UNA TRAGEDIA DE LA NIÑEZ

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La niña de los cuentos fue a Charlottetown a pasar una semana en junio, para visitar a la tía Louisa. La vida pareció descolorida con su ausencia y aun la misma Felicity admitió que nos sentíamos solitarios. Pero tres días después de la partida, Félix nos dijo algo cuando regresábamos de la escuela que significó un condimento para nuestra chata existencia de aquellos momentos.
—¿Qué piensan ustedes? —dijo con tono solemne pero excitado—. Jerry Cowan me dijo en el recreo esta tarde que él ha visto un retrato de Dios… que lo tiene en su casa en un viejo libro con la historia del mundo, de tapas rojas y que lo mira muy a menudo.
¡Pensar que Jerry Cowan podía ver ese retrato a menudo! Nos quedamos tan profundamente impresionados como había calculado Félix que nos quedaríamos.
—¿No te dijo cómo era? —preguntó Peter.
—No… sólo dijo que era el retrato de Dios, que estaba caminando por el jardín del Edén.
—¡Oh! —murmuró Felicity… Todos hablábamos en voz baja cuando se trataba ese tema porque por instinto o por educación, pensábamos o nombrábamos el Gran Nombre con reverencia pese a nuestra devorante curiosidad.
—¿Jerry Cowan no querría llevarlo a la escuela para que lo viéramos?
—Terminó Felicity.
—Se lo pedí tan pronto como me lo dijo —replicó Félix—. Dijo que tal vez
podría pero que no podía prometerme nada, porque primero tenía que pedirle permiso a su mamá para traer el libro a la escuela. Si lo deja, lo llevará mañana.
—¡Oh! Yo creo que voy a sentir temor de mirarlo —declaró Sara Ray trémula. Creo que todos participábamos de su temor hasta cierto punto. No obstante, al día
siguiente fuimos a la escuela consumidos de curiosidad. Pero fuimos decepcionados. Probablemente, la noche habría traído prudencia a Jerry Cowan, o tal vez su madre se la había inspirado. De todos modos, nos anunció que no podía traer el libro a la escuela, pero que si queríamos comprar el retrato secretamente, lo arrancaría del libro y lo vendería por cincuenta céntimos. Esa tarde discutimos el asunto en un serio cónclave celebrado en el huerto. Todos estábamos más o menos cortos de fondos, ya que nuestras finanzas tendían a engrosar el fondo para la biblioteca. Pero el consenso general de opiniones fue que debíamos obtener el retrato, sin que importara cualquier sacrificio pecuniario. Si cada uno de nosotros podía poner siete céntimos alcanzaríamos la cifra deseada. Peter no podía entregar más que cuatro céntimos, pero Dan dio once y con eso equilibró las cuentas.
—Cincuenta céntimos es un precio bastante caro para cualquier otro retrato, pero por cierto que esto es diferente —comentó Dan.
—Y también trae un retrato del Edén, ya lo han oído —añadió Felicity.
—¿No les parece raro que haya quien pueda vender retratos de Dios? —dijo
Cicely en tono de reproche.
—Nadie más que un Cowan podría hacerlo, eso es evidente —contestó Dan.
—Cuando lo tengamos en nuestro poder, lo guardaremos entre las hojas de la Biblia —propuso Felicity—. Creo que es el lugar más adecuado.
—¡Oh! Me gustaría saber cómo es —susurró Cicely.
Todos nos preguntábamos lo mismo. Al día siguiente, en la escuela, aceptamos
las condiciones de Jerry Cowan y Jerry prometió traer a casa del tío Alec su mercadería a la tarde siguiente.
El sábado por la mañana todos estuvimos exaltadísimos. Para desconsuelo nuestro
comenzó a llover inmediatamente después de la hora del almuerzo.
—¿Qué hacemos si Jerry no trae el retrato hoy a causa de la lluvia? —sugerí.
—No tengas miedo —replicó decidida Felicity—. Un Cowan es capaz de
atravesar cualquier cosa por cincuenta céntimos.
En cuanto terminamos de almorzar todos, sin habernos puesto de acuerdo, nos lavamos la cara y nos peinamos convenientemente. Las chicas se pusieron sus
segundos mejores vestidos y nosotros los chicos nos pusimos los cuellos blancos.
Experimentábamos la inconfesada sensación de que debíamos tal honor al retrato.
Felicity y Dan comenzaron a disputar acerca de algo, pero se detuvieron bruscamente
cuando Cicely les amonestó severamente:
—¿Cómo se atreven a discutir hoy que van a ver un retrato de Dios?
A causa de la lluvia no pudimos reunimos en el huerto, donde habíamos quedado en concretar el negocio con Jerry. No queríamos tener cerca a nuestros mayores en
aquellos solemnes momentos, de modo que nos trasladamos al altillo del granero, desde cuya ventana podríamos divisar el camino principal y hacer señas a Jerry Cowan.
Sara Ray se unió a nosotros, muy pálida y nerviosa, habiendo tenido, al parecer,
una diferencia de opinión con su madre en cuanto a aquello de subir la colina en la lluvia.
—Me temo que sea un error haber venido contra los deseos de mamá —declaró
en tono miserable—, pero no podía esperar. Quería ver el retrato al mismo tiempo que todos ustedes.
Esperamos observando desde la ventana. El valle estaba lleno de niebla y la lluvia caía como en hileras sobre la copa de los abetos. Pero mientras esperamos las nubes
terminaron por abrirse y el sol apareció radiante; las gotas que caían de las ramas brillaban como diamantes.
—No puedo creer que Jerry venga —dijo desesperada Cicely—. Supongo que su
madre habrá pensado que después de todo es terrible que venda ese retrato.
—¡Allá viene! —gritó en ese momento Dan agitando la mano desde la ventana.
—Trae una canasta de pescador —añadió Felicity—. ¡No puedo creer que traiga un objeto semejante en una canasta de pescador!
Jerry lo traía en una canasta de pescador, según pareció cuando subió la escalera del granero pocos minutos después. Venía envuelto en un papel de diario
encima de un montón de arenques secos con los que estaba llena la canasta. Le pagamos su dinero, pero no debíamos abrir el paquete hasta que él se hubiese ido.
—Cicely —dijo entonces Felicity en un tono apenas audible—. Tú eres la mejor de todos nosotros. Abre tú ese papel.
—¡Oh! No soy ni más ni menos buena que los demás —suspiró Cicely—, pero lo abriré si gustas.
Con dedos temblorosos Cicely abrió el paquete. Todos la rodeamos conteniendo la respiración. La buena prima lo desenvolvió y sostuvo el retrato en alto. Lo vimos. De pronto Sara se puso a llorar.
—¡Oh, oh, oh! ¿Dios es así? —gimió.
Félix y yo no hablamos. El desengaño y aún algo peor, selló nuestros labios. Dios era como aparecía allí, como aquel anciano severo, con el ceño fruncido de quien está enojado, con la larga cabellera enmarañada y la barba hirsuta.
—Supongo que debe ser Él, ya que éste es su retrato —comentó Dan
miserablemente.
—Parece muy enojado —dijo simplemente Peter.
—¡Oh, hubiera preferido no verlo nunca! —Sollozó Cicely.
Todos deseábamos lo mismo, pero demasiado tarde. Nuestra curiosidad nos había conducido al sancta sanctorum que no debía ser profanado por ojos humanos y aquél
era nuestro castigo.
—Siempre tuve la sensación —lloró Sara—, que no estaba bien comprarlo ni mirarlo… quiero decir… el retrato de Dios.
Mientras permanecíamos allí, doloridos y atormentados, oímos una serie de ligeros pasos y una voz bendita que nos llamaba:
—¿Dónde están, chicos?
¡La niña de los cuentos había regresado! En cualquier otro momento hubiéramos corrido a su encuentro alegremente. Pero entonces nos sentíamos demasiado contritos y abatidos.
—¿Qué es lo que les sucedes a ustedes? —demandó la niña de los cuentos apareciendo en la parte alta de la escalera—. ¿Por qué está llorando Sara? ¿Qué es lo
que tienen ahí?
—Un retrato de Dios —dijo Cicely con un sollozo—, y es tan horrible y tan… terrible. ¡Míralo!
La niña de los cuentos miró y una expresión de fastidio se pintó en su rostro.
—¡No creerán ustedes que Dios es así! —dijo impaciente mientras los ojos le relampagueaban—. No es así… No puede ser así. Es maravilloso y hermoso. Ustedes
me sorprenden. Eso no es más que el retrato de un viejo enojado.
La esperanza nació en nuestros corazones aunque no nos sentíamos totalmente convencidos.
—Yo no sé a qué atenerme —dijo Dan en tono de duda—. Aquí dice debajo del retrato: «Dios en el jardín del Edén». Está «impreso».
—Bueno, supongo que así se imaginará a Dios el hombre que lo pintó —
respondió con aire descuidado la niña de los cuentos—. Pero él no puede conocerlo a
Dios más que tú. Él no lo ha visto nunca.
—Está muy bien que digas eso —anotó Felicity—, pero tú tampoco lo sabes. Me gustaría poder creer que Dios no es así pero no sé qué creer.
—Bueno, si no me crees, supongo que podrás preguntarle al ministro —respondió la niña de los cuentos—. Ve y pregúntale, está en la casa en este mismo momento. Vino con nosotros en el coche.
En cualquier otra ocasión no nos hubiéramos atrevido a abordar al ministro para nada, pero los casos desesperados reclaman medidas desesperadas. Sorteamos,
mediante pajitas de distinta longitud, quién iría a preguntarle y la suerte señaló a Félix.
—Será mejor que esperes a que el señor Marwood salga y le preguntas en el
sendero —aconsejó la niña de los cuentos—. Te encontrarías con un montón de gente grande en la casa.
Félix recogió el consejo. Al rato apareció el señor Marwood caminando
plácidamente por el sendero y fue atajado por un muchachito gordo, de rostro pálido pero de mirada resuelta.
El resto del grupo permaneció a distancia, pero pudimos oír lo que decían:
—Bueno. Félix, ¿qué es lo que ocurre? —preguntó amablemente el ministro.
—Por favor, señor, ¿es Dios como aparece en este retrato? —dijo Félix
sosteniendo de frente el pedazo de papel—. Tenemos la esperanza de que no sea realmente así… pero queremos saber la verdad y por eso he venido a molestarlo a
usted.
El señor Marwood observó el retrato. Una expresión severa apareció en sus
bondadosos ojos azules y frunció el ceño en la medida en que él podía hacerlo.
—¿Dónde has encontrado «eso»?
¡«Eso»! Comenzamos a respirar más aliviados.
—Se lo compramos a Jerry Cowan y él lo encontró en un libro de tapas rojas que tiene la historia del mundo. Ahí dice que es Dios —
informó Félix.
—¡Nada de eso! —respondió indignado el señor Marwood—. No existe ningún retrato de Dios, Félix. Ningún ser humano sabe qué apariencia tiene…, ningún ser humano puede saberlo. Ni siquiera debemos tratar de pensar cómo es Dios. Pero tú, Félix, puedes tener la seguridad de que Dios es infinitamente más hermoso y amable
y más tierno y más bondadoso que cualquier fisonomía que podamos imaginar.
Nunca creas otra cosa, muchacho. Y en cuanto a esto…, esto es un sacrilegio…, tómalo y quémalo.
Nosotros no sabíamos qué quería decir sacrilegio, pero sí entendimos perfectamente que el señor Marwood había declarado que aquel retrato no era el de
Dios. Era bastante para nosotros. Sentimos como si nos quitaran un terrible peso de encima.
—No sabía si creer o no a la niña de los cuentos, pero por cierto que el ministro sabe —dijo Felicity lúgubremente.
Habíamos perdido algo de un valor infinitamente mayor que los cincuenta
céntimos, aunque no nos dábamos cuenta exactamente qué era. Las palabras del ministro nos habían quitado de la mente la amarga creencia de que Dios podía ser como aquella desagradable imagen; pero habíamos recibido un daño mucho más
profundo y sutil que ya no sería posible reparar. El daño ya era una cosa irremediable.
Desde aquel día, el recuerdo o la mención de Dios nos trae a la memoria la involuntaria visión de un viejo severo y enojado. Ése era el precio que íbamos a pagar por ceder a una curiosidad que cada uno de nosotros llevábamos en lo más hondo del
corazón.
—El señor Marwood me dijo que lo quemara —dijo Félix.
—Parecería una irreverencia hacer eso —dijo Cicely—. Aunque no sea el retrato de Dios, lleva el nombre de Él impreso.
—Quémalo —declaró la niña de los cuentos.
Lo quemamos después del té en el fondo del bosque de abetos. Luego nos reunimos en el huerto. ¡Era tan agradable tener con nosotros nuevamente a la niña de los cuentos! Se había adornado el pelo con campanillas de Canterbury y parecía la
reencarnación de la rima, la prosa y los sueños.
—Campanilla de Canterbury es un hermoso nombre para una flor, ¿no es cierto?
—dijo—. Le hace a uno pensar en catedrales y campanarios, ¿no es así? Vayamos al Sendero del tío Stephen y sentémonos sobre las raíces del viejo tronco. Está demasiado húmedo sobre el pasto y yo sé una historia… una historia verídica, acerca
de una dama anciana que conocí en casa de la tía Louisa. Una anciana adorable, con el pelo completamente blanco.
Después de la lluvia el aire parecía saturado de aromas y era empujado por la brisa cálida del oeste: el olor de los pinos, de la menta, el aroma silvestre de los helechos y la esencia de las hierbas que se vaporizaba bajo los rayos del sol. A todo esto, se agregaba la dulzura que emanaban los pastos de las altas praderas.
Esparcidas entre el césped del Sendero del tío Stephen, florecían pálidas flores casi aéreas cuyos nombres no conocíamos ni teníamos posibilidad de saber. Nadie parecía saber nada de ellas. Allí habían estado cuando el bisabuelo King compró el
lugar. Yo no las había visto en ninguna otra parte ni las conocía por ninguna descripción de los libros de botánica. Las llamábamos «las Damas Blancas» y por cierto, las había bautizado así la niña de los cuentos. La prima sostenía que aquellas flores le hacían pensar en el alma de las mujeres buenas que han tenido mucho que
sufrir y que han sido muy pacientes. Eran maravillosamente elegantes, con un
perfume débil y extraño que sólo se percibía a escasa distancia de ellas y que, por lo demás, se desvanecía en cuanto uno se inclinaba sobre sus pétalos. Morían en cuanto se las arrancaba y a pesar de que algunos extraños a la familia, grandes admiradores
de aquellas flores quisieron hacer trasplantes de ellas, no lo consiguieron porque las
Damas Blancas sólo florecían en aquel terreno.
—Mi historia se refiere a la señora de Dunbar y al Capitán del Fanny —dijo la niña de los cuentos, sentándose cómodamente y apoyando su castaña cabeza contra un tronco—. La historia es triste, hermosa… y verídica. Me encanta contar historias
que realmente han sucedido. La señora Dunbar vive en la casa contigua a la de tía
Louisa en la ciudad. ¡Es tan dulce! No parecería al mirarla que esa señora pueda haber tenido una tragedia en su vida, pero así es. La tía Louisa me la contó. Todo sucedió hace mucho, mucho tiempo. Me parece que todas las cosas interesantes como
la que voy a contar, siempre han sucedido muy a lo lejos en el tiempo. Nunca suceden
en nuestros días. Esto pasó en el año cuarenta y nueve, cuando la gente se iba ansiosamente a California a buscar oro. Dice la tía Louisa que aquello fue como una
fiebre.
»La gente adquirió esa fiebre. Y la adquirió gente de esta misma Isla también. Un número de jóvenes decidió que irían a California.
»En nuestros días es fácil ir a California, pero entonces era un proyecto mucho más difícil de realizar. No había trenes que cruzaban el país como ahora y si uno
quería ir a California, no había más remedio que viajar en un barco a vela en torno al Cabo de Horn. Era un viaje largo y peligroso y algunas veces llevaba hasta seis
meses. Cuando se llegaba allí, no había forma de enviar noticias a casa salvo por el mismo camino. De modo que podía pasar casi un año antes de que en la casa de uno supieran de la suerte que se había corrido. ¡Imaginen ustedes los sentimientos de los
que se quedaban!
»Pero esos jóvenes no pensaban en esas cosas, porque estaban deslumbrados por
una visión de oro. Hicieron todos sus preparativos y contrataron el bergantín Fanny para que los llevara a California.
»El Capitán del Fanny es el héroe de mi historia. Su nombre era Alan Dunbar y era joven y buen mozo.
»Ustedes saben que los héroes siempre suelen serlo, pero la tía Louisa sostiene que éste lo era realmente. Y además, el capitán Dunbar estaba enamorado…
salvajemente enamorado… de Margaret Grant. Margaret era hermosa como un sueño, con suaves ojos azules y el pelo de oro como una nube sobre la cabeza.
»Margaret Grant amaba a Alan Dunbar tanto como él a ella. Pero sus padres se oponían a su vinculación con el joven y hasta habían prohibido a Margaret que lo viera o que le hablara. Los padres de Margaret no tenían nada contra Alan Dunbar «como hombre», pero no querían que su hija se echara en los brazos de un marino.
»Bueno, pues cuando Alan Dunbar supo que debía hacerse a la vela en dirección a California en el Fanny, se desesperó. Sabía que no podría irse tan lejos por tanto
tiempo y dejar a su Margaret detrás. Y Margaret sintió que no podía dejarlo ir. Yo se
«exactamente» cómo se sintió ella.
—¿Cómo puedes saberlo? —interrumpió Peter repentinamente—. No tienes edad suficiente como para tener un enamorado. ¿Cómo puedes saberlo?
La niña de los cuentos miró a Peter frunciendo el ceño, porque no le gustaba que la interrumpieran cuando contaba una historia.
—Ésas no son cosas que uno puede «saber» —respondió con dignidad—. Uno las «siente» y eso es todo.
Peter, avergonzado aunque no convencido, se sometió y la niña de los cuentos prosiguió con su historia.
—Finalmente Margaret huyó con Alan y se casaron en Charlottetown. Alan se
proponía embarcar a su esposa en el Fanny con él para llevarla a California. Si aquél era un viaje tremendo para un hombre, tanto más debía serlo para una muchacha, pero Margaret estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por su Alan.
»Tuvieron tres días… solamente tres días… de felicidad. Después cayó sobre ellos el golpe. La tripulación y el pasaje del Fanny rehusaron permitir al Capitán
Dunbar que llevara a su esposa con él. Le dijeron que debía dejarla en tierra. En vano fueron sus ruegos. Dicen que estuvo sobre la cubierta del Fanny rogando a los
hombres con lágrimas en los ojos. Pero los otros no cedieron y no tuvo más remedio que dejar a Margaret en el puerto.
»¡Oh, qué despedida aquélla!
»Cuando todo hubo terminado, los padres de Margaret la perdonaron y la joven volvió a la casa paterna para esperar… para «esperar». ¡Oh, es tan terrible tener que
esperar y nada más que esperar! Margaret esperó casi un año. ¡Cuánto debe haberle parecido a ella! Hasta que por último llegó una carta… pero no era una carta de Alan.
Alan estaba muerto. Había muerto en California y lo habían enterrado allí.
»Mientras Margaret había estado pensando en él, deseando su presencia; mientras
Margaret rogaba tanto por él, él yacía solo en su tumba lejana.
Cicely se puso de pie bañada en lágrimas.
—¡Oh… no sigas… no sigas…! —imploró—. No puedo soportarlo un minuto más.
—Es que ya no hay más —dijo la niña de los cuentos—. Ése es el final de la historia… el final de todo para la pobre Margaret. Lo sucedido no la mató a ella, pero
mató su corazón.
—Me gustaría tener en mis manos a esos hombres que no le permitieron al  Capitán Dunbar llevar a bordo a su esposa —comentó salvajemente Peter.
—Bueno, fue «tremendamente» triste —dijo Felicity, secándose las lágrimas—. Pero todo eso sucedió hace mucho tiempo y no podemos hacer nada con llorar ahora. Vamos a la casa a comer alguna cosa. Hice algunas tartas pequeñas de ruibarbo esta mañana. Fuimos. A pesar de nuestras pesadumbres y de la tortura sentimental que habíamos soportado, teníamos apetito. ¡Y Felicity había hecho unas tartas de ruibarbo sublimes!

La niña de los cuentos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora