Noviembre despertó de su sueño de mayo, de muy mal humor. Al día siguiente del picnic, una fría lluvia de otoño se presentó y descubrimos que nuestro mundo se estrechaba, bloqueado por la lluvia, el viento y el frío y los campos se oscurecían ante un cielo borrascoso. La lluvia estaba golpeando sobre el techo, como si fueran lágrimas de una antigua
pena; el mimbre que estaba junto a la entrada, agitaba sus brazos salvajemente como si fuera algún espectro apasionado que sacudiera sus manos descarnadas en la agonía. El huerto se mostraba montaraz e impenetrable; nada parecía igual allí salvo los firmes y leales pinos. Era viernes, pero no íbamos a reintegrarnos a la escuela hasta el lunes siguiente, de manera que pasamos el día en el granero, clasificando manzanas y oyendo historias. Por la tarde la lluvia cesó, el viento varió desde el noroeste, enfriándose algo más
y un sol casi congelado y amarillento, más allá de las colinas pareció anunciar una mañana mejor.
Felicity, la niña de los cuentos y yo, fuimos hasta la oficina del correo para retirar
la correspondencia, siguiendo por un camino cubierto de hojas húmedas pero que crujían su dureza bajo nuestros pies. El atardecer estaba lleno de extraños sonidos… el crujido de las ramas en el pinar, el silbido del viento entre las ramas, las vibraciones de las cortezas secas en las cercas. Pero nosotros llevábamos el sol y el verano en el corazón y el helado desencanto
del mundo exterior sólo lograba intensificar nuestra radiación interior. Felicity llevaba su caperuza nueva de terciopelo, con un coqueto cuello de piel
blanca. Sus rizos dorados formaban marco a su adorable rostro y el viento transformaba el tono rosado de sus mejillas en carmesí. A mi izquierda caminaba la niña de los cuentos, con su sombrero rojo sobre la
airosa cabeza castaña. Iba esparciendo palabras en el camino, como las perlas y los diamantes del viejo cuento de hadas. Recuerdo haberme pavoneado insufriblemente porque encontramos a varios
muchachos de Carlisle y yo sentí que era un individuo excepcionalmente dichoso por llevar a un lado tal belleza y al otro tamaño encanto. Había una de las cartas pequeñitas de papá para Félix, una carta enorme del padre de la niña de los cuentos, dirigida a ella con una letra apretada, una carta para Cicely de alguna amiga de la escuela y que traía la inscripción «Urgente» en un ángulo del sobre y una carta para la tía Janet, sellada en Montreal.
—No se me ocurre de quién puede ser —dijo Felicity—. No hay nadie en Montreal que le escriba a mamá. La carta de Cicely es de Em Frewen. Siempre le
pone «Urgente» a todas sus cartas cualquiera sea el contenido.
Cuando llegamos a la casa de regreso, la tía Janet abrió el sobre de su carta y la leyó. Después se sentó y nos miró asombrada.
—¡Bueno, todo tiene fin! —dijo.
—¿Qué es lo que dice esa carta? —exclamó el tío Alec.
—Esta carta es de la esposa de James Ward, de Montreal —declaró
solemnemente la tía Janet—. Rachel Ward está muerta. Y le dijo a la esposa de James que me escribiera para decirme que abra el cofre azul.
—¡Viva! —gritó Dan.
—¡Donald King! —replicó la madre severamente—. Rachel Ward era pariente
tuya y ha fallecido. ¿Qué quieres significar con semejante conducta?
—Nunca la conocí —dijo Dan malhumorado—. Y no estaba vivando porque se haya muerto, sino porque por fin vamos a abrir ese famoso cofre azul que tanto nos
ha llamado la atención siempre.
—De modo que la pobre Rachel se ha ido —comentó tío Alec—. Tenía que ser una mujer vieja ya… supongo que tendría setenta y cinco años por lo menos. La recuerdo como una mujer joven, fina, en plena floración… Bueno, bueno… de
manera que el viejo cofre azul va a ser abierto por fin. ¿Qué se hará con su
contenido?
—Rachel dejó instrucciones sobre eso —respondió la tía Janet refiriéndose a la carta—. El vestido de novia, el velo y las cartas son para quemar. Hay dos jarroncitos que será necesario enviar a la esposa de James. El resto de las cosas son para repartir entre la gente de la familia. Cada uno de sus miembros tendrá un objeto «para que tenga un recuerdo de ella».
—¿No podemos abrirlo esta misma noche? —preguntó Felicity ansiosamente.
—¡Desde luego que no!
La tía Janet dobló la carta decididamente.
—Ese cofre ha estado cerrado ahí por espacio de cincuenta años y quedará cerrado por una noche más. Ustedes, chicos, no podrán pegar los ojos esta noche si lo
abrimos ahora. Se pondrían frenéticos, con ese entusiasmo que sienten por todas las
cosas misteriosas.
—Yo sé que de todos modos no voy a dormir —dijo Felicity—. Bueno, por lo menos lo vas a abrir en cuanto nos levantemos por la mañana, ¿no es cierto, mamá?
—No, nada de eso —fue el poco piadoso decreto de la tía Janet—. Antes quiero que se haga el trabajo general… y por otra parte, tanto a Roger como a Olivia les
gustará estar presentes. Fijaremos las diez de la mañana para abrirlo.
—Eso significa que hay que esperar dieciséis horas todavía —suspiró Felicity.
—Me voy a decírselo en seguida a la niña de los cuentos —manifestó Cicely—. ¡Qué entusiasmo que va a sentir ella!
Todos estábamos entusiasmados. Pasamos las horas que nos quedaban de aquel día especulando sobre el contenido del cofre y Cicely soñó esa noche que la polilla se había comido todo lo que había en él.
La mañana nació sobre un mundo hermoso. Una ligera caída de nieve se había producido durante la noche… lo suficiente como para formar una tenue capa velada
de encaje sobre el verde oscuro de los campos. Un nuevo tipo de florecimiento parecía estar a punto de concretarse en el huerto. El bosquecillo de pinos de detrás de la casa parecía haber sido sacado de alguna ilustración de libros de encantamiento.
No hay nada más hermoso que un espeso grupo de pinos, espolvoreado ligeramente con nieve. Y como el sol permaneció escondido detrás de las nubes, aquel espectáculo hechizante duró todo el día.
La niña de los cuentos llegó muy temprano por la mañana y Sara Ray, a quien la generosa Cicely había enviado aviso, también estuvo por allí. Felicity no aprobó tal
cosa, sin embargo.
—Sara Ray no pertenece a la familia —riñó a su hermana— y por lo tanto no tiene derecho a estar presente.
—Se trata de mi amiga íntima —replicó Cicely con dignidad—. La hacemos participar de todo lo nuestro y se sentiría lastimada en lo más profundo si la
dejásemos fuera de este asunto. Peter tampoco es pariente nuestro y no obstante va a estar presente cuando abran el cobre, ¿por qué no habría de estar Sara entonces?
—Peter no es miembro de la familia todavía, pero puede llegar a serlo, ¿no es cierto, Felicity? —dijo Dan.
—Tú eres muy inteligente, ¿no es así, Dan King? —contestó Felicity enrojeciendo—. Tal vez quieras tú mandar a buscar a Kitty Marr también… aunque
se ría de tu enorme boca.
—Pareciera como que las diez de la mañana no van a llegar nunca —suspiró la niña de los cuentos—. El trabajo está todo hecho y el tío Roger y la tía Olivia están aquí. Podrían abrir el cofre ahora mismo si quisieran.
—Mamá dijo a las diez y será a las diez —respondió Felicity fastidiada—. Y no son más que las nueve.
—Adelantemos el reloj media hora —propuso la niña de los cuentos—. El reloj del vestíbulo no camina, de modo que nadie notará la diferencia.
Nos miramos unos a otros.
—No me atrevo —dijo Felicity irresoluta.
—¡Oh! Si no es más que eso, lo haré yo —dijo la niña de los cuentos.
Cuando dieron las diez, la tía Janet entró en la cocina, observando inocentemente que le había parecido corto el tiempo entre las nueve y las diez. Tenemos que haber tenido una cara horrible de culpabilidad, pero ninguno de los mayores hizo ulterior
comentario. El tío Alec trajo un hacha y golpeó la cerradura del cofre mientras todos los demás atendíamos a la operación en el mayor silencio.
Después vino el desempaque. Era indudablemente una actividad interesante. La tía Janet y la tía Olivia sacaron todo fuera y lo fueron ordenando sobre la mesa de la cocina. Los chicos recibimos la orden de no tocar nada, pero afortunadamente no nos
prohibieron que usáramos los ojos y la lengua.
—Ahí están los vasos rosa y oro que la abuela King le regaló a ella —dijo Felicity, mientras la tía Olivia los despojaba del papel de seda que los había envuelto
—. ¿No son elegantes?
—¡Oh! —exclamó Cicely deleitada—. Ahí está la frutera de porcelana con la manzana en el asa. ¿No parece verdadera la manzana? He pensado muchísimo en eso.
¡Oh, mamá! ¿No puedo tenerla un minuto? Tendré un cuidado extremoso.
—Ahí viene la porcelana, el juego de porcelana que el abuelo King le regaló — dijo la niña de los cuentos pensativa—. Esto me pone triste. Piensen en todas las esperanzas que Rachel Ward debe haber puesto a un lado en este cofre, junto con
todos estos hermosos objetos.
A continuación venía un pequeño candelabro de porcelana azul muy fino y los dos jarroncitos que había que enviar a la esposa de James.
—Son en verdad muy elegantes —declaró la tía Janet con cierto tono de envidia —. Deben tener cien años. La tía Sara Ward se los regaló a Rachel y los había tenido
por lo menos cincuenta años. Se me ocurre que con uno solo, la esposa de James habría tenido bastante. Pero por cierto que tenemos que hacer lo que ha dispuesto Rachel. ¡Oh, aquí tenemos una docena de tarteras de metal!
—Las tarteras de metal no son nada románticas —dijo la niña de los cuentos descontenta.
—No obstante, he observado que eres tan aficionada como los demás a lo que se cocina dentro de ellas —replicó la tía Janet—. He oído hablar de estas tarteras. Una vieja sirvienta de la abuela King se las regaló a Rachel. Ahora llegamos a los tejidos. Aquí está el regalo del tío Edward Ward. ¡Cómo se ha puesto de amarillo!
Los chicos no estábamos muy interesados en sábanas, manteles y fundas que ahora emergían de las profundidades del enorme cofre azul. Pero la tía Olivia quedó
impresionadísima.
—¡Qué costura! —decía—. Mira, Janet, necesitarías una lupa para distinguir bien
cada puntada. ¡Y las queridas fundas antiguas, con botones!
—Aquí hay una docena de pañuelos —dijo la tía Janet—. Mira la inicial bordada en el ángulo de cada uno. Rachel aprendió ese punto con una monja de Montreal.
Parece como si estuvieran grabadas sobre la tela.
—Aquí están los cobertores —dijo la tía Olivia—. Sí, ésta es la colcha azul y dorada que la abuela Ward le regaló… y el cobertor que la tía Nancy le hizo… y la
alfombra bordada. Los colores no se han desvanecido en absoluto. Me gusta esa alfombra, Janet.
Debajo de aquellas telas estaban las que componían la vestimenta de la boda de Rachel Ward. El entusiasmo de las niñas llegó a la más alta temperatura en aquel punto. Tenues paños y encajes finos. Allí estaba la famosa enagua bordada que le había costado a Felicity tantos sonrojos y un hermoso juego de ropa interior de finas muselinas trabajadas, que habían estado de moda en los tiempos de Rachel Ward.
—Aquí hay un vestido. Debe haber sido el que preparaba para su viaje —dijo la tía Olivia levantando una seda de tonos verdes—. Está hecho pedazos, pero ¡qué
hermoso y qué suave debe haber sido! Mira la pollera, Janet. ¿Cuántos metros tendrá este vuelo?
—Usaban miriñaque debajo de esto —explicó la tía Janet—. Pero no veo su toca de novia. Siempre he oído decir que la puso aparte, en este cofre.
—Yo también. Pero no puede ser. No está aquí, por cierto. Me dijeron que la pluma blanca que llevaba había costado una pequeña fortuna. Aquí está la capa de
seda negra. Parece un sacrilegio estar tocando estas cosas.
—No seas tonta, Olivia. Tienen que ser desempacadas. Y tendremos que quemar
muchas cosas que ya no sirven. Este vestido de tono púrpura está en condiciones.
Puede ser modificado muy bien y te quedaría espléndido, Olivia.
—No, gracias —dijo Olivia con un estremecimiento—. Me sentiría como un
fantasma. Si no tienes inconveniente, arréglatelo para ti, Janet.
—Bueno. Lo haré si es que no lo quieres. A mí las fantasías no me molestan. Ya se ha terminado todo, excepto esta caja. Supongo que aquí adentro estará el vestido de novia.
—¡Oh! —suspiraron las chicas reuniéndose en torno de Olivia mientras ésta levantaba la caja, la apoyaba en la mesa y cortaba los hilos que la guardaban.
Adentro había un vestido de suave seda, que en cierta época debió haber sido blanco, pero que ahora estaba amarillo. Envolviendo el vestido como una niebla, un
largo velo blanco de novia, del cual surgía un extraño perfume antiguo, que había conservado su dulzura a través de los años.
—¡Pobre Rachel Ward! —dijo la tía Olivia muy suavemente—. Aquí está su pañuelo de encaje. Lo hizo ella misma. Es como una tela de araña. Aquí están las cartas que Will Montague le escribió. Y aquí —añadió sacando una cajita forrada de
terciopelo carmesí, con un cierre metálico dorado—, aquí están las fotografías de ella
y de él.
Miramos ávidamente los antiguos daguerrotipos.
—¡Pero Rachel Ward no era nada bonita! —exclamó la niña de los cuentos desencantada.
No, Rachel Ward no había sido bonita, había que admitirlo. La imagen era un rostro fresco y juvenil, con rasgos irregulares muy marcados, grandes ojos negros y negros rizos largos pendiendo junto a los hombros a la moda de antes.
—Rachel no era bonita —dijo el tío Alec—, pero tenía un color adorable y una sonrisa hermosa. En realidad está poco favorecida en ese daguerrotipo.
—Tenía un hermoso cuello y un hermoso busto —dijo la tía Olivia con aire crítico.
—De todos modos, Will Montague era buen mozo —dijo la niña de los cuentos.
—Un hermoso bribón —gruñó el tío Alec—. A mí nunca me gustó. No tenía más de diez años cuando lo vi, pero pude leer a través de su piel. Rachel Ward era demasiado buena para él.
Nos hubiera encantado poder espiar las cartas también, pero la tía Olivia no lo permitió. Manifestó que las cartas debían ser quemadas y no leídas. Se llevó con ella el vestido de novia, el velo, la capita con las fotografías y las cartas. El resto de las cosas fue depositado nueva y provisoriamente en el cofre, hasta que recibieran su destino definitivo.
La tía Janet nos dio a cada uno de los muchachos un pañuelo. La niña de los cuentos recibió el candelabro de porcelana azul y por su parte, Felicity y Cicely
recibieron cada una uno de los vasos rosa y oro. Hasta Sara Ray se sintió feliz con la posesión de un platito de porcelana, que llevaba la imagen coloreada de Moisés y
Aarón ante la presencia del Faraón. Moisés tenía una capa escarlata, mientras Aarón aparecía con una túnica azul brillante. El Faraón por su parte estaba pintado en amarillo. El plato tenía una guarda de hojas verdes en el borde.
—Jamás lo voy a usar para comer —dijo Sara Ray en un rapto—. Lo voy a tener en la repisa de la chimenea, en la sala.
—No veo qué utilidad te va a prestar un plato como adorno —dijo Felicity.
—Es interesante tener cosas finas para mirarlas, nada más —replicó Sara que pensaba que el alma debía recibir alimento lo mismo que el cuerpo.
—Voy a conseguir una vela para mi candelabro y lo voy a usar todas las noches al acostarme —dijo la niña de los cuentos—. Y nunca la voy a encender sin acordarme de la pobre Rachel Ward. Pero me hubiera gustado que fuese bonita.
—Bueno —dijo Felicity con una mirada al reloj—, todo ha terminado y ha sido muy interesante. Pero es necesario atrasar ahora ese reloj en algún momento. No me
gustaría que nos mandaran a la cama media hora antes de lo necesario.
Por la tarde, cuando la tía Janet fue a la ciudad con el tío Roger y la tía Olivia, el reloj fue arreglado. La niña de los cuentos y Peter vinieron a pasar la noche con nosotros e hicimos melcocha en la cocina, con la miel que generosamente los
mayores nos regalaron.
—Por cierto que fue muy interesante ver cómo se desempacaban las cosas del cofre —dijo la niña de los cuentos mientras batía vigorosamente en una fuente—. Pero ahora que se ha hecho, digo que siento pena de que lo hayan abierto. Ya no es
más el cofre misterioso que teníamos aquí siempre. Ya lo sabemos todo y no podremos jugar a qué imaginamos lo que contiene.
—Es mejor saber que imaginarse —indicó Felicity.
—¡Oh, no, no es así! —replicó rápidamente la niña de los cuentos—. Cuando sabes las cosas, tienes que proceder de acuerdo con los hechos. Pero cuando sueñas
cómo son las cosas, no hay nada que te obligue a proceder de determinada manera.
—Estás dejando quemar la melcocha y «ése» es un hecho que te obliga a
proceder de otra manera —dijo Felicity olisqueando—. ¿No tienes narices?
Nos fuimos a la cama y en aquel momento, esa maravillosa hechicera que es la luna, estaba construyendo un país encantado a medias con la nieve. Desde donde me encontraba echado podía ver las agudas puntas de los pinos contra el cielo plateado. La helada había cedido, los vientos estaban callados y el país estaba envuelto en gloria. Al otro lado del pasillo, la niña de los cuentos le estaba contando a Felicity y a Cicely, la vieja leyenda de la argiva Helena y el troyano París. —Pero ésa es una historia pecaminosa —comentó Felicity cuando el relato hubo terminado—. Esa mujer dejó a su marido y huyó con otro hombre.
—Supongo que fue pecado en aquel momento, hace cuatro mil años —admitió la niña de los cuentos—. Pero ahora, ese pecado tiene que haberse borrado por el transcurso del tiempo. Solamente la parte buena de las cosas puede durar tantos años. Nuestro verano había terminado. Había sido hermoso. Conocimos allí la dulzura de ser chicos, la delicia de las auroras tempranas, los sueños y el encanto del sol de mediodía, la paz extendida y púrpura de los anocheceres sin preocupaciones. Habíamos poseído el placer que produce el canto del pájaro, de la lluvia de plata sobre el pasto verde y la conversación de las hojas entre sí. Habíamos sentido la hermandad con el viento y las estrellas, con libros y relatos y con las fogatas deliciosas del otoño. Nuestras habían sido las pequeñas tareas de cada día, la adorable compañía, los pensamientos compartidos y las aventuras. Éramos ricos en el recuerdo de aquellos opulentos meses que ahora se nos han
escapado de las manos… mucho más ricos que lo que suponíamos. Y delante de nosotros estaban los sueños de primavera. Siempre es un consuelo tener un sueño de primavera. Porque la primavera es seguro que va a venir; y si no es exactamente como la hemos soñado, es que será entonces infinitamente más dulce.
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La niña de los cuentos.
Roman pour AdolescentsLa niña de los cuentos narra las aventuras de un grupo de jóvenes primos y sus amigos que viven en una comunidad rural en la Isla del Príncipe Eduardo, Canadá. El libro está narrado por Beverly, quien junto con su hermano Félix, ha ido a vivir a la...