Copacabana

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Incluso ahora
Que ya no hay miedo
Que nada tiembla
Sal de baño
Brillo dorado en la piel
Y un beso sincero en la boca
Pies descalzos
Arena virgen
Copacabana y claqué”

Siempre se dice que el dinero no da la felicidad.

Pero a Anne no le importaría estar triste si le daban todos los días uno de esos masajes orientales que sabían a gloria.

Se encontraba tumbada en una blanda camilla azul y con la cabeza metida en un hueco enano que le estiraba los pómulos y le deformaba la cara, si tuviera un espejo puesto debajo y pudiera verse juraría que estaría bastante graciosa.

Pero no poder mover ni las cejas y parecer Kiko Matamoros tras su última operación merecía la pena cuando le estaban restregando aceite de almendras por toda la espalda, que por cierto, olía de maravilla. La sala estaba decorada con cañas de bambú y había velas aromáticas encendidas, el único sonido que había era la música relajante que había puesta y el sonido de fondo de una pequeña fuente en forma de cascada.

Eso le hizo tener dos cosas seguras. Uno, había que asegurarle las manos a esa masajista, y dos, el dinero si que daba la felicidad, aunque fuera una poquita—Hombre que si la daba.

Obviamente, a ella no se le había ocurrido ese plan. Gèrard lo tenía perfectamente planeado desde antes que le entregara los billetes en su cumpleaños—Así que eso de que el viaje iba a ser a la aventura, una mentira como una catedral de grande—Ese spa era un lugar sagrado para él en sus días de vacaciones, y se notaba. Aparte de que le pegaba muchísimo porque era todo un pijillo, era porque de tantas visitas, las masajistas ya eran prácticamente sus amigas, Amaia y María se llamaban—muy majas ellas.

—Buah Anne ¿Te ha gustado?—El masaje terminó y Anne empezó a levantarse de la camilla, aún entumecida. Tardó unos segundos en bajar de ese estado zen en el que estaba metida.

—Me ha encantado. Tienes unas manos de oro, Amaia.

—A mi no me piropeas, eh Gèrard—María, que había estado con el chico en la camilla de al lado, empezó a guardar los aceites y las cremas—Un día lleva aquí tu novia, UNO, y ya me ha caído mejor que tú.

—¿Pero esto qué es, Mari? Que yo ya soy aquí todo un veterano, merezco un poco de respeto—Gèrard se levantó de la camilla y se puso el albornoz blanco del spa.

—Muy veterano pero en todos estos años no me has dicho que tengo unas manos de oro ¿Y a ti, Amaia? ¿A ti te lo ha dicho?—Amaia negó con la cabeza—Pues se acabó la discusión. Aquí solo se respeta a Anne. Hombre ya, tanta tontería.

—Claro que sí, abandonadísimas nos sentimos—Amaia se alió a María—Debe ser que solo te dice cosas bonitas a ti, Anne. Porque a nosotras nada de nada.

—Pues si, con vosotras veo que no, pero conmigo se harta—Anne rió con un poco de vergüenza, las chicas se habían cogido todas las confianzas del mundo con ella sin apenas conocerla y ahora estaban montando un númerito de drama que ni en pasión de gavilanes.

—Pero porque a Anne me sale solo decírselo, ella no va ahí diciéndome “Gèrard dime lo guapa que soy porfa porfa”, pues no, se lo digo yo porque quiero y porque es verdad. Aprended.

—Anda, anda y anda—María le dio con una toalla en el hombro mientras reían—Que el próximo día el masaje te lo va a dar doña Bernarda, por listo.

—A Anne no—Amaia matizó rápidamente—a ella nos la quedamos nosotras, que la vamos a tratar de maravilla ¿A que sí, Anne?. Tú te vas con esa señora amargada de voz chillona.

Como Si Fueras A Morir Mañana | GeranneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora