No había escuela dominical a la tarde siguiente, ya que el superintendente y las maestras querían atender a un servicio de comunión en Markdale. El servicio de Carlisle era por la noche y al ponerse el sol estábamos esperando en la puerta de la casa del tío Alec, que llegaran Peter y la niña de los cuentos. Ninguno de los mayores iba a ir a la iglesia. Tía Olivia tenía un dolor de cabeza terrible y el tío Roger se quedaba en casa con ella. Tía Janet y tío Alec habían ido al servicio religioso de Markdale y aún no habían regresado. Felicity y Cicely llevaban puestos sus vestidos de muselina para el verano, por
primera vez… y estaban las dos conscientes de tal circunstancia. Felicity, con su cara blanca y sonrosada a la vez, sombreada por la capelina de paja adornada con «no me olvides», se mostraba tan hermosa como siempre. Mas Cicely, habiéndose torturado el cabello con rizos de papel durante toda la noche anterior, tenía un rampante macizo de rulos en torno a la cabeza que quebraban por completo su habitual expresión de monjita dulce y delicada. Cicely acariciaba un secreto rencor contra su suerte, porque no poseía el cabello naturalmente rizado como sus amigas, pero trataba de ponerse a tono con aquel detalle, aunque fuera con un procedimiento artificial los días domingo, con lo que se declaraba satisfecha. Resultaba imposible convencerla de que el brillo satinado de sus trenzas de entrecasa le sentaba mucho mejor. En un momento dado aparecieron Peter y la niña de los cuentos y todos nos sentimos más o menos aliviados al comprobar que Peter tenía un aspecto respetable por completo a despecho del discutido remiendo en sus pantalones. Tenía la cara rosada, sus espesos cabellos negros estaban cuidadosamente peinados y su corbata elegantemente enlazada. Pero fueron sus piernas lo que más se examinó ansiosamente. A primera vista parecían muy bien, pero una investigación más a fondo revelaba algo no del todo acostumbrado.
—¿Qué sucede con tus medias, Peter? —preguntó Dan bruscamente.
—¡Oh! No tenía ningún par que no tuviera agujeros —respondió Peter tranquilamente—, porque mamá no tuvo tiempo de zurcir esta semana. De modo que me puse dos pares uno encima de otro. Los agujeros de uno no quedan en los mismos lugares que los agujeros del otro y nadie se da cuenta a menos que se ponga a mirar con mala intención.
—¿No tienes una moneda para la colecta? —preguntó Felicity.
—Tengo una moneda yanqui. Supongo que servirá, ¿no es cierto? Felicity sacudió la cabeza con vehemencia.
—Oh, no, no. Podrá estar bien pasar una moneda yanqui a un comerciante o a un mercachifle cualquiera, pero en la iglesia no puede ser.
—Entonces tendré que ir sin moneda —declaró Peter—. No tengo ninguna otra moneda. Me pagan solamente cincuenta céntimos por semana y se los di todos a
mamá anoche.
Pero Peter debía llevar una moneda. Felicity le hubiera dado una ella misma y no era muy dadivosa con sus cobres, antes que permitirle que fuera sin la moneda.
No obstante, Dan le prestó una con la clara observación de que debía ser reintegrada en la semana siguiente.
El tío Roger pasó ocasionalmente por allí en aquel momento y fijándose en Peter
declamó:
—«¿Está acaso Saúl entre los profetas?». ¿Qué puede haberte inducido a ir a la Iglesia, Peter, cuando todas las gentiles palabras de persuasión de Olivia no valieron
de nada? El viejo, el antiguo argumento, supongo… «La belleza nos arrastra por uno
solo de nuestros cabellos».
El tío Roger miró burlón a Felicity. No entendimos qué significaba aquella cita, pero comprendimos que pensaba que Peter iba a la Iglesia por Felicity. Felicity torció
la cabeza.
—No es culpa mía que vaya a la iglesia —soltó al descuido—. Se trata de una hazaña de la niña de los cuentos.
Tío Roger se sentó en los escalones de la entrada y se dedicó a uno de sus
silenciosos paroxismos de risa que todos encontrábamos siempre tan agraviantes.
Sacudió su gran cabeza rubia, cerró los ojos y murmuró:
—¡Qué no es culpa de ella! ¡Oh, Felicity, Felicity, serás la muerte de tu tío Roger si no tienes cuidado!
Felicity echó a caminar indignada y los demás la seguimos, reuniéndose con nosotros Sara Ray al pie de la colina.
La iglesia de Carlisle era un templo antiguo, con una torre cuadrada, cubierta de hiedra. Estaba protegida por altos olmos y el cementerio la rodeaba por todas partes,
ya que había tumbas al pie de las mismas ventanas. Siempre tomábamos el sendero
de la esquina, el que nos permitía pasar ante el solar de la familia King dondennuestros antepasados por cuatro generaciones dormían en la verde soledad de luz y
sombra.
Allí estaba la chata tumba de rústica piedra arenosa de la isla, que pertenecía al bisabuelo King, tan cubierta ya por la hiedra que apenas podíamos leer su legendaria inscripción, que resumía en pocas palabras los hechos de su vida y terminaba con un
poema de ocho versos originales compuestos por su viuda. No creo que la poesía fuese el punto fuerte de la bisabuela King. Cuando Félix leyó los versos el primer
domingo nuestro en Carlisle, observó con aire de duda que aquello «parecía» pero no
«sonaba» como poesía.
Allí también descansaba la Emily cuyo espíritu lleno de fe se suponía vagando aún por el huerto; pero Edith, la que besó al poeta, no descansaba con sus familiares.
Ella murió lejos, en un país extranjero y el murmullo de las olas perdidas en la distancia parecía sonar en torno a su tumba.
Placas de mármol blanco, ornamentadas con grabados de sauces llorones, señalaban el lugar donde estaban sepultados el abuelo y la abuela King y una simple
piedra roja de granito escocés se veía ante las tumbas de la tía Felicity y el tío Félix.
La niña de los cuentos se demoró un tanto para dejar un ramo de violetas silvestres, azuladas y dulces, sobre la tumba de su madre. Después leyó en voz alta el dístico
grabado en la piedra:
—«Fueron amantes y felices en la vida y con la muerte no fueron separados».
Los tonos de su voz hicieron brotar la punzante e inmortal belleza y a la vez el
sentido trágico de aquel viejo y maravilloso lamento. Las niñas se secaron las lágrimas y nosotros los muchachos varones, nos sentimos en situación de hacer lo
mismo si no hubiera habido nadie presente. ¿Qué mejor epitafio puede nadie desear
que el que dice que se ha sido amante y feliz en la vida?
Cuando se lo oí pronunciar en voz alta a la niña de los cuentos hice conmigo mismo el compromiso de hacer lo posible por merecer tal epitafio.
—Me gustaría tener un solar aquí para mi familia —declaró Peter pensativo—.
No tengo nada de lo que ustedes tienen, chicos. Los Craig somos sepultados en cualquier parte donde nos tome la muerte.
—Me gustaría que me enterraran aquí cuando muera —dijo Félix—. Pero espero que no sea por mucho tiempo todavía —agregó en un tono más animado mientras seguíamos el sendero hacia la Iglesia.
El interior de la iglesia era tan anticuado como el exterior. Estaba amueblada con
bancos cuadrados de madera. El púlpito tenía forma de copa y se llegaba a él por una
empinada serie de estrechos escalones. El banco del tío Alec estaba al frente de la iglesia, muy cerca del púlpito.
La aparición de Peter no atrajo mucho la atención, como habíamos deseado que ocurriera. La verdad es que nadie pareció fijarse en él. Las lámparas no habían sido
encendidas aún y la iglesia estaba invadida por una suave media luz. Afuera, el cielo era de color púrpura, oro y verde plateado, provocando un hálito delicado de tono rosa sobre los olmos.
—¿No es cierto que éste es un lugar sumamente hermoso y sagrado? —murmuró reverentemente Peter—. No sabía que la iglesia era así. Es espléndida.
Felicity frunció el ceño en dirección a él. La niña de los cuentos lo tocó con el pie para recordarle que no debía hablar en el templo. Peter se irguió muy tieso y prestó
mucha atención durante el servicio. Nadie podía haberse portado mejor. Pero cuando el sermón hubo terminado y se inició la colecta, Peter provocó la sensación que no había producido al entrar.
El anciano Frewen, un hombre pálido y alto, con largas y arenosas patillas,
apareció en la puerta de nuestro pequeño recinto con la bandeja de la colecta.
Conocíamos muy bien al anciano Frewen y nos gustaba; era primo de la tía Janet y a menudo la visitaba. El contraste entre la jovialidad que mostraba los días de la
semana y la extraterrena solemnidad de su semblante y apostura los domingos en la Iglesia, siempre nos había resultado gracioso. Parece que también le pareció gracioso a Peter, ¡porque cuando Peter dejó caer su moneda en la bandeja, se echó a reír
ruidosamente!
Todo el mundo miró hacia nuestro banco. Siempre me he preguntado cómo es
posible que Felicity no muriera de mortificación en aquel mismo sitio. La niña de los cuentos se puso pálida y Cicely se puso roja. Y en cuanto al pobre y desgraciado
Peter, la vergüenza que reflejaba su semblante provocaba dolor.
No volvió a levantar la cabeza durante el resto del servicio y luego nos siguió por el pasillo y a través del cementerio como un perro apaleado. Ninguno de nosotros dijo
una sola palabra hasta que llegamos al camino, tendido bajo el manto blanco de la luna. Entonces, Felicity rompió el tenso silencio reprochando a la niña de los cuentos:
—¡Te lo había advertido!
La niña de los cuentos no respondió. Peter se puso a su lado.
—Lo siento muchísimo —dijo contrito—. No quise reírme. Me sucedió antes de que pudiera darme cuenta. Fue en esta forma…
—¡No vuelvas a dirigirme la palabra nunca más! —dijo la niña de los cuentos en un tono de fría y concentrada furia—. ¡Vete y hazte metodista, mahometano o cualquier cosa! ¡No me importa lo que seas! ¡Me has «humillado»!
Se separó de él con Sara Ray y Peter se volvió con nosotros, el semblante
asustado.
—¿Qué es lo que le he hecho a ella? —murmuró—. ¿Qué significa esa palabra «grande» que dijo?
—¡Oh, no importa! —dije enojado, porque yo también sentía que Peter nos había hecho caer en desgracia—. Está furiosa… y no hay que asombrarse. ¿Qué es lo que te hizo portarte de esa manera, Peter?
—Bueno, yo no quise hacerlo. Y quise reírme dos veces antes de «eso» pero me aguanté. Son las historias de la niña de los cuentos las que me provocaron risa, de
modo que no me parece justo que ella se enoje conmigo ahora. No debió haberme contado historias de la gente si no quiere que me ría cuando veo a alguien por ahí.
Cuando miré a Samuel Ward me lo imaginé poniéndose de pie en una reunión nocturna y rogando ser guiado al levantarse y al acostarse. Me acuerdo de la manera
en que ella lo imitó y cuando lo vi me dieron ganas de reír. Después miré el púlpito y me acordé de la historia del viejo ministro escocés que era tan gordo que no pasaba por la portezuela y tuvo que apoyarse con las manos sobre la madera y pasar por
encima. Parece que después se volvió al otro ministro que lo acompañaba y todos
oyeron que le decía: «La puerta de este púlpito ha sido hecha para espíritus»… Y yo
quise reírme y me aguanté. Después apareció el señor Frewen… y me acordé de la historia de sus patillas: como cuando su primera esposa murió de «información» a los
pulmones, se puso a cortejar a Celia Ward y Celia le dijo que no se casaba con él a menos que se cortara las patillas. Y él no quiso, nada más que por ser empecinado. Y un día se le incendió una de las patillas cuando estaba quemando hierbas secas y todos pensaron que se afeitaría la otra a la fuerza. Pero no lo hizo y anduvo con una sola patilla hasta que la quemada volvió a crecer. Y después Celia Ward se dio por vencida y lo aceptó al ver que no había esperanza de que se rindiera él. Pensé en esa historia y se me ocurrió que lo veía recogiendo los centavos con esa manera tan
solemne y con una sola patilla. Y la risa se me escapó sola antes que pudiera sujetarla.
Nosotros explotamos en una carcajada en aquel mismo sitio para horror de la señora de Abraham Ward que acertó a pasar frente al grupo y quien al día siguiente fue a contarle a la tía Janet que habíamos «actuado escandalosamente» en el camino a casa desde la iglesia. Nos sentimos avergonzados, porque sabíamos que la gente debe comportarse decentemente especialmente los domingos. Pero, como dijo Peter, «la risa se nos salió sola».
Hasta Felicity se echó a reír. Felicity no estaba tan enojada con Peter como podía haberse esperado. Caminó a su lado y hasta le permitió que le llevara la Biblia.
Conversaron muy confidencialmente. Tal vez lo perdonó tan rápidamente, porque él
había justificado sus predicciones y por lo tanto le había proporcionado un triunfo
sobre la niña de los cuentos.
—Voy a seguir yendo a la iglesia —le dijo Peter—. Me gusta. Los sermones son más interesantes de lo que había supuesto y me encantan los cantos. Me gustaría poderme decidir sobre si seré presbiteriano o metodista. Supongo que podré consultar
al ministro sobre eso.
—¡Oh, no, no, no hagas eso! —exclamó Felicity alarmada—. A los ministros no hay que molestarlos con tales preguntas.
—¿Por qué no? ¿Para qué sirven los ministros si no sirven para decirle a la gente cómo llegar al cielo?
—Oh, bueno, está bien que las personas mayores les pregunten cosas, por cierto.
Pero no es respetuoso en los chicos… especialmente chicos que trabajan como peones.
—No veo por qué. Pero de todos modos supongo que sería inútil, porque si se trata de un ministro presbiteriano me va a decir que debo ser presbiteriano y si es
metodista, tendré que serlo yo también. Mira un poco, Felicity: ¿qué diferencia hay entre los dos?
—Yo… yo no sé —respondió de mala gana Felicity—. Supongo que los chicos no podemos entender esas cosas. Tiene que haber una gran diferencia, por cierto, pero tendríamos que saber en qué consiste. De todos modos yo soy presbiteriana y me
siento contenta de serlo.
Caminamos en silencio por un rato, cada uno pensando en lo suyo. Pero nuestros
pensamientos fueron desparramados por una abrupta y sorprendente pregunta de Peter.
—¿Cómo es Dios? —preguntó.
Al parecer, ninguno de nosotros tenía la más leve idea.
—Probablemente lo sepa la niña de los cuentos —observó Cicely.
—Me gustaría saberlo —dijo Peter seriamente—. Me gustaría ver una fotografía de Dios. Eso haría que me pareciera mucho más real.
—Muchas veces me he preguntado cómo es —declaró Felicity en un impulso confidencial.
Hasta en Felicity, según constatamos en esa oportunidad había abismos de
pensamientos secretos.
—He visto retratos de Jesús —dijo Félix meditativo—. Tiene la apariencia simple
de un hombre sólo que más hermoso y más bueno. Pero ahora que me pongo a pensar, nunca he visto una fotografía de Dios.
—Bueno, si no hay ninguna en Toronto, no debe haberla en ninguna otra parte — dijo Peter desilusionado—. Yo vi una vez un retrato del Diablo —añadió—. Estaba
en un libro que tenía mi tía Jane. Se lo habían dado como premio en la escuela. Mi tía Jane era muy inteligente.
—No podía ser un buen libro si tenía un retrato así en sus páginas —dijo Felicity.
—Era un libro verdaderamente bueno. Mi tía Jane no hubiera tenido un libro que
no fuera bueno —replicó Peter ofendido.
Rehusó discutir el asunto más allá, en cierto modo ante nuestra decepción. Porque no habíamos visto nunca un retrato del individuo a que había hecho mención y
sentíamos gran curiosidad por conocerlo.
—Le pediremos a Peter que lo describa alguna vez, cuando se encuentre de mejor humor —murmuró Félix.
Habiendo quedado Sara Ray a la puerta de su casa, corrí adelante para ponerme al lado de la niña de los cuentos y los dos subimos juntos la cuesta de la colina. Había
recuperado su calma mental, pero no hizo referencia alguna a Peter. Cuando alcanzamos nuestro sendero y pasamos frente al mimbre del abuelo King, la fragancia del huerto nos dio en la cara como una onda. Vimos las prolongadas filas de árboles, una alegría blanca a la luz de la luna. Nos parecía que en aquel huerto había algo
distinto a lo que tenían los otros huertos. Éramos demasiado jóvenes como para analizar la vaga sensación. En los años de la madurez llegamos a comprender que
aquella distinción se debía a que en el Huerto de los King no solamente florecían los
manzanos, sino también el amor, la fe, la alegría, la pureza de la felicidad y aun la pureza en el dolor de aquellos que lo hicieron y que anduvieron por sus senderos.
—El huerto no parece el mismo lugar a la luz de la luna —dijo soñadoramente la
niña de los cuentos—. Es adorable, pero es distinto. Cuando era chiquita creía que de
noche, a la luz de la luna, en nuestro huerto danzaban las hadas. Me gustaría creerlo
ahora, pero no puedo.
—¿Por qué no?
—Oh, es tan difícil creer en cosas que uno sabe que no son ciertas. Fue el tío Edward el que me dijo que no existen tales criaturas como las hadas. Tenía yo siete años. Él es un ministro de Dios por cierto y por lo tanto yo sabía que decía la verdad. Era su deber decírmelo y no lo culpo, pero no he podido sentirme la misma con respecto al tío Edward desde entonces.
»¿Es que nos sentimos siempre los mismos frente a la gente que destruye nuestras
ilusiones? ¿Seré alguna vez capaz de perdonar a la grosera criatura que me aseguró por primera vez que no existe un ser como Santa Claus? Era un chico, tres años mayor que yo; y puede ser ahora un respetable miembro de la sociedad, querido por los suyos. ¡Pero sólo yo sé qué es lo que pienso de él!
Esperamos ante la puerta de la casa del tío Alec a que los otros nos alcanzaran.
Peter intentó pasar de largo, con la cabeza gacha y entre las sombras, pero el enojo de la niña de los cuentos, breve y amargo ya se había desvanecido.
—¡Espérame, Peter! —llamó. Se acercó a él y le tendió la mano.
—Te perdono —le dijo graciosamente.
Félix y yo sentimos que valía la pena hacerla enojar, nada más que para ser luego
perdonados por tan adorable voz. Peter ansiosamente le estrechó la mano.
—Mira, siento mucho haberme reído en la iglesia, pero no tengas miedo de que lo haga otra vez. ¡No, señor! Voy a ir a la iglesia regularmente y también a la escuela dominical… y diré mis oraciones todas las noches. Quiero ser como son ustedes. ¡Y fíjense! Me he acordado de la forma en que mi tía Jane le daba la medicina a los gatos. Se mezcla el polvo purgante con manteca de cerdo y se extiende esa pasta por las patas y la panza del animalito. El gato va a tratar de lamerse porque un gato no puede soportar el hallarse pringoso. Si Paddy no está mejor mañana, haremos eso. Se fueron los dos juntos de la mano por el sendero de abetos cruzado de barras de luz lunar. Y la paz descendió sobre aquel país fresco y florido y nos tocó el corazón.
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La niña de los cuentos.
Fiksi RemajaLa niña de los cuentos narra las aventuras de un grupo de jóvenes primos y sus amigos que viven en una comunidad rural en la Isla del Príncipe Eduardo, Canadá. El libro está narrado por Beverly, quien junto con su hermano Félix, ha ido a vivir a la...