UNA REINA DE CORAZONES

51 6 0
                                    

Me desperté poco después de la salida del sol. El pálido sol de mayo arrojaba sus rayos a través de los pinos y una brisa fría movía los ramajes por todas partes. —Félix, despiértate —murmuré sacudiéndolo. —¿Qué sucede? —gruñó de mal humor.
—Es de día. Vamos a levantarnos para ir afuera. No puedo esperar un minuto más para ver los lugares de que nos ha hablado papá.
Salimos de la cama y nos vestimos sin despertar a Dan que roncaba aún
sonoramente, la boca bien abierta y la ropa de su cama tirada por el suelo, Buen trabajo me costó evitar que Félix resistiera a la tentación de embocar una bolita en aquella boca abierta. Le dije que con eso despertaría a Dan e insistiría en levantarse para acompañarnos, y que lo más lindo era ir los dos solos aquella primera vez. Todo estaba silencioso y quieto cuando bajamos la escalera. En la cocina oímos a alguien, presumiblemente el tío Alec encendiendo el fuego; pero el corazón de la casa no había comenzado a latir aquel día. Hicimos una pausa en el vestíbulo para contemplar el enorme reloj «abuelo». No
andaba pero tenía todo el aspecto de una vieja relación familiar para nosotros, con las pesas doradas en sus tres picos; la pequeña esfera y el indicador que señalaba los cambios de luna; y en la puerta de madera la «mismísima marca» que papá le había hecho cuando era chico al darle un puntapié en medio de una rabieta. Después abrimos la puerta del frente y salimos, sintiendo un rapto de emoción en el pecho. Venía una extraña brisa del sur a nuestro encuentro; las sombras de los abetos eran largas y bien recortadas; los cielos exquisitos de las mañanas a hora temprana, azules y sacudidos por el viento, estaban sobre nosotros; a lo lejos por el oeste, más allá del arroyo, había un enorme valle y una montaña color de púrpura, cubierta de pinos, hayas y arces. Detrás de la casa había una arboleda de pinos y abetos, un lugar umbroso, un lugar fresco donde los vientos encontraban placer en circular y donde había siempre un aroma resinoso de maderas frescas. En el extremo más alejado una espesa plantación de esbeltos abedules plateados y susurrantes álamos; más allá estaba la casa del tío Roger. Directamente delante de nosotros, cercado por una hilera de abetos, se encontraba
el famoso Huerto de los King cuya historia se entrelazaba con nuestros más lejanos recuerdos. Lo sabíamos todo en cuanto a él por las descripciones de papá y con la imaginación nos habíamos paseado muchísimas veces por aquel huerto. Por aquellos días ya habían transcurrido sesenta años desde su iniciación, cuando el abuelo King trajo a su joven desposada a la casa. Antes de la boda había cercado la gran pradera
del sur que se inclinaba hacia el sol; era el campo más fértil, el mejor de la región y vecinos le dijeron al joven Abraham King que levantaría muchas cosechas de
trigo en aquella pradera. Abraham King sonrió y, siendo hombre de pocas palabras, no respondió palabra alguna; pero en la mente se le pintó la visión de lo que sería
aquel prado en los años venideros y en aquella visión no hubo una alfombra del fruto
dorado y ondeante como podría presumirse, sino grandes y sombreadas avenidas de enormes árboles extendidos, con sus ramas cargadas de frutales que alegraban los ojos de los hijos y los nietos que aún no habían nacido.
Era una visión que no habría de concretarse rápidamente, pero el abuelo no tenía mayor apuro. No sembró todo su huerto de una vez porque quiso que creciera y se desarrollara junto a su propia vida, que estuviera vinculado a todas las alegrías y
bondades que cayeran sobre su hogar.
Así fue como a la mañana siguiente de la boda, apenas había traído a la joven esposa a la casa, los dos fueron juntos al prado del sur y plantaron allí sus «árboles de
la boda». Esos árboles ya no vivían, pero nuestro padre los había conocido de niño y cada primavera reverdecían en frutos tan delicadamente coloreados como el rostro de Elizabeth King en el momento en que cruzó el campo sur en la alborada de su vida y
de su amor.
Cada vez que les nacía un hijo a Abraham y Elizabeth, un árbol era plantado en el huerto para él.
Tuvieron catorce chicos en total y cada uno de ellos tuvo su «árbol de
nacimiento». Cada festividad importante de la familia se celebró de igual manera y cada visitante a quien se le dispensaba particular afecto, era invitado, después de pasar la primera noche bajo el techo de aquella casa, a plantar «su árbol» en el huerto.
De tal modo ocurrió que cada árbol de aquéllos era un verdadero monumento verde
que conmemoraba algún cariño, algún deleite o alguna alegría de los años idos. Y cada nieto también tenía su árbol allí, plantado por el abuelo cuando le llegaba la noticia del nacimiento. No era siempre un manzano, podía ser un ciruelo, un cerezo o
un peral. Pero el árbol era conocido en cada caso por el nombre de la persona por quién o para quién había sido plantado; y tanto Félix como yo conocíamos «el peral de la tía Felicity», «el cerezo de la tía Julia», «el manzano del tío Alec» y «el ciruelo del Reverendo Señor Scott», como si hubiésemos nacido y nos hubiéramos criado junto a ellos.
Y ahora habíamos llegado al huerto, estaba delante de nosotros, no teníamos más que abrir la pequeña puerta pintada con cal en el cerco para encontrarnos en sus
históricos dominios. Pero antes de abrir la portezuela miramos hacia la izquierda, a lo
largo del sendero cubierto de césped y bordeado de abetos que conducía a casa del tío
Roger; y a la entrada del sendero vimos a una muchacha de pie, con un gato gris a su lado. Levantó una mano y nos saludó cordialmente. Olvidados momentáneamente del
huerto, nos acercamos a ella, porque sabíamos que aquella criatura era la niña de los cuentos y en su gesto alegre y lleno de gracia había una seducción que no podía ser resistida.
Cuando estuvimos a su lado la contemplamos con tanto interés que nos olvidamos de ser tímidos. No, no era bonita. Era demasiado alta para sus catorce años, delgada y
erguida; en torno a su alargada cara blanca  muy larga tal vez y muy blanca, caían los rizos castaño obscuros, sujetos junto a cada oreja con rosetas de cinta de
tono escarlata. Su boca grande y curvada, era roja como una amapola y tenía ojos brillantes, almendrados, de color castaño. Pero no pensamos que fuera bonita.
Después habló y dijo:
—Buen día.
Nunca habíamos oído una voz como la de ella. Nunca en toda mi vida he vuelto a escuchar una voz semejante. No puedo describirla. Podría decir que poseía el don de
la claridad; podría decir que poseía la virtud de la dulzura; podría decir que poseía la facultad de vibrar a la distancia con el encanto de las campanas. Todo eso sería
verdad, pero no daría una idea real de su peculiar calidad, que hacía de la voz de la
niña de los cuentos lo que era.
Si las voces tuvieran color, su voz sería un arco iris. Hacía «vivir» las palabras que pronunciaba. Cualquier cosa que dijese se transformaba en una entidad viviente y
no quedaba en una mera declaración verbal. Félix y yo éramos demasiado jóvenes para comprender o analizar la impresión que nos hacía, pero instantáneamente
sentimos ante su saludo, que «era» un buen día, un día sorprendentemente bueno, la mejor mañana que se había iluminado en el más excelente de los mundos.
—Ustedes son Félix y Beverly —continuó la niña, estrechando nuestras manos
con un aire de franca camaradería que resultaba muy distinto a los gestos femeninos y
tímidos de Felicity y Cicely. Desde aquel instante fuimos tan buenos amigos como si
nos hubiésemos conocido por espacio de cien años.
—Estoy muy contenta de conocerlos. Me sentí tan mortificada por no haber
podido ir a recibirlos anoche, que me levanté temprano esta mañana porque estaba segura de que ustedes lo iban a hacer también. Pensé que les gustaría que les contara cómo son las cosas por aquí. Puedo contar las cosas mucho mejor que Felicity o que
Cicely. ¿Piensan ustedes que Felicity es «muy» linda?
—Es la chica más linda que he visto en mi vida —dije entusiasmado, recordando  que Felicity me había llamado buen mozo la noche anterior.
—Todos los muchachos piensan del mismo modo —dijo la niña de los cuentos no muy complacida a mi parecer—. Y supongo que lo es. Es una espléndida cocinera también, a pesar de que no tiene más que doce años. Yo no sé cocinar. Estoy tratando
de aprender pero no hago mayores progresos. La tía Olivia dice que no tengo bastante
perspicacia para saber cocinar, pero a mí me encantaría ser capaz de hacer los postres y los pasteles que Felicity sabe hacer. Por lo demás, Felicity es bastante estúpida. No es una maldad de mi parte decirlo, no es más que la verdad y pronto lo descubrirán ustedes. Yo la quiero mucho, pero «es» estúpida. Cicely es mucho más inteligente
que ella. Cicely es un encanto. También lo es el tío Alec; y la tía Janet es muy buena también.
—¿Cómo es la tía Olivia? —preguntó Félix.
—La tía Olivia es muy bonita. Es justamente como un pensamiento:
aterciopelada, púrpura y dorada.
Félix y yo «vimos» en algún rincón de nuestras cabezas una mujer como un pensamiento, aterciopelada, púrpura y dorada, tal cual la describía la niña de los
cuentos.
—¿Pero es buena? —pregunté, ya que ésa era la pregunta principal en cuanto a los «mayores». La apariencia significaba poco para nosotros.
—Es adorable. Pero tiene veintinueve años, como sabrán ustedes. Ya es ser
bastante vieja. No me molesta. La tía Janet dice que yo no tendría educación ninguna
si no fuese por ella. La tía Olivia sostiene que a los chicos hay que dejarlos «criarse», porque todo lo demás está ya predestinado para cada uno mucho antes del
nacimiento. Yo no entiendo nada de eso. ¿Y ustedes?
No, no entendíamos. Pero nuestra experiencia ya nos había enseñado que los mayores se pasan el tiempo diciendo cosas difíciles de entender.
—¿Cómo es el tío Roger? —Fue nuestra próxima pregunta.
—Bueno, a mí me gusta el tío Roger —dijo la niña de los cuentos meditativa—. Es grandote y alegre. Pero le gusta fastidiar a la gente. Uno le hace una pregunta seria y se obtiene de él una respuesta ridícula. Jamás se enoja ni se pone nervioso y eso ya
es bastante. Es un viejo solterón.
—¿No ha intentado casarse nunca? —preguntó Félix.
—No lo sé. La tía Olivia desea que lo haga porque está cansada de cuidar la casa para él y quiere irse a vivir con la tía Julia en California. Pero ella misma sostiene que
el tío jamás se casará porque anda en busca de una perfección y cuando la encuentre, será ella la que no quiera casarse con él.
En aquel momento ya estábamos sentados sobre las nudosas raíces de los abetos y
el gran gato gris se nos había acercado para que fuéramos buenos amigos. Era un animal majestuoso, con una pelambre gris plata hermosamente manchada con rayas
obscuras. Con semejante colorido, cualquier gato hubiese tenido los pies blancos o plateados; pero éste tenía cuatro garras y el hocico negro. Tal detalle le prestaba un
aire distinguido y lo señalaba como un gato diferente a todas las especies comunes o
no comunes. Parecía ser un felino con una tolerable buena opinión de sí mismo y su
respuesta a nuestras caricias aparecían teñidas de cierto tono de condescendencia.
—¿Éste no es Topsy, verdad? —pregunté.
Me di cuenta en seguida que era una pregunta tonta: Topsy, el gato del cual nos había hablado papá, había florecido treinta años atrás y sus siete vidas juntas
difícilmente podían haberlo mantenido hasta nuestra época.
—No, pero es el hijo del hijo del hijo del hijo del hijo del hijo del hijo de Topsy
—respondió gravemente la niña de los cuentos—. Su nombre es Paddy y es mi gato particular. Tenemos gatos para el granero, pero Paddy jamás se trata con ellos. Yo soy muy amiga de todos los gatos. ¡Son tan elegantes, tan cómodos, tan dignos! ¡Y es tan
fácil hacerlos felices! ¡Oh, me siento muy contenta de que ustedes hayan venido a vivir aquí! Nada pasa jamás por estos lados, salvo los días, de modo que tenemos que
«arreglárnoslas» para pasar el tiempo. Hasta ahora hemos andado escasos de muchachos… nada más que Dan y Peter para cuatro chicas.
—¿Cuatro chicas? ¡Ah, sí! Sara Ray. Felicity la mencionó. ¿Cómo es? ¿Dónde vive?
—Al pie de la colina. Se puede ver la casa desde el bosque de abetos. Sara es unachica espléndida. No tiene más que once años y la madre es terriblemente severa.
Jamás permite que Sara lea una simple historia. ¡Imagínense! Sara tiene una conciencia que siempre la está torturando porque piensa permanentemente que la
madre no puede aprobar que haga esto o aquello. Con eso se le estropean todos los momentos de diversión. El tío Roger dice que una madre que no le deja a uno hacer
nada y una conciencia que no le permite a uno gozar de nada, constituyen una
combinación espantosa y él no se siente sorprendido de que Sara sea pálida, delgada
y nerviosa. Pero aquí entre nosotros, yo creo que las cosas son así porque la madre no
le da bastante de comer. No es que sea mezquina, por cierto… es que piensa que no es saludable que los chicos coman mucho o cualquier cosa, sino que deben comer
poco y seleccionado. ¿No es una suerte no haber nacido en una clase de familia como
ésa?
—Yo creo que es una suerte que todos nosotros hayamos nacido en una misma familia —comentó Félix.
—¿No es cierto que sí? Muchas veces he pensado en eso. Y a menudo he
reflexionado lo terrible que sería que el abuelo King y la abuela no se hubieran casado el uno con el otro. No creo que en este momento pudiera estar vivo ninguno
de nosotros; o si alguno estaba vivo, seríamos en parte distintos y eso sería bastante malo ya. Cuando me pongo a meditar sobre estos problemas, no termino nunca de dar
gracias por el hecho de que el abuelo y la abuela King se hayan casado uno con otro, habiendo tanta gente por ahí con quien se podían haber casado.
Félix y yo nos estremecimos. Tuvimos la repentina sensación de haber escapado
de un gravísimo peligro… el peligro de haber nacido «otras personas». Pero fue la niña de los cuentos quien pudo hacernos valorizar lo horrible del caso y ¡qué terrible riesgo habíamos corrido años atrás, cuando todavía ni siquiera nuestros padres habían nacido!
—¿Quién vive allí? —pregunté señalando una casa a través de los campos.
—¡Oh, esa casa pertenece al Hombre Difícil! Su nombre es Jasper Dale, pero todo el mundo lo llama el Hombre Difícil. Aseguran que escribe poesías. Él llama a
su casa «Mojón de Oro». Yo sé por qué, porque he leído los poemas de Longfellow.
Jamás participa de la sociedad del lugar porque es muy tímido. Las muchachas se ríen
de él y no le gusta. Conozco una historia de él que alguna vez les contaré.
—¿Y quién vive en esa otra casa? —preguntó Félix, mirando hacia el valle del Oeste donde un pequeño techo gris se distinguía entre los árboles.
—Allá vive la vieja Peg Bowen. Es muy rara. Vive allí con un montón de
animales en el invierno y en el verano vagabundea por los campos mendigando su comida. Dicen que está loca. La gente mayor siempre la ha utilizado para asustar a los chicos y obligarlos a portarse bien bajo la amenaza de que Peg Bowen se apoderará de ellos. Yo no le tengo tanto miedo como antes, pero creo que no me gustaría que me atrapara. »Sara Ray le tiene un terror pánico. Peter Craig dice que es una bruja y quiere
apostar a que ella tiene la culpa cuando la leche no se resigna a ser manteca. Pero yo no creo eso. Las brujas son muy escasas hoy día. Puede que haya algunas por esos mundos, pero no me parece que pueda ser un sitio apropiado para ellas la Isla del Príncipe Eduardo. Hubo muchas en otros tiempos. Conozco algunas historias espléndidas de brujas que les contaré algún día. Les aseguro que son relatos que hacen congelar la sangre en las venas.
No tuvimos duda de eso. Si alguien podía congelarnos la sangre en las venas, tenía que ser esta niña con su maravillosa voz. Pero aquélla era una mañana de mayo y nuestra sangre juvenil, corría
alocadamente por las venas. Sugerimos que una visita al huerto sería más agradable.
—Muy bien. También conozco historias en torno a él —respondió la niña mientras avanzábamos ya por el sendero, seguidos por Paddy y su cola ondulante—. ¡Oh! ¿No están contentos de que estemos en primavera? La belleza del invierno consiste  en que uno aprecia más a la primavera. El gancho que aseguraba la puerta crujió bajo la mano de la niña de los cuentos y en el próximo instante nos encontramos en el Huerto de los King.

La niña de los cuentos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora