EL HOGAR DE NUESTROS PADRES

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-«Me gustan los caminos porque uno puede estar siempre preguntándose qué hay al final de ellos».
La niña de los cuentos dijo eso cierta vez. Félix y yo, en la mañana de mayo en que salimos de Toronto hacia la Isla del Príncipe Eduardo, aún no la habíamos oído decir tal cosa y, la verdad sea dicha, apenas si teníamos noticias de la existencia de un ser que se llamase «la niña de los cuentos». Al menos no la conocíamos con ese nombre. Sabíamos solamente que nuestra prima Sara Stanley, cuya madre, nuestra tía Felicity, había fallecido, vivía en la Isla con el tío Roger y la tía Olivia King, en una granja contigua al viejo hogar de los King en Carlisle. Suponíamos que nos íbamos a vincular con ella al llegar allí y según las cartas que la tía Olivia enviaba a nuestro padre se trataba de una criatura alegre y divertida.
Al margen de esto, no pensamos mucho en ella. Más interesados nos sentíamos con respecto a Felicity, a Cicely y a Dan, que vivían en la casa de los mayores y quienes por lo tanto habrían de ser nuestros compañeros por una temporada. Pero la observación de la niña de los cuentos aunque no expresada en palabras,
vibraba en nuestros corazones aquella mañana mientras el tren abandonaba la ciudad de Toronto. Comenzábamos el recorrido de un largo camino y a pesar de que teníamos una cierta idea de lo que se encontraba al extremo del mismo, había la suficiente dosis de misterio de lo desconocido en él como para que revistiera el maravilloso encanto del interrogante. Nos sentíamos deleitados ante la perspectiva de conocer el viejo hogar de nuestro padre y de vivir entre los recuerdos de su infancia. Nos había hablado mucho de todos ellos, nos había descrito detalladamente las escenas a tal punto, que nos había inculcado gran parte de su profundo afecto por aquellos lugares, un afecto que los muchos años de exilio jamás habían podido borrar. Experimentábamos la vaga sensación de que en alguna manera nosotros pertenecíamos a aquel lugar y a aquel ambiente, la cuna de la familia, a pesar de que no lo habíamos visto aún. Siempre esperábamos ansiosamente el día prometido en que papá nos llevara «a casa», a la vieja casa con los pinos por detrás, y por delante el famoso «Huerto de los King», donde podríamos vagabundear por el «Sendero del tío Stephen», beber en el profundo pozo que tenía techo en forma de pagoda, pararnos sobre la «Piedra del púlpito» y comer manzanas de nuestros «árboles de nacimiento». El día prometido llegó mucho más pronto de lo que nos atrevimos a esperar, pero
nuestro padre no pudo llevarnos personalmente. La casa donde trabajaba le pidió que fuera a Río de Janeiro esa primavera, para hacerse cargo de una nueva sucursal que se abría. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar, porque papá era un
hombre pobre y aquello significaba un ascenso con el consiguiente aumento de entradas; pero también significaba el temporario alejamiento del hogar. Nuestra madre había muerto antes de que ninguno de nosotros fuera lo suficientemente
grande como para recordarla y papá no nos podía llevar a Río de Janeiro. Después de
mucho cavilar, decidió enviarnos a la vieja casona con el tío Alec y la tía Janet.
Nuestra doméstica, que tenía su familia en la Isla, se hizo cargo de nosotros durante el viaje.
¡Me temo que para la pobre mujer fue una jornada angustiosa! Se encontraba
constantemente envuelta en un justificable terror de que nos perdiéramos o que nos mataran. Debe haber sentido un gran alivio cuando llegamos a Charlottetown y nos
entregó a manos del tío Alec. Al menos así lo manifestó.
-El gordo no es tan malo. No es tan rápido como el flaco para moverse y escapar a la vista mientras una pestañea. Pero la única manera segura de viajar con esos jovencitos será teniéndolos a los dos atados con una soga corta... una soga corta y
bien fuerte.
«El gordo» era Félix, que era muy sensible en cuanto a su gordura. Siempre estaba haciendo ejercicio para adelgazar con el desastroso resultado de que a cada
paso se tornaba más grueso. Clamaba a todos los que quisieran escucharlo, que no le
importaba; pero le importaba muchísimo y se arreboló completamente, lanzando una mirada de ira a la señora MacLaren. Aquella mujer no le gustaba desde el día que le dijo que muy pronto sería tan ancho como era de largo.
Por mi parte, sentía mucho verla alejarse de nosotros y ella lloró sobre nuestras cabezas deseándonos una vida feliz.
La verdad es que nos habíamos olvidado de la buena mujer en el mismo momento en que alcanzamos el campo abierto, uno a cada lado del tío Alec, a quien quisimos desde el primer instante. Era un hombre pequeño, con rasgos finos y delicados, una
larga barba gris y ojos grandes, azules y fatigados... nuevamente los ojos de papá.
Sabíamos que al tío Alec le gustaban los chicos y que se sentía contento de poder dar la bienvenida a los hijos de Alan, Nos sentimos como en casa con él y no tuvimos
temor alguno de hacerle preguntas sobre cualquier tema que se nos presentaba a la
mente. En aquel trayecto de veinticuatro kilómetros nos hicimos muy amigos.
Muy a nuestro pesar, era de noche cuando llegamos a Carlisle, o por lo menos estaba bastante oscuro como para ver los objetos claramente en el momento en que
subíamos a la colina donde se encontraba la vieja casona. Detrás de nosotros, pendía
una luna joven sobre las montañas del sudoeste, pero en torno teníamos las sombras suaves y confusas de la noche de mayo. Esforzamos los ojos a través de la penumbra.
-Ahí está el mimbre grande, Bev -murmuró Félix excitado cuando nos acercamos al portón de la entrada.
Allí estaba, realmente, el árbol que el abuelo King había plantado cuando regresóuna tarde de los campos de siembra y clavó la vara de mimbre que había usado todo
el día en la tierra blanda de la entrada. La vara había echado raíces y creció.
Nuestro padre, nuestros tíos y tías, habían jugado bajo su sombra y ahora era un árbol macizo,
con el tronco ancho y grandes ramas poderosas, cada una de las cuales era tan larga
como el árbol mismo.
-Me voy a trepar a él mañana -dije alegremente.
Más allá, a la derecha, había un espacio umbroso y lleno de ramas, que según
nuestras noticias era el huerto; y a la izquierda, entre sibilantes pinos y abetos, estaba la vieja casa pintada de blanco. Por la puerta abierta emergía la luz y la tía Janet, una matrona enorme de mejillas rosadas y llenas, se acercó a nosotros con su aspecto alegre y placentero para darnos la bienvenida.
Al poco rato estábamos cenando en la cocina, desde cuyo techo bajo y cruzado de vigas negras, colgaban substanciosos jamones y hojas de tocino.
Todo era como papá nos había contado. Teníamos la completa sensación de haber llegado «a casa»,
dejando el exilio detrás de nosotros.
Felicity, Cicely y Dan estaban sentados frente a nosotros y nos miraban cada vez que suponían que estábamos distraídos con la comida. Por nuestra parte, tratamos de mirarlos mientras comían «ellos» y el resultado fue que a cada instante nos
sorprendíamos unos a otros haciendo el jueguecito y nos sentíamos tontos y tímidos.
Dan era el mayor porque tenía trece años igual que yo. Era flaco y pecoso y tenía el pelo oscuro y la nariz bien formada de los King. Lo reconocimos en seguida. No obstante, la boca era algo muy personal en él, porque no había una boca así ni por
parte de los King ni por parte de los Ward. Por lo demás a ninguna de las dos familias se le podía ocurrir reclamar para sí las características de aquella boca, ya que se
trataba de un ejemplar innegablemente feo: ancha, grande y torcida. Pero era una boca capaz de sonreír amistosamente y tanto Félix como yo pensamos que Dan nos iba a gustar.
Felicity tenía doce años y llevaba su nombre en honor a la tía Felicity que era hermana gemela del tío Félix. La tía Felicity y el tío Félix, como papá nos lo había dicho muchas veces, habían muerto el mismo día hallándose a gran distancia el uno
del otro y ahora los dos se encontraban sepultados juntos en el cementerio viejo de
Carlisle.
Sabíamos por las cartas de la tía Olivia que Felicity era la belleza de la familia y mucha curiosidad sentimos por comprobarlo. Debo confesar que justificó plenamente nuestra expectativa: era rolliza, dueña de hermosos hoyuelos, ojos grandes y azules provistos de pesadas y arqueadas pestañas, cabello rubio, abundante, esponjoso y
rizado, la piel blanca y rosada... «el cutis de los King». Los King se han destacado siempre por la forma de la nariz y por el cutis. Felicity poseía además, elegantes
manos y muñecas. A cada movimiento se marcaba un hoyuelo en ellas. Era un verdadero placer imaginarse cómo serían sus codos.
Estaba muy elegantemente vestida con un género estampado color rosa y un delantal de muselina verdosa y comprendimos por algo que dijo Dan, que «se había vestido» en honor a nuestra llegada. Esto nos hizo sentirnos muy importantes ya que
ninguna criatura femenina se había dignado «vestirse» en nuestro honor hasta
entonces.
Cicely, que tenía once años, también era bonita... o lo habría sido de no estar Felicity presente. Felicity tenía la facultad de quitarles el color a las otras chicas y
Cicely lucía pálida y delgada junto a ella. Pero poseía rasgos pequeños y muy correctos, el pelo castaño suave y con reflejos sedosos, los ojos pardos y dulces, con
algún toque de excesivo recato de vez en cuando. Recordábamos que la tía Olivia había escrito a papá que Cicely era una verdadera Ward... no tenía sentido del humor.
No sabíamos qué significaba tal apreciación pero de todos modos nos dábamos
cuenta de que no se trataba de un cumplido. A pesar de tales consideraciones,
presentimos que Cicely nos habría de gustar más que Felicity.
Verdaderamente, Felicity era una belleza sorprendente, pero con la rápida y espontánea intuición de la infancia que resume en un instante el concepto que a la madurez le cuesta a veces mucho tiempo concretar, nos dimos cuenta de que la
muchacha estaba muy consciente de su hermosa apariencia. En fin, «vimos» que Felicity era una niña vanidosa.
-Es curioso que la niña de los cuentos no haya venido a verlos -comentó el tío Alec-. Se ha mostrado completamente excitada en estos días con la idea de la llegada de ustedes.
-No se ha sentido bien en todo el día -explicó Cicely- y la tía Olivia no la debe haber dejado que saliera al frío de la noche. Seguramente la ha enviado a la cama. La vimos a última hora y se mostró muy abatida.
-¿Quién es la niña de los cuentos? -preguntó Félix.
-¡Oh! Sara... Sara Stanley. La llamamos la niña de los cuentos en parte porque posee un misterioso encanto para contar historias... oh, no puedo ponerme a
describirla ahora... y en parte a causa de Sara Ray, que vive al pie de la colina y a menudo viene a jugar con nosotros. Es molesto tener a dos chicas en el mismo grupo
que se llamen de la misma manera. ¡Por lo demás, a Sara Stanley no le gusta su nombre y prefiere que la llamemos la niña de los cuentos!
Dan, abriendo la boca para hablar por primera vez, con suma timidez adelantó la información de que Peter también había tenido intención de llegar hasta allí, pero se
había visto obligado a ir a casa de su madre para llevarle harina.
-¿Peter? -pregunté a mi vez. Nunca había oído nombrar a Peter.
-Es el muchacho que ayuda a tu tío Roger -dijo el tío Alec-. Su nombre es
Peter Craig y es un chico sumamente inteligente. Pero también él tiene su dosis de travesura.
-Quiere ser el novio de Felicity -declaró Dan malicioso.
-No digas tonterías, Dan -dijo la tía Janet severamente. Felicity echó su dorada cabeza hacia atrás y lanzó una mirada muy poco fraternal a Dan.
-No sería muy agradable tener de novio a un peoncito -observó con gran dignidad.
Nos dimos cuenta de que su enojo era real y no fingido. Evidentemente, Peter no era un admirador del cual se enorgulleciera Felicity.
Éramos chicos muy hambrientos y cuando hubimos comido todo lo que nuestra capacidad nos permitía -¡y qué mesas sabía servir la tía Janet!-, descubrimos que
estábamos sumamente cansados... demasiado cansados para salir fuera de la casa y explorar los ancestrales dominios, como nos hubiera gustado hacer a despecho de la oscuridad.
Pero deseábamos irnos a la cama y pronto nos encontramos metidos en nuestra habitación en el piso alto, con una ventana que miraba hacia el este, a través de la enramada de pinos. Aquella habitación había sido una vez de nuestro padre. Dan la compartía con nosotros, ocupando la cama ubicada en el rincón opuesto.
Las sábanas y las fundas de las almohadas ofrecían su perfume de lavanda y uno de los notables cobertores de la abuela King cubría nuestra cama. La ventana estaba abierta y oímos a las ranas cantando en el pantano, cerca del arroyo. Por cierto que
habíamos oído cantar a las ranas en Ontario, pero las ranas de la Isla del Príncipe Eduardo eran más entonadas y melodiosas. ¿O acaso era el hechizo de las viejas
tradiciones familiares, los viejos relatos conocidos que encendían su magia para nosotros en todos los objetos y sonidos que nos rodeaban?
¡Esto es el hogar... el hogar de papá... «nuestro» hogar! Nunca habíamos vivido
el tiempo suficiente en una misma casa como para cobrar afecto hacia ella; pero aquí, bajo el techo de grandes vigas de la casa edificada por el bisabuelo King noventa
años atrás, aquel sentimiento trepó hasta nuestros corazones juveniles y tendió sobre
ellos su manto de dulcísima ternura.
-Piensa un poco que ésas son las mismas ranas que papá escuchó cuando era
chico -susurró Félix.
-Difícilmente pueden ser las mismas ranas -objeté con aire de duda, no
sintiéndome muy seguro en cuanto a la longevidad de las ranas-. Hace veinte años que papá dejó esta casa.
-Bueno, serán las descendientes de las ranas que él oyó -admitió Félix- y están cantando en el mismo pantano. Es casi lo mismo.
La puerta estaba abierta y en su habitación, al otro lado del estrecho corredor, las chicas se preparaban para acostarse. Hablaban algo más fuerte de lo que debían, considerando el alcance que cobraban en aquel momento sus voces claras y dulces.
-¿Qué piensas de los muchachos? -preguntó Cicely.
-Beverly es buen mozo, pero Félix es demasiado gordo -respondió
rápidamente Felicity.
Félix retorció el cobertor con furia y gruñó. Por mi parte pensé que Felicity iba a gustarme. Después de todo podría ser que no tuviera ella la culpa de ser vanidosa.
¿Qué remedio podía tener si se le permitía mirarse a un espejo?
-Yo pienso que los dos son buenos y buenos mozos -declaró Cicely.
¡Aquella alma tierna!
-Me pregunto qué irá a pensar de ellos la niña de los cuentos -dijo Felicity,
como si después de todo, eso fuera lo más importante. En cierto modo, nosotros sentíamos también que así era. Sentíamos que si la niña de los cuentos no nos aprobaba, poca diferencia habría en que los demás lo hicieran. -Me pregunto si la niña de los cuentos será bonita -dijo Félix en alta voz. -No, no lo es -contestó Dan instantáneamente desde el otro extremo de la habitación-. Pero uno piensa que lo es mientras habla. A todos les produce la misma impresión. Solamente cuando uno se aleja de ella se logra pensar que después de todo no es tan bonita. La puerta de la habitación de las niñas se cerró con un golpe seco. El silencio cayó sobre la casa. Nos deslizamos hacia el mundo de los sueños preguntándonos si le gustaríamos a la niña de los cuentos.

La niña de los cuentos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora