El reflejo de la muchacha

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Aquella mañana, desperté y me dirigí hacia el baño. Allí, frente a mí, se reflejaba una muchacha.

Su piel se encontraba pálida por el intenso frío típico de agosto. En su rostro, cuya expresión era confusa ante mi inesperada presencia, destacaban dos ojos pequeños y de color café, acompañados por una escasa cantidad de pestañas. Sobre ellos, se situaban las cejas, y observé que una de ellas estaba dividida por un corte. Sutil, pero visible.

Su piel contaba con cicatrices producto del acné, y pequeños vellos teñidos de rubio sobre sus mejillas. Su nariz resaltaba en su rostro, ya que sus labios eran pequeños. Por encima de estos, noté, nuevamente, vello teñido de rubio, y a su izquierda un lunar. Su cabello enredado de color castaño llegaba a la altura de sus hombros, y demostraba gran sequedad por sus múltiples puntas abiertas.

Su pose era frágil, con su espalda ligeramente corvada y sus hombros caídos, en un vano intento de ocultar sus inseguridades crecientes. Vestía una remera de color naranja y de unos talles más grandes del que debería utilizar. Tal vez, así lograba ocultar su físico ante el resto. Las mangas cortas de aquella remera dejaban visibles sus delgados brazos, los cuales estaban cubiertos de finos vellos. Dicen que las marcas de nacimiento muestran en dónde nos asesinaron en nuestra vida pasada; en su brazo derecho, noté una con forma de óvalo. Sorprendí a sus muñecas con rasguños, algunos más enrojecidos que otros, y en sus manos sus característicos dedos estaban adornados por largas uñas.

Sus piernas desnudas dejaban expuestas a una pequeña cantidad de vello, el cual no fue afeitado durante algunos días. Sus rodillas contrastaban en su frágil esencia, pues estaban cubiertas de cicatrices de caídas ocurridas en su niñez. Su descalzo caminar provocó suciedad en la planta de sus pies, pero aquello no evitó que sintiera maravilla por aquella muchacha.

—Dime qué tanto observas —comentó y respondí:—. Admiro la belleza con la que nos creó Dios.

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