EL DÍA DEL JUICIO FINAL

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La mañana del domingo rompió gris y opaca. La lluvia había cesado, pero las nubes pendían obscuras y amenazantes sobre un mundo que —para nosotros—, después del rugido de la tormenta silenciaba todos sus ruidos, para «oír la poderosa e ineludible voz del destino». Nos levantamos temprano. Ninguno de nosotros al parecer había dormido bien y algunos nada en absoluto. La niña de los cuentos estaba entre los últimos y tenía un aspecto muy pálido y descolorido, con grandes sombras bajo los ojos hundidos. Sin embargo, Peter, había dormido profundamente después de las doce.
—Cuando se ha estado recogiendo bayas toda la tarde, hace falta algo más que el anuncio del Juicio Final para mantenerlo a uno despierto toda la noche —dijo—. Pero cuando me desperté esta mañana, era terrible. Me había olvidado por el momento, pero después me asaltó la idea violentamente y me sentí más asustado que nunca. Cicely estaba pálida pero se mantenía firme. Por primera vez en muchos años no se había hecho los rulos el sábado por la noche. Tenía el pelo peinado y sujeto con
puritana sencillez.
—Si se trata del día del Juicio, no me importa que el pelo tenga rizos o no los tenga.
—Bueno —dijo la tía Janet cuando todos llegamos a la cocina—, el hecho verdadero es que por primera vez, los jóvenes se han levantado todos sin que nadie tuviera que llamarlos. Durante el desayuno, nuestro apetito fue pobre. ¿Cómo podían los mayores comer como lo hacían?
Después del desayuno y terminadas las tareas necesarias estaba la mañana por delante. Peter, fiel a su palabra, sacó su Biblia y comenzó a leer desde el primer capítulo del Génesis.
—Supongo que no tendré tiempo de leerla toda —dijo—, pero leeré todo lo que pueda. No había servicio religioso ese día en Carlisle y la escuela dominical no funcionaba hasta la tarde.
Cicely sacó su libro y estudió la lección concienzudamente mientras el resto de nosotros no comprendíamos cómo podía hacerlo. Nosotros no podíamos, eso era muy cierto.
—Si es el día del Juicio Final, yo quiero tener bien aprendida mi lección —dijo—, y si no lo es, también. Pero no recuerdo haber tenido tantas dificultades para recordar el texto sagrado. Las largas horas de espera fueron duras de soportar. Dábamos vueltas por todas
partes, todos menos Peter que obstinadamente seguía leyendo su Biblia inmóvil.
Terminó el Génesis a las once y comenzó con el Éxodo.
—Hay un montón de cosas que no entiendo —declaró—. Pero leo palabra por palabra y eso es lo principal. Esa historia acerca de José y su hermano es tan
interesante que casi me he olvidado del día del Juicio Final.
Pero la larga espera saturada de temores comenzaba a ejercer influencia sobre los
nervios de Dan.
—Si hoy es el Juicio Final —gruñó cuando fuimos a comer—, me gustaría que
llegara de una vez y terminara.
—¡Oh, Dan! —exclamaron Felicity y Cicely a un tiempo formando el coro del
terror.
Pero la niña de los cuentos lo miró como si simpatizara con la idea del muchacho.
Si habíamos desayunado poca cosa, menos aún comimos en el almuerzo. Después el firmamento quedó libre de nubes y el sol emergió con toda su fuerza y su gloria.
Aquélla fue para nosotros una buena señal.
Felicity opinó que si venía el fin del mundo no habría aclarado en esa forma.
No obstante, nos vestimos cuidadosamente y las chicas se pusieron sus vestidos blancos.
Llegó Sara Ray llorando, por cierto. Acrecentó nuestra inquietud diciendo que su
mamá creía en el anuncio del Enterprise y temía que el fin del mundo anduviera
cerca.
—Por eso me ha dejado venir —sollozó—. Si no tuviera miedo no me habría dejado, estoy segura. Pero hubiera muerto de dolor si no hubiese podido venir. Y no se enojó para nada cuando le dije que había ido a la exhibición de la linterna mágica.
Ése sí que es un signo «malísimo». No tengo vestido blanco pero metí el delantal blanco de muselina con los adornos verdes.
—Eso me parece bastante raro —dijo en tono de duda Felicity—. No te habrías puesto el delantal para ir a la iglesia entonces tampoco parece propio para el Juicio
Final.
—Bueno, es lo mejor que pude hacer —respondió desconsolada Sara—. Quería tener puesto algo blanco. Es igual que un vestido, sólo que no tiene mangas.
—Vamos a esperar al huerto —propuso la niña de los cuentos—. Ya es la una de la tarde, así es que en una hora más sabremos. Dejemos abierta la puerta del frente y oiremos al reloj grande cuando dé las dos.
Como nadie sugirió un plan mejor, nos fuimos al huerto y nos sentamos sobre las raíces del árbol del tío Alec, porque el pasto estaba húmedo. El mundo parecía
hermoso, verde y tranquilo. Arriba un cielo azul, salpicado de nubecillas blancas.
—¡Bah! No creo que haya que temer que sea el último día —dijo Dan
comenzando a silbar a modo de bravuconada.
—Bueno, de todos modos no silbes en día domingo —reprimió Felicity
severamente.
—No encuentro nada sobre metodistas y presbiterianos en todo lo que he leído y ya casi he terminado con el Éxodo —dijo de pronto Peter—. ¿Cuándo es que se habla
de ellos?
—No hay nada sobre metodistas o presbiterianos en la Biblia —dijo Felicity
fastidiada. Peter pareció asombrado.
—Bueno, ¿y cuándo empezaron entonces? —preguntó—. ¿Cómo es que aparecieron los metodistas y los presbiterianos?
—Muchas veces he pensado que es muy extraño que no se diga nada de ellos en la Biblia —dijo Cicely—. Especialmente teniendo en cuenta que se menciona a los
Bautistas… o al menos a un Bautista.
—De todos modos —prosiguió Peter—, aunque no sea el día del Juicio Final, voy a seguir leyendo la Biblia hasta terminar. Jamás se me ocurrió que podía ser un libro tan interesante.
—Resulta bastante horrible oírte decir que la Biblia es un libro interesante —dijo
Felicity como estremeciéndose ante el sacrilegio—. Es como si estuvieras hablando
de cualquier libro común.
—Yo no quise decir nada malo —respondió Peter abatido.
—La Biblia «es» un libro interesante —dijo la niña de los cuentos llegando al
rescate de Peter—. Y hay magníficas historias en ella… sí, Felicity, magníficas. Si el mundo no se termina, el domingo que viene te contaré la historia de Ruth. ¡Oh mira! Te la contaré de todos modos. Te lo prometo. Estemos donde estemos el domingo que viene te contaré la historia de Ruth.
—Pero no te atreverías a contar historias en el Cielo —aventuró tímidamente Cicely.
—¿Por qué no? —replicó la niña de los cuentos con un relámpago en la mirada —. Por cierto que sí. Contaré historias mientras me dure la posibilidad de hacerlo,
mientras disponga de mi lengua y de algún oyente dispuesto a escucharme.
Así era, sin duda. Aquel temperamento intrépido se remontaría triunfal sobre la ruina de la materia, sobre el desastre del mundo, llevando consigo su dulce gracia,
sencilla y espontánea. Aun los querubines más pequeños que integran los coros del cielo, apagarían el sonido de sus arpas para escuchar un relato del planeta
desaparecido, en aquella voz de oro. Una cierta idea de todo eso habitaba en nuestra mente mientras la contemplábamos; y en alguna forma el pensamiento nos consoló.
Ni siquiera el día del Juicio Final era de temer, si después de él seguíamos siendo los
mismos, con nuestras pequeñas identidades intactas.
—Ya se debe estar acercando la hora —anunció Cicely—. Tengo la impresión de que llevamos esperando aquí hace mucho más de una hora.
La conversación languideció. Esperábamos nerviosos. Los minutos se arrastraban
pesadamente, pareciendo una hora cada uno de ellos. ¿Acaso los dos golpes del reloj no llegarían nunca para terminar con aquel suspenso? Nos pusimos muy tensos y hasta Peter dejó de leer. Cualquier sonido desacostumbrado o imagen del mundo que
nos rodeaba siempre, tocaba nuestros sentidos como si fuese la trompeta del juicio.
Una nube pasó frente al sol y en tanto la súbita sombra se deslizó a través del huerto, nos pusimos pálidos y temblamos. Un carro que atravesaba el puente de tablas, hizo que Sara Ray se echara a chillar. El golpe de una dirección en el granero de tío Roger
nos hizo transpirar.
—Creo que sea el día del Juicio Final —declaró Félix—, y en este momento lo he
creído, pero me gustaría que ese reloj dé las dos de una buena vez.
—¿No puedes contar una historia para pasar el tiempo? —Animé a niña de los cuentos.
Sacudió la cabeza.
—No, sería inútil intentarlo. Pero si no es fin del mundo, tendré una hermosa historia de miedo para contar.
Llegó Pat ágilmente, atravesando el huerto y trayendo en la boca una enorme rata de campo, la cual, sentado frente a nosotros comenzó a devorar con huesos y todo, lamiéndose los bigotes posteriormente con verdadero deleite.
—No puede ser el día del Juicio Final —dijo Sara iluminándose de pronto—. Paddy no se habría comido ese bicho si lo fuera.
—Si ese reloj no da las dos pronto, me voy a poner histérica —anunció Cicely con desacostumbrada vehemencia.
—El tiempo siempre parece largo cuando uno espera —dijo la niña de los cuentos —. Pero tengo la impresión de que estamos aquí hace más de una hora.
—Tal vez el reloj haya dado las dos y nosotros no hemos oído —sugirió Dan—. Es mejor que alguien vaya a ver.
—Yo iré —dijo Cicely—. Supongo que si algo sucede, tendré tiempo de volver aquí.
Observamos su blanca figura atravesar la entrada del huerto y luego la de la casa.
Pocos minutos pasaron… o tal vez años… no pudimos decirlo. Después Cicely regresó corriendo velozmente hacia nosotros. Pero cuando llegó, temblaba a tal punto que no podía hablar.
—¿Qué pasa? —preguntó la niña de los cuentos.
—Son… las cuatro —informó Cicely con un gemido—. El viejo reloj no camina.
Mamá se olvidó de darle cuerda anoche y se paró. Pero son las cuatro por el reloj de la cocina… de modo que no es el día del Juicio Final… y el té está preparado… y mamá dice que vayamos todos.
Nos miramos unos a otros, dándonos cuenta de lo que había sido nuestro temor, ahora que lo habíamos superado. No era el día del Juicio Final. El mundo y la vida
aún estaban delante de nosotros con todo el misterio de los años por vivir.
—Jamás volveré a creer nada de lo que lea en los diarios —dijo Dan yendo al otro extremo.
—Yo les dije que la Biblia era la que debía orientarnos y no los diarios —recordó
Cicely en tono triunfal.
Sara Ray, Peter y la niña de los cuentos se fueron a sus casas y nosotros nos
lanzamos a la mesa con todo el poder de nuestros apetitos contenidos. Más tarde, cuando nos vestíamos para la escuela dominical, nuestro espíritu habíase elevado de tal modo que la tía Janet tuvo que acercarse dos veces al pie de la escalera para gritarnos: —Chicos, ¿se han olvidado qué día es hoy? —Es hermoso pensar que vamos a seguir viviendo en este mundo maravilloso — dijo Félix mientras bajábamos por la falda de la colina.
—Sí y Felicity y la niña de los cuentos se han vuelto a dirigir la palabra —
confirmó Cicely llena de felicidad.
—Y Felicity habló «primero» —señalé yo.
—Sí pero fue necesario el anuncio del fin del mundo para obligarla. Me gustaría —añadió Cicely con un suspiro—, no haberme apurado tanto a regalar mi jarroncito de «no me olvides».
—Y a mí me gustaría no haberme apresurado tanto en decidir que iba a ser presbiteriano —declaró Peter.
—Bueno, para eso no es demasiado tarde —contestó Dan—. Tú puedes cambiar de opinión ahora mismo.
—No señor —dijo Peter en un rapto espiritual—. Yo no soy de esa clase de
individuos que dicen que van a ser una cosa, nada más que porque están asustados y cuando pasa el susto se vuelven atrás. Dije que iba a ser presbiteriano y lo seré.
—Tú dijiste que conocías una historia que en algo se relacionaba con los
presbiterianos —dije a la niña de los cuentos—. Cuéntala ahora.
—¡Oh!, no es el tipo de historia que se puede contar en domingo —replicó ella—. Pero la contaré mañana a la mañana.
A la mañana siguiente la escuchamos en el huerto. —Hace mucho tiempo, cuando Judy Pineau era joven, estaba empleada en casade la señora Frewen, con la primera esposa del anciano Frewen. La señora Frewen había sido maestra de escuela y era muy particular en cuanto se refería a cuidar el lenguaje de la gente que hablaba con ella y a la gramática que usaba esa gente. Un día muy caluroso le oyó decir a Judy Pineau que estaba «bañada en sudor». La señora Frewen se sintió muy molesta por la expresión y dijo: «Judy, no debieras decir eso. Debieras decir que estás bañada en transpiración. Los que sudan son los caballos, los cristianos transpiramos». Bueno, Judy prometió recordar la palabra «transpiración» porque le gustaba mucho la señora Frewen y estaba ansiosa por complacerla poco tiempo después Judy estaba limpiando la cocina y cuando la señora Frewen llegó, Judy levantó la cabeza y dijo muy orgullosa:
«¡Oh, señora Frewen!, ¿no hace mucho calor? Le aseguro que estoy bañada en "presbiteración"».

La niña de los cuentos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora