𝟏.𝟓

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En verano ya estaba divorciada, pero no sabía qué hacer de mi vida

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En verano ya estaba divorciada, pero no sabía qué hacer de mi vida.

Todo lo que conocía, todo lo que era, estaba entrelazado con Félix.

Era una gran parte de mí, un pedazo de mi identidad, y no sabía cómo demonios vivir sin él.

Quería comportarme igual que la protagonista de esa película, Come, reza, ama: viajar por el mundo tratando de encontrarme a mí misma mientras probaba nuevos alimentos, absorbiendo otras culturas y follando de forma imprudente con un joven y guapísimo brasileño. Sin embargo, sabía que era imposible: tenía deudas, me aterraba ir en avión y si estaba demasiado tiempo sin ver a mis hijas acabaría loca.

Así que opté por dar largos paseos por el parque, caminatas en las que solía terminar acurrucada contra una roca, sollozando hasta que me dolían los costados.

Por mucho que intentara fingir que estaba bien, siempre había algo que desencadenaba un recuerdo de mi matrimonio fallido: una pareja joven jugando con sus hijos en el parque, un vendedor de flores ofreciendo rosas rojas, un grupo de universitarios con sus camisetas de la universidad de Pittsburgh...

Me puse a leer libros sobre cómo superar un divorcio, esperando que eso me inspirara o iluminara, pero solo me hicieron sentirme más deprimida.

Empecé a salir con amigos, pensando que eso me distraería de mi agonía, pero parecían más interesados en compadecerme.

Después de meses llorando sin parar, decidí enfrentarme al dolor por fases.

Pasé la «fase del helado de menta y chocolate viendo al doctor Phil», en la que me sentaba a ver cómo el famoso médico despedazaba a las parejas infieles. Grabé todos los programas y me los puse una y otra vez. Incluso llegué a imitar el tono de su voz cuando decía: «¿Por qué has hecho eso?», y me recompensaba con una cucharada cuando no gritaba «¡Mentiroso!» al ver al marido culpable tratando de justificarse.

Luego atravesé la «fase de los grupos de ayuda para divorciados», donde probé a conectar con otras mujeres en mi situación en la iglesia local. Era una especie de Alcohólicos Anónimos, pero, para mi sorpresa, mucho más deprimente.

Ninguna de esas mujeres era capaz de hilar dos frases seguidas sin sollozar; y, cuando me tocaba a mí, me sentía demasiado entumecida para hablar.

Tenía planeado terminar esa fase algunas semanas después, pero al finalizar una sesión en particular, el terapeuta me dijo que no regresara. Al parecer, había notado que cada vez que una de aquellas afligidas divorciadas me pedía una sugerencia sobre qué camino seguir con un exmarido, siempre le decía: «Deberías matarlo».

Supuse que mi tono seco y la expresión seria con que hablaba les impedía darse cuenta de que estaba de broma.

Incluso tuve una fase «Soy una mujer, escúchame rugir», donde tomé las siguientes decisiones drásticas:

1) Cortarme el pelo, que llevaba por la cintura, a la altura de los hombros.

2) Fumar, un hábito que me duró solo un día.

3) Hacerme un tatuaje con la fecha de mi libertad (es decir, la de mi divorcio) en el pie y agujeros en las orejas, a los que, ya en la tienda, acompañé con un piercing.

4) Cantar himnos feministas cada vez que me subía al coche, estaba trabajando en el despacho o limpiando la casa. (Estoy segura de que fueron mis hijas las que destrozaron el CD de Shania Twain...).

5) Vender todas mis posesiones mundanas; salvo el televisor, el lector electrónico, el iPod y...

Vale, solo me deshice de lo que pertenecía a Félix.

Mientras atravesaba esas fases, mi carrera como directora de marketing para Cole & Hillman Asociados sufrió de una forma brutal. Un producto del último cliente se acabó llamando «Infidelidad», e insistí en que usaran la frase «Algunos votos están destinados a romperse».

Pero hasta que no me pasé un día entero llorando en un baño público, no me di cuenta de que tenía que cortar con todo.

Tenía que marcharme. Tenía que seguir adelante.

Así que dejé mi trabajo, saqué a mis hijas del colegio y metí todas mis pertenencias en el SUV. Utilicé parte del dinero que recibí por el divorcio para trasladarme desde Pittsburgh a la ciudad natal de mi madre. San Francisco, California.

Compré una pequeña casa en un barrio pintoresco, en lo alto de una cuesta. Vi varios programas de HGTV y terminé varios proyectos de mejora de mi hogar como terapia, como una forma de mantener mi mente ocupada: me deshice de la moqueta y la sustituí por suelo de madera y elegantes azulejos. Pinté cada habitación de un color: marrón topo suave, marfil, café con leche, rojo inglés...

Durante los tres meses que duró la mudanza, tuve numerosas entrevistas de trabajo, pero me seleccionaron pocas veces. Cuando fui consciente de lo limitadas que eran mis opciones, acepté a regañadientes un trabajo como directora de marketing en Agreste Industries, con un importante recorte de sueldo en relación con mi empleo anterior.

Me dije que ganar menos dinero no era, necesariamente, una mala cosa, sino algo diferente, y eso era lo que necesitaba para seguir adelante.

A pesar de que nunca me había dado por correr, empecé a levantarme temprano y me obligué a salir a hacer footing. Al principio solo hacía un kilómetro, hasta que, por fin, llegué a recorrer cinco.

Me corté el pelo todavía más, al estilo Bob. Además, reservé dos días al mes en un salón de belleza, algo que siempre había soñado hacer pero para lo que nunca encontraba tiempo. Incluso me compré ropa nueva, para sustituir mis conjuntos negros por blusas de seda, faldas tubo, vestidos y trajes de colores.

Un día, mientras estaba de compras, conocí a una mujer, Alya Césaire.

Era una de esas personas con una personalidad agradable y optimista, alguien en quien sentí al instante que podía confiar, contarle cualquier cosa. Estaba segura de que su carrera como psiquiatra tenía algo que ver en ello.

Cuando meses más tarde le conté la verdadera razón por la que había huido a San Francisco, insistió en que empezara a ir a terapia. Para que no afectara a nuestra amistad, me recomendó a uno de sus compañeros de clínica, que me atendió de forma gratuita.

Alya siempre me animaba a salir, a intentar conocer hombres en las fiestas para solteros; según ella, no podía encerrarme en casa. Sin embargo, después de cuatro años en San Francisco, todavía no había superado el divorcio.

No creía que muchos hombres estuvieran interesados en una divorciada de treinta y muchos, y dudaba que nadie pudiera curar las heridas que me habían infligido Félix y Bridgitte.


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Aquí esta el otro capitulo de hoy, algo mas tarde de la hora que dije pero llegó🤭.

 Conocemos mas sobre lo que ocurrió con Marinette después de enterarse de la infidelidad de Félix, pero sin duda aun queda muchísimo por conocer respecto a eso👀. 

 También vemos que Marinette estuvo muy deprimida hasta el punto de obligarse a mudarse a San Francisco, lugar en el que vive su madre, donde ahora trabaja para una nueva compañía (que le paga menos😂), y donde también pudo conocer a Alya :3 .

 Espero les haya gustado la doble actualización y nos leemos el sábado con otra así🥰

𝙈𝙤𝙣 𝙋𝙖𝙩𝙧𝙤𝙣 | 𝘼𝘿𝘼𝙋𝙏𝙀𝘿+16 | 𝘼𝘿𝙍𝙄𝙉𝙀𝙏𝙏𝙀Donde viven las historias. Descúbrelo ahora