y húmedas en lágrimas. Simplemente le hice una caricia en la mejilla, y le sonreí, gentilmente.

—Por supuesto que te ayudaré, Nina —le había respondido, tras lo cual la ucraniana me había abrazado de nuevo.— Te prometo que, pase lo que pase, siempre estaré a tu lado.

Había pasado ya un año y medio de aquella reunión en Kiev, y no había vuelto a tener noticias de ella. Ni de ella ni de Natalia. Y quería asumir que todo les volvía a ir bien, pero me costaba. Miré el resto de las fotos. No había tenido noticias de los demás ex miembros de la Unión. La única había sido que Anahit Nazaretyan y Huseyn Alizade habían tenido una guerra por el Nagorno-Karabaj. Pero, ¿y los demás? Los hermanos del Báltico, el joven georgiano Gio Jishkariani, Arlan y los demás de Asia Central ... ¿Qué tal se encontraban? Sólo esperaba que el motivo por el cual no recibía noticias fuera porque les iba mejor que a mí.

Aquella noche sólo fui capaz de cenar una patata cocida y un caldo caliente. Después, me di un baño, tratando de relajarme y que se me pasara el dolor de cabeza, sin ningún éxito. Al salir, me puse el pijama, y subí a mi habitación, dejándome caer sobre la cama. Ni siquiera tuve fuerza para apagar la luz. Cerré los ojos, y me cubrí con la manta. Respiré hondo, y conté hasta cien despacio, tratando de cansarme a mí misma. Finalmente me quedé dormida dormida.

2 de enero

Me volví a despertar de golpe, y me llevé la mano al pecho, sintiendo que el corazón me latía con fuerza, por una pesadilla en la que me vi rodeada de humo y fuego, gente corriendo a mi alrededor desesperada y chillidos ensordecedores. Cuando mi respiración recobró un ritmo normal, miré el despertador de mi mesilla de noche, y se me escapó un resoplido de indignación al comprobar que eran las cinco de la mañana. Apagué la luz, y me tumbé de nuevo en la cama, tratando de volverme a dormir. Estuve dando vueltas en la cama durante largo rato, hasta que, enfadada, me levanté de la cama, y me fui a dar una ducha, y aproveché para lavarme el pelo. Me puse un vestido rojo oscuro con una banda de girasoles pequeños en el bajo, y mi segundo jersey de color beige. Metí mi teléfono móvil en el bolso, el cual estaba totalmente silencioso. Miré el reloj de la pared, y comprobé que eran las siete y media, así que me volví a sentar en la cama, abrí una revista y me puse a leer. Al cabo de un rato, cuando mi alarma sonó, a las ocho y media, como la tenía programada, bajé, me puse el abrigo, el gorro y las botas, y decidí ir a desayunar a una cafetería cerca del Parque Gorky.

La cafetería se llamaba La Pasionaria, y la llevaban dos jóvenes de Taganrog, un chico y una chica. El chico se llamaba Viktor Lebedev. Era estudiante de Geografía en la Universidad de Rostov, pero lo que le gustaba de verdad era la astronomía, aunque más como afición que como trabajo. Le habían dado sus primeras gafas cuando tenía trece años, y siempre le pillaba leyendo (siempre que el local no estaba muy lleno, claro). Su novia, Naya Danilova, era estudiante de Filología hispánica y una amante de la historia del arte. De hecho, ella misma era artista y todos los cuadros que había en el interior de la cafetería los había pintado ella al óleo. El local lo habían abierto con ayuda de un antiguo amigo suyo del colegio (a quien, por suerte, no le había ido mal la desintegración de la URSS), para poder ganar algo de dinero y pagarse ellos mismos los estudios, para no ser una carga para sus padres. Vivían en uno de los apartamentos encima del local, el cual habían alquilado, después de que Viktor hiciera un poco de regate con el precio.

—Buenas, Arisha —me saludó Naya, con una sonrisa.— Deduzco que lo de siempre, ¿no?

1999: El Fin del MilenioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora