FRUTA PROHIBIDA

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Con excepción del tío Roger, todos los habitantes de la casa estábamos más o menos nerviosos al día siguiente. Tal vez los nervios estaban excitados por la aventura de la desaparición de Jimmy Patterson, pero también era probable que algo tuviera que ver la cena de la noche anterior. Ni siquiera los chicos pueden comer impunemente pastel de carne picada, jamón cocido y pastel de frutas antes de irse a la cama. La tía Janet se había olvidado de decirle a tío Roger que vigilara nuestras comidas y nosotros, con todo entusiasmo, habíamos devorado todo cuanto se nos vino en gana. Algunos de nosotros tuvimos sueños terribles y todos traíamos un severo malhumor a cuestas a la hora del desayuno. Felicity y Dan comenzaron un altercado que duró todo el día. Felicity tenía una natural aptitud para lo que nosotros llamábamos «mandonear» y en ausencia de su madre, suponía poseer todos los derechos al mando supremo. No pretendió imponer su autoridad sobre la niña de los cuentos y en cuanto a Félix y a mí nos trotaba con cierta deferencia; pero Cicely y Dan, lo mismo que Peter parecieron destinados a someterse de rodillas a sus decretos. En general lo consiguió, pero aquella mañana en particular Dan se sentía inclinado a la rebeldía. Yo había tenido tiempo para asimilar las cosas que Felicity le había dicho con motivo de la presumida desaparición de Jimmy Patterson y comenzó el día decidido a hacer que Felicity «soltara el mango de la sartén». No fue un día muy agradable y para hacer las cosas peores, llovió hasta que estuvo bien avanzada la tarde. La niña de los cuentos no se había recobrado de las mortificaciones del día anterior; hablaba poco y no sentía deseos de contar ninguna historia. Se sentó sobre el cofre azul de Rachel Ward y dio cuenta de su desayuno sin decir palabra, con el aire de una mártir. Cuando terminamos, lavó los platos y realizó el trabajo de los dormitorios envuelta en un hosco silencio. Después, con un libro bajo un brazo y Pat bajo el otro, se fue a sentar junto a la ventana del hall del piso alto y no cedió ante nuestros requerimientos. Se mantuvo quieta, moviendo los dedos sobre la cabeza de Paddy y leyendo con exasperante indiferencia en cuanto a los ruegos que se le hicieron. Aun Cicely, la serena y humilde niña, estaba fastidiada y se quejaba de dolor de cabeza, Peter se fue a ver a su madre y el tío Roger a Markdale por asuntos de negocios. Sara Ray llegó hasta la casa, pero fue tan mal recibida por Felicity que se volvió bañada en lágrimas. Felicity hizo el almuerzo ella sola, desdeñando el pedir u ordenar ayuda. Golpeó las cacerolas y las ollas hasta que Cicely protestó desde el sofá donde se hallaba. Dan se sentó en el suelo y comenzó a mondar una madera con el único objeto de ensuciar todo y hacer enojar a Felicity, noble ambición que se vio coronada por el más amplio éxito.
—Me gustaría que el tío Alec y la lía Janet estuvieran en casa —dijo Félix—. No es ni siquiera la mitad de divertido el tener a los mayores lejos como me había
supuesto.
—A mí me gustaría estar en Toronto —dije lúgubremente.
El pastel de carne
picada tenía la culpa de aquel «deseo».
—A mí me gustaría que estuvieras allí —respondió Felicity, arreglando el fuego
con gran estruendo.
—Todos los que vivan contigo, Felicity King, estarán siempre deseando vivir en
otra parte —declaró Dan.
—Yo no estaba hablando contigo. Dan King —replicó la hermana—. «Habla cuando te hablen, ven cuando te llamen».
—¡Oh, oh, oh! —exclamó Cicely en tono quejoso desde el sofá—. A mí me
gustaría que dejara de llover. Me gustaría que mi cabeza dejara de dolerme. Me gustaría que mamá no se hubiese ido nunca. Me gustaría que dejaras tranquila a
Felicity, Dan.
—Me gustaría que las chicas tuvieran algún sentido común —continuó Dan.
Pareció que aquello había terminado la orgía de «me gustaría» por el momento. Un hada habría tenido la verdadera oportunidad de su vida con tanto deseo expresado en aquella cocina aquella mañana… particularmente si se hubiera tratado de un hada inclinada a aceptar el sentido cínico de los deseos.
Pero aun el efecto del piscolabis excesivo terminó con el tiempo. Para la hora del té ya las cosas caminaban de otra manera.
La lluvia había cesado y la vieja habitación de techo bajo estaba llena de sol que danzaba sobre la superficie de los brillantes platos en el aparador, dibujaba mosaicos en el piso y tendía su capricho sobre la mesa donde una deliciosa comida se ofrecía.
Felicity se había puesto su vestido de muselina azul y estaba tan hermosa que su buen humor quedó restablecido. El dolor de cabeza de Cicely estaba mucho mejor y la niña de los cuentos se había animado con la siesta de la tarde, resultado que se
apreciaba en sus sonrisas y sus ojos chispeantes. Dan, por su parte, era el único que seguía alimentando resentimientos y ni siquiera se rió cuando la niña de los cuentos
nos contó una historia traída a colación por la presencia de las «ciruelas del Reverendo Scott» sobre la mesa.
—Ustedes recordarán que el Reverendo Scott fue el hombre que dijo que la portezuela del púlpito debía estar hecha para espíritus —dijo—. Le he oído a tío Edward contar muchas anécdotas de él. Lo llamaron a hacerse cargo de esta
congregación y trabajó aquí con todo ánimo y eficacia. Por lo demás, a pesar de sus excentricidades fue muy querido por todos.
—¿Y qué significa eso? —preguntó Peter.
—¡Shsss! Ha querido decir… rarezas, —explicó Cicely dándole un codazo—. Un hombre común sería raro, pero cuando se trata de un ministro hay que decir
«excéntrico».
—Cuando se hizo muy viejo —continuó la niña de los cuentos—, el Presbiterio pensó que ya era tiempo de que se retirara. Pero él «no pensó lo mismo». Mas el
Presbiterio impuso su voluntad, porque eran muchos contra uno solo. Se lo retiró y en su lugar llamaron a Carlisle a un hombre joven. El señor Scott se fue a vivir a la
ciudad, pero venía muy a menudo a Carlisle. Aquí visitaba regularmente a toda la gente que había conocido, de la misma manera que en la época en que era el ministro.
El joven ministro era un hombre muy bueno y trataba de cumplir con su deber; pero la verdad es que tenía mucho miedo de encontrarse con el señor Scott porque le
habían dicho que el viejo ministro estaba iracundo por haber sido desplazado y era muy capaz de darle una tunda si lo llegaba a encontrar. Un día, el joven ministro
estaba visitando a los Crawford en Markdale. De pronto oyeron la voz del señor Scott en la cocina. El joven ministro se puso pálido como la muerte y le imploró a la señora Crawford que lo escondiera. Pero la señora no podía hacerlo salir de la habitación y
todo lo que atinó a indicarle, fue un armario donde guardaban la loza. El joven ministro se deslizó como pudo dentro del armario y el señor Scott entró a la
habitación. Estuvo hablando muy bien leyó y rezó. Se hacían oraciones muy largas en
aquellos tiempos, como ustedes sabrán y al final de la última oración, el señor Scott dijo: «… ¡Oh, Señor, bendice al pobre joven que está escondido en el armario! ¡Dale
coraje para enfrentarse con los hombres! ¡Haz que sea el incendio y la luz de esta congregación tan indiferente!». ¡Pueden ustedes imaginarse los sentimientos del joven ministro encerrado en el armario! Pero se resolvió a salir de su encierro como un hombre, a pesar de que su rostro apareció enrojecido, tan pronto como el señor Scott finalizó su oración. Y el señor Scott estuvo encantador con él, le estrechó ambas manos y jamás mencionó el episodio del armario. Después de aquello, los dos fueron los mejores amigos del mundo.
—¿Y cómo descubrió el señor Scott que el ministro estaba encerrado en el
armario? —preguntó Félix.
—Nunca lo supo nadie. Se supone que lo debe haber visto a través de la ventana cuando llegó a la casa y habrá imaginado que estaba allí escondido, ya que no había otra manera de salir de la habitación sin pasar por la cocina.
—El señor Scott plantó las ciruelas amarillas en la época de nuestro abuelo —dijo Cicely pelando una de las ciruelas—, y cuando lo estaba haciendo, dicen que aseguró que se trataba de un acto cristiano como pocos. Me gustaría saber qué quiso decir. Yo no veo qué tiene de cristiano el plantar un árbol.
—Yo sí —replicó la niña de los cuentos con aire de misterio.
La próxima vez que volvimos a reunirmos fue después de las tareas del tambo y ya los trabajos del día se habían agotado. Lo hicimos en los senderos aromáticos del bosque de pinos y nos dedicamos a comer las primeras manzanas de agosto en tal medida, que la niña de los cuentos declaró que le hacíamos recordar al cerdo del
irlandés.
—Un irlandés que vivía en Markdale, tenía un chanchito —se explicó— y le dio un balde lleno de gachas. El chanchito se comió todas las gachas y después el irlandés puso al chanchito en el balde y el chanchito no llenaba más que la mitad del
balde. Ahora bien: ¿cómo era eso si él le había dejado comer el balde lleno?
Aquello realmente parecía un problema sin respuesta. Lo discutimos
abundantemente mientras paseábamos por el bosque y Dan y Peter casi llegaron a pelear por estar en desacuerdo en cuanto a la solución. Dan mantenía que era
perfectamente imposible. Y Peter sostuvo que las gachas se habían achicado al masticarlas eso ocupaban menos lugar. Durante la discusión, llegamos al cerco que estaba detrás del cual estaban las praderas altas, donde crecían «las fresas malas».
Lo que eran «las fresas malas» no puedo decirlo. Nunca supimos su verdadero nombre. Eran fresas pequeñas y rojas, con una apariencia tentadora e incitante. Nos
habían prohibido comerlas porque se pensaba que debían ser venenosas.
Dan recogió un racimo y lo sostuvo en el aire.
—¡Dan King, no te «atrevas» a comer esas fresas! —dijo Felicity en su tono más «mandón»—. Son venenosas. ¡Tíralas en seguida!
Bueno, Dan no había tenido la menor idea de probar una sola fresa de aquéllas,
pero ante la prohibición de su hermana, estalló toda la rebelión que se venía acumulando en él desde muchas horas atrás. ¡Ya le demostraría a ella!
—Las voy a comer si es que me da la gana, Felicity King —respondió furioso—. No creo que sean venenosas. ¡Mira!
Dan metió todo el racimo en su espaciosa boca y mordió las fresas.
—Tienen un sabor magnífico —dijo rechupándose.
Se comió dos o tres racimos más sin fijarse en nuestras miradas de horror y en las protestas y lamentaciones de Felicity.
Temimos que se cayera muerto allí mismo, pero nada ocurrió por el momento.
Cuando transcurrió una hora, llegamos a la conclusión de que las fresas malas no eran
venenosas después de todo y admiramos a Dan como a todo un héroe por haberse atrevido a comerlas.
—Yo sabía que no iban a hacer daño —declaró orgulloso—, lo que ocurre es que a Felicity le gusta hacer un escándalo por cualquier cosa.
No obstante, cuando se hizo más oscuro y regresamos a la casa, notamos que Dan
estaba muy pálido y muy callado. Se dejó caer en el sofá de la cocina.
—¿No te sientes bien, Dan? —murmuré ansioso.
—Cállate.
Yo me callé.
Felicity y Cicely prepararon un piscolabis en la alacena y de pronto todos nosbsentimos estremecidos por un horrible gruñido que provenía del sofá.
—¡Oh, estoy enfermo!… ¡Terriblemente
enfermo! —gritaba Dan
desaforadamente.
Todo el aire de desafío había huido de él. Todos nos desconcertamos excepto Cicely que mantuvo su presencia de ánimo.
—¿Te duele el estómago? —le preguntó.
—Siento un dolor espantoso aquí, si es aquí donde tengo el estómago —gimió Dan, apoyando la mano sobre una parte de su anatomía considerablemente más abajo del estómago—. ¡Oh! ¡Oh! ¡Ouh…!
—Vete a buscar al tío Roger —ordenó Cicely pálida pero resuelta—. Felicity, pon a calentar la pava. Dan, voy a darte mostaza y agua caliente.
La mostaza y el agua caliente produjeron rápidamente su efecto, pero Dan no se alivió. Continuó chillando de un modo muy desagradable. Tío Roger, a quien habían
ido a buscar a su casa, corrió en busca de un médico no sin antes gritarle a Peter que
fuera en busca de la señora Ray hasta el pie de la colina. Peter fue, pero regresó acompañado solamente de Sara. La señora Ray y Judy Pineau habían salido las dos.
Pero Sara pudo haberse quedado en su casa; no solamente no ayudó sino que añadió un drama más al que estábamos soportando, llorando, chillando y preguntando a los gritos si es que Dan se iba a morir.
Cicely se hizo cargo de las cosas. Felicity podría ser capaz de encantar al paladar y la niña de los cuentos cautivar el alma; pero cuando el dolor y la enfermedad fruncían el ceño, Cicely se constituía en el ángel del milagro. Obligó al estremecido
Dan a meterse en cama. Le hizo tragar cuanto antídoto de alguna eficacia se recomendaba en el «libro de la medicina práctica». Y todavía le aplicó paños
calientes hasta que sus manitas llenas de fe y actividad quedaron escaldadas.
No cabía la menor duda de que Dan estaba sufriendo horrores. Gemía, gritaba y
chillaba que quería ver a su madre.
—¡Oh, no es terrible! —exclamó Felicity retorciéndose las manos mientras andaba de un lado a otro de la cocina—. ¿Por qué no viene el médico? Yo le dije a
Dan que las fresas malas eran venenosas. Pero seguramente las fresas no podrán matar a una persona «toda de golpe».
—Un primo de papá murió comiendo esas fresas hace cuarenta años —sollozó Sara.
—¡Guárdate la lengua! —murmuró Peter en tono fiero—. Debieras tener más sentido común y no decir esas cosas a las chicas. No necesitan que las vengan a asustar más de lo que están.
—Pero es que el primo de papá murió, de veras —reiteró Sara.
—Mí tía Jane solía frotar whisky para combatir los dolores —sugirió Peter.
—Aquí no hay whisky —declaró Felicity desaprobadoramente—. Ésta es una casa
donde se observa la temperancia.
—Frotar whisky por fuera del cuerpo no puede hacer ningún daño —arguyó Peter —. Es cuando se lo mete adentro del cuerpo que hace mal.
—Bueno, de todos modos no tenemos whisky —insistió Felicity—. No sé si el vino de fresas podría ser lo mismo.
Peter no creyó que el vino de fresas sirviera para nada.
Fueron las diez de la noche antes de que Dan comenzara a sentirse mejor, pero desde ese momento progresó rápidamente. Cuando a las diez y media llegó el médico —que no estaba en su casa cuando el tío Roger llegó a Markdale—, encontró al paciente muy débil y muy pálido, pero ya libre de sus dolores. El doctor Gried acarició la cabeza de Cicely, le dijo que era muy inteligente y que había hecho todo lo que había que hacer. Examinó algunas de las fresas fatales y emitió su opinión en el sentido de que debían ser venenosas. Administró unos polvos a Dan y le aconsejó que no se tratara con la fruta prohibida en el futuro. Luego se fue. Entonces apareció la señora Ray buscando a Sara y declaró que se quedaría toda la noche con nosotros.
—Le quedaré muy agradecido a usted si lo hace —le dijo el tío Roger—. Me siento un poco nervioso. Entusiasmé a Janet y a Alec para que se fueran a Halifax y tomé sobre mí la responsabilidad de los chicos mientras se encontraran afuera, pero no me di cuenta cabal de lo que me echaba encima. Si hubiera sucedido algo malo, jamás habría podido perdonarme a mí mismo, aunque creo que está más allá de toda previsión humana el saber qué es lo que van a comer los chicos en cualquier momento. Ahora, muchedumbre, se van a ir a sus camas. Dan está fuera de peligro y ya no pueden hacer nada bueno por él. No es que hayan hecho mucho, excepto Cicely. Esta chica tiene la cabeza pegada sobre los hombros indudablemente.
—Ha sido un día enteramente horrible —declaró Felicity secamente mientras
subíamos la escalera.
—Supongo que hemos sido nosotros mismos quienes lo hemos hecho así — respondió cándidamente la niña de los cuentos—. Pero será una buena historia para contar alguna vez.
—Yo estoy muy cansada y muy agradecida —suspiró Cicely.
Todos nos sentíamos igual.

La niña de los cuentos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora