El viernes fue un día cómodo en la casa de los King. Todo el mundo estaba de buen humor. La niña de los cuentos brilló a través de varias historias que iban de los aparecidos y los duendes del este y su mitología, a través de los pastoriles días de la caballería, hasta las domésticas anécdotas de Carlisle y sus gentes trabajadoras. A su turno fue una princesa oriental detrás de su velo de seda, la novia que seguía a su novio hasta las guerras en Palestina disfrazada de paje, la dama galante que recobraba su collar de diamantes bailando una danza corintia con un bandido a la luz de la luna y la «muchacha de Buskirk» que se unió a los Hijos y las Hijas de la Temperancia «nada más que para ver qué era aquello». Y en cada personificación, la niña de los cuentos se transformaba a tal punto en el personaje deseado, que resultaba una verdadera sorpresa oírla después hablar y moverse como era ella todos los días. Cicely y Sara Ray encontraron un nuevo modelo de encaje «amoroso» en una
vieja revista y pasaron una tarde feliz aprendiéndolo y «hablando en secreto». En algunos momentos —y accidentalmente, puedo asegurarlo— escuché algunos de esos secretos. Supe que Sara Ray había abierto una manzana en nombre de Johnny Price…
—… y, Cicely, tan verdad como que estás viva, había ocho semillas en la manzana y tú sabes que ocho semillas significan «los dos se aman»…
… Mientras Cicely admitía que Willie Fraser había escrito en su pizarra para después mostrársela a ella:
«Si me quieres como te quiero, no hay arma que pueda partir nuestro amor en dos…».
—… pero, Sara Ray, «nunca» sueñes con confiarle esto a un alma viviente… Félix me dijo que había oído también a Sara preguntar a Cicely muy seria:
—¿Cicely cuántos años tendremos que tener para poder aceptar un novio? Pero Sara lo negó siempre, de modo que me siento inclinado a creer que Félix lo imaginó. Paddy se distinguió por haber cazado un ratón y habiéndose mostrado
intolerablemente consentido por eso… Sara Ray lo curó de su vanidad llamándolo: «querido gato amoroso» y besándolo entre las dos orejas. Después de eso, Paddy se alejó con la cola abatida. No le gustaba que lo llamaran «amoroso» y por cierto que aquel gato tenía un cierto sentido del humor. Pocos gatos lo tienen y, antes bien, la mayoría siente un apetito tan extraordinario por las alabanzas femeninas, que serían capaces de soportar cualquier cantidad de ellas y seguir viviendo, Paddy tenía mejor gusto. La niña de los cuentos y yo éramos los únicos que sabíamos hacerle cumplimientos a su paladar: la niña de los cuentos le golpeaba en la cabeza diciendo:
«Bendito sea tu gran corazón, Paddy, eres un tunante de muy buena calidad», Y Pat
ronroneaba de satisfacción. Yo acostumbraba a tomar un mechón de pelo del lomo, lo sacudía suavemente y le decía:
«Pat, tú has olvidado más cosas que las que puede saber un hombre» y aseguro que Pat se lamía las parras deleitado. Pero ser llamado «gato amoroso». ¡Oh, Sara,
Sara!
Felicity procuró hacer —¡y tuvo mucha suerte!— una nueva y complicada receta de pastel, un nuevo compuesto de ciruelas y otras cosas como para hacer la boca agua. El número de huevos que usó hubiera hecho estremecer el alma de la tía Janet, pero aquel pastel, como la belleza, tenía la excusa en su misma esencia. El tío Roger comió tres pedazos a la hora del té y dijo a Felicity que era una artista.
La intención del pobre hombre fue la de tener un cumplido con la sobrina pero Felicity, que sabía que el tío Blair era un artista y tenía una mala opinión «de esa
clase de gente», lo miró indignada y le replicó que por cierto no lo era.
—Peter dice que hay una gran cantidad de frambuesas en el claro de los arces — dijo Dan—. ¿Qué les parece ir después del té y arrancar algunas?
—Me encantaría —dijo Felicity—, pero regresaríamos cansados a casa y tenemos que ordeñar. Será mejor que los muchachos vayan solos.
—Peter y yo atenderemos al tambo por hoy —dijo el tío Roger—. Ustedes
pueden ir todos. Se me ocurre que un pastel de frambuesas para mañana a la hora de la cena cuando la gente mayor llegue de viaje, sería de lo más apropiado.
De acuerdo con lo dicho, después del té salimos armados con tazas y jarras.
Felicity criatura reflexiva, también llevó consigo una canasta con tortillas con jalea.
Teníamos que ir hacia atrás a través del bosquecillo de arces hasta llegar al extremo
de la granja del tío Roger, un hermoso camino que cruzaba un mundo verde, de ramas susurrantes y de helechos aromáticos, salpicados con espacios iluminados directamente por el sol.
Las frambuesas eran abundantes de manera que no tardarnos mucho en tener nuestros recipientes llenos.
Después nos reunimos cerca de la fuente, bajo la sombra fresca y diáfana de los arces, para comer las tortitas con jalea. La niña de los cuentos nos relató la historia de
una fuente encantada en el pequeño valle de una montaña, donde moraba una hermosa dama blanca que brindaba con todos los viandantes en una copa de oro
recamada de brillantes.
—Y si se bebía de la copa con ella —prosiguió la niña de los cuentos, con sus ojos relampagueando a través de la nube de esmeralda que nos rodeaba—, no se era
visto ya por nunca jamás en la tierra. Se era transportado al país de las hadas y se vivía allí eternamente. Y lo curioso es que jamás se deseaba regresar de aquel
maravilloso país, porque al beber de la copa mágica se perdía la memoria de toda la
vida pasada, excepto para un día en el año en que se le permitía a uno recordarlo todo.
—Me gustaría que hubiese un país de las hadas… y una manera de llegar a él — dijo Cicely.
—Yo creo que un lugar así existe… a pesar del tío Edward —dijo soñadora la niña de los cuentos— y creo que hay también un camino para llegar, sólo que es muy difícil de encontrar.
Yo creo que la niña de los cuentos tenía razón. Existe un hipar como el país de las hadas… pero sólo los niños pueden encontrar el camino, y ellos no saben que se traía del país de las hadas hasta que han crecido tanto que se olvidan del sendero que hasta
él lleva. Hay un día amargo en que se lo busca entonces y no se lo puede hallar. Ésa
es la tragedia de la vida. Ese día se cierra la gran puerta del Edén y allí termina la edad de oro. Desde ese día se vive a la luz vulgar de la vida común. Sólo unos pocos,
aquellos que permanecen niños en lo más íntimo del corazón, están en condiciones de poder reencontrar el camino ideal y ésos son los seres benditos sobre todos los
mortales. Ellos y solamente ellos son los que pueden traer noticias del país querido donde una vez todos habitamos y de donde hemos sido exilados. El mundo llama a esa gente: cantores, poetas, artistas y narradores de cuentos. Pero no son más que
gente que no ha olvidado el camino hacia el país de tas hadas.
Mientras estábamos sentados allí pasó el Hombre Difícil, con la escopeta sobre el
hombro y el perro a su lado. No tenía el aspecto de hombre difícil, allá en el corazón del bosquecillo de arces. Daba pasos muy largos y llevaba la cabeza muy erguida — aquel hombre tímido—, con el aire de quien se siente monarca del espectáculo que
abarca su vista.
La niña de los cuentos besó sus dedos en dirección a él con la deliciosa audacia
que formaba parte de ella. Y el Hombre Difícil se quitó el sombrero y le dedicó una rígida aunque graciosa inclinación.
—No entiendo por qué le llaman el Hombre Difícil —dijo Cicely cuando estuvo a cierta distancia.
—Lo entenderías si lo hubieses visto alguna vez en una fiesta o en un simple picnic —dijo Felicity—. Tratando de pasar platos y dejándolos caer al suelo cada vez
que una mujer lo mira. Dicen que resulta lamentable mirarlo.
—Tendré que trabar buenas relaciones con ese hombre para el verano que viene
—dijo la niña de los cuentos—. Si espero un poco más ya va a ser tarde. Estoy creciendo tan rápidamente que la tía Olivia dice que el verano que viene tendré que usar la pollera hasta los tobillos. Si empiezo a tener aspecto de gente grande se va a
asustar de mí y en esa forma nunca podré conocer el misterio del Mojón de Oro.
—¿Crees que alguna vez te dirá quién es Alice? —le pregunté.
—Tengo una leve idea ya de quién es Alice —dijo la misteriosa criatura.
Pero no nos iba a decir nada más.
Cuando las tortitas con jalea hubieron desaparecido ya era hora de levantarnos y
emprender el regreso, porque si las sombras caen hay muchos sitios más cómodos que un rústico bosquecito de arces y las proximidades de una fuente presumiblemente
encantada.
Cuando llegamos al pie del huerto y penetramos por un agujero abierto en
el cerco, ya estábamos viviendo la hora mágica, el tiempo místico de las «entre luces». Lejos por el oeste había un brillo de narciso suspendido sobre el valle de
perdidas puestas de sol y el enorme mimbrero del abuelo King se levantaba contra él como una redonda montaña de follaje. En el este, por encima del bosque de arces, se había tendido un velo plateado que sugería el nacimiento de la luna.
Pero el huerto era un lugar de sombras y misteriosos sonidos.
A mitad de camino, en un claro, nos encontramos con Peter y si alguna vez un muchacho estuvo entregado al terror, ese
muchacho era Peter.
Su rostro estaba tan pálido como podía estarlo una cara curtida por el sol. Sus ojos traían la expresión del pánico.
—Peter, ¿qué sucede? —preguntó Cicely.
—Hay algo en la casa… algo que hace sonar… una campana —explicó Peter con voz estremecida.
Ni siquiera la niña de los cuentos podría haber asumido aquel tono de terror al mencionar el «algo». Nos apretamos unos contra otros. Sentí una corriente fría por la
espalda que jamás había sentido. Si Peter no hubiese estado tan manifiestamente
aterrorizado habríamos pensado que estaba tratando de hacernos una broma. Pero aquel temor que mostraba no podía ser artificial.
—¡Tonterías! —dijo Felicity, pero su voz se quebró—. No hay una campana dentro de la casa. Debes habértelo imaginado, Peter. O si no, es que el tío Roger está
tratando de hacernos pasar por tontos.
—Tu tío Roger se fue a Markdale en seguida que terminamos de ordeñar —dijo Peter—. Cerró la casa y me dio la llave. No quedó un alma en ella, de eso estoy seguro. Llevé las vacas al campo y regresé hace unos quince minutos. Me senté en los
escalones del frente por un momento y de pronto oí ocho campanadas dentro de la casa. Les aseguro que me dio miedo. Salí corriendo en dirección al huerto… y no me van a ver cerca de la casa hasta que regrese el tío Roger.
¡No iban a ver a ninguno de nosotros! Estábamos casi tan asustados como Peter.
Allí permanecimos, en un apretado grupo desmoralizado. ¡Oh, qué lugar imponente era el huerto! ¡Qué sombras! ¡Qué ruidos! ¡Qué murciélagos más veloces y «fantasmagóricos»! ¡Uno no podía mirar hacia todos lados al mismo tiempo y sólo
Dios sabía qué era lo que había detrás de uno!
—No puede haber nadie en la casa —dijo Felicity.
—Bueno, aquí tienes la llave… ve y cerciórate por ti misma —contestó Peter.
Felicity no tenía la menor intención de ir y mirar nada.
—Yo creo que deberían ir ustedes los muchachos —dijo escudándose detrás de las prerrogativas de su sexo—. Tendrían que ser más valientes que las niñas.
—Pero no lo somos —replicó cándidamente Félix—. No tendrías miedo si se tratara de algo «real». Pero una casa encantada es algo distinto.
—Yo siempre creí que para que una casa quedara encantada era preciso que primero ocurriera algo —dijo Cicely—. Algún asesinado o algo por el estilo. Nada de eso ha ocurrido nunca nuestra familia. Los King siempre han sido gente respetable.
—Tal vez sea el fantasma de Emily King —murmuró Félix.
—Nunca apareció en ninguna parte más que en el huerto —observó la niña de los cuentos—. ¡Oh, chicos! ¿No hay algo detrás del árbol del tío Alec?
Espiamos llenos de miedo a través de los árboles. ¡Allí había algo! ¡Algo que ondeaba, se movía, avanzaba, retrocedía!
—Ése es mi delantal —dijo Felicity—. Lo colgué hoy cuando andaba buscando el nido de la gallina blanca. ¡Oh! ¿Qué haremos? Tío Roger puede tardar horas. No
puedo creer que haya nada en la casa.
—Tal vez no sea más que Peg Bowen —sugirió Dan.
No había mayor dosis de agrado en aquella idea. Casi teníamos tanto miedo de Peg Bowen como de cualquier visitante espectral.
Peter se burló de aquella explicación.
—Peg Bowen no estaba en la casa antes que tu tío Roger cerrara, ¿cómo podría haber entrado después? No, no es Peg Bowen. Es «algo» que «camina».
—Conozco una historia acerca de un fantasma —dijo la niña de los cuentos dejándose arrastrar por su pasión aún en aquellos momentos supremos—. Era un fantasma que en lugar de ojos tenía agujeros…
—¡No lo cuentes! —gritó Cicely histéricamente—. ¡No sigas! ¡No digas una sola palabra más! ¡No puedo soportarlo! ¡No, no!
La niña de los cuentos calló, pero ya había dicho bastante. Había algo en aquel fantasma con agujeros en lugar de ojos, que helaba nuestra sangre joven.
Nunca hubo en el mundo seis chicos más asustados que aquellos que estábamos acurrucados esa noche de agosto en el «Huerto de los King».
De pronto… algo… saltó desde la rama de un árbol y se plantó ante nosotros.
Nuestras voces formaron un coro de chillidos. Hubiéramos huido de haber habido un
lugar hacia donde huir. Pero no lo había… en torno no se veían más que arcadas sombrías. Después nos dimos cuenta avergonzados que se trataba de Paddy.
—Pat, Pat —dije recogiéndolo del suelo con un sentimiento de profundo alivio —. Quédate con nosotros, viejo amigo.
Pero Pat no quiso saber nada. Luchó hasta desasirse de mis brazos y desapareció por entre los pastos crecidos pisando silenciosamente. Ya no era nuestro gato
doméstico, nuestro amigo Paddy. Era un animal furtivo, extraño… «una bestia al acecho».
Entonces apareció la luna, pero ésta sólo consiguió que las sombras fueran peores. Antes que llegara habíamos tenido sombras, pero ahora las sombras se movían y bailaban, mientras la brisa mecía las ramas de los árboles. La vieja casona, con su espantoso secreto se veía blanca y clara contra el fondo oscuro de los pinos.
Estábamos muy cansados pero no podíamos sentarnos porque el césped se humedecía
por momentos.
—El fantasma de la familia sólo aparece en las horas del día —comentó la niña
de los cuentos—. No me haría mayor impresión ver un fantasma durante el día, pero después que oscurece es otra cosa.
—No existe semejante cosa. No existen los fantasmas —dije en tono
despreciativo.
¡Oh, cómo deseaba creerlo!
—¿Entonces qué es lo que ha hecho sonar esa campana? —preguntó Peter—. Las campanas no suenan por sí solas, supongo, especialmente cuando no hay nadie en la casa que las haga sonar en alguna forma.
—¡Oh! ¿No vendrá nunca el tío Roger? —Sollozó Felicity—. Estoy segura de que se va a reír de nosotros, pero es mejor que se rían de uno y no sentir este miedo.
El tío Roger no llegó hasta las diez de la noche. Nunca fue nadie mejor recibido que el ruido de las ruedas de su coche en el camino. Corrimos hasta la puerta del huerto y luego a través del jardín, en el momento en que tío Roger llegaba al frente de
la casa. Se nos quedó mirando asombrado.
—¡Felicity! ¿Has vuelto a atormentar a alguien para que coma más fresas de las malas?
—¡Oh, tío Roger, no entres! —imploró Felicity seriamente—. Hay algo horrible ahí dentro… algo que hace sonar una campana. Peter lo oyó. No entres.
—Supongo que es inútil preguntar el motivo de todo esto —dijo el tío Roger con la calma que a veces da la desesperación—. Ya he abandonado la idea de entenderlos,
jovencitos. Peter, ¿dónde está la llave? ¿Qué leyenda les has estado contando?
—Yo «oí» sonar una campana —declaró Peter obstinado.
El tío Roger abrió la puerta y la empujó. En el momento en que hizo eso, llegaron hasta nuestros oídos, claros y dulces, los sonidos de una campana. Diez veces se repitieron los sonidos.
—¡Eso es lo que yo oí! —gritó Peter—. ¡Ahí tienen las campanadas!
Tuvimos que esperar a que el tío Roger dejara de reír, para oír las explicaciones y creímos que nunca terminaría.
—Ése es el viejo reloj del abuelo King que está dando la hora —dijo por fin cuando pudo hablar—. Sammy Prott vino después del té, cuando tú fuiste a la herrería, Peter, y yo le di permiso para que limpiara ese carillón. Lo arregló en seguida. Y ahora ese respetable anciano ha venido a darles a ustedes el susto más grande de su vida.
Oímos que el tío Roger se iba riendo en dirección al granero.
—El tío Roger podrá reírse —dijo Cicely con un extraño acento en su voz—, pero no es cosa de risa el susto que nos dimos. Me siento enferma y ha sido este miedo espantoso que sufrí.
—A mí no me importaría que se riera una vez y nada más —comentó
amargamente Felicity—. Pero se va a estar riendo de nosotros durante todo el año y le va a contar el episodio a todas las personas que acierten a pasar por la casa.
—No puedes echárselo en cara —dijo la niña de los cuentos—. Yo también lo
voy a contar. No me importa que la situación ridícula recaiga sobre mí o no. Una historia es una historia y no importa quiénes sean los personajes. Pero es odioso que se rían de uno… y las personas mayores siempre lo hacen. Nunca lo haré cuando sea persona mayor. Me voy a acordar muy bien.
—La culpa es de Peter —dijo Felicity—. Yo creo que pudo haber tenido mejor sentido común para no confundir un reloj que da la hora con campanillas de fantasmas.
—Yo nunca había oído esos campanazos hasta ahora —protestó Peter—. No suenan en absoluto como los de otros relojes y, además, la puerta estaba cerrada y el sonido llegaba como de lejos. Es muy lindo que digas que tú te hubieras dado cuenta en seguida, pero no lo creo.
—Yo no las hubiera reconocido —confesó la niña de los cuentos honestamente—. Yo pensé que era una campana fantasma cuando lo oí y aún con la puerta abierta. Seamos justos, Felicity.
—Me siento terriblemente cansada —suspiró Cicely. Todos nos sentíamos «terriblemente cansados», porque era la tercera noche que
nos acostábamos tarde y los nervios estaban excitados también. Pero habían transcurrido dos horas desde que habíamos comido las tortitas y Felicity sugirió que un plato de frambuesas con crema no sería mucha molestia para tomar. No lo fue para ninguno excepto para Cicely, que no pudo tragar un solo bocado.
—Me alegro de que papa y mama regresen mañana a la noche. El día resulta demasiado excitante cuando no están. Ésa es mi opinión.
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La niña de los cuentos.
Ficção AdolescenteLa niña de los cuentos narra las aventuras de un grupo de jóvenes primos y sus amigos que viven en una comunidad rural en la Isla del Príncipe Eduardo, Canadá. El libro está narrado por Beverly, quien junto con su hermano Félix, ha ido a vivir a la...