«El campo es el lugar donde mejor se ocultan los rumores. A las ladies y lordys elegantes nunca los envían al campo».
Tratado de las ladies y lordys más exquisitos.
«¡Esto es una tragedia! Nuestro rumor favorito ha desaparecido de la ciudad...».
El Folleto de los Escándalos, noviembre de 1823.
Tras viajar durante cinco días por los duros e implacables caminos de la campiña inglesa, Jun nunca había estado tan contento como en ese momento de ver Townsend Park.
Si solo pudiera llegar hasta allí.
Habían detenido su carruaje en cuanto giraron en el camino de postas y bajaron por el largo sendero que llevaba hasta la enorme casa de piedra que resurgía majestuosa e imponente en el vasto páramo de Yorkshire. Cuando había explicado a los dos inmensos guardias que su hermano y su esposo eran los dueños de la mansión y que solo estaba allí para hacerles una visita, uno de ellos se subió a su caballo y salió disparado hacia la casa, supuestamente para anunciar su llegada.
Después de un cuarto de hora, Jun se bajó del carruaje a estirar las piernas y esperó a un lado de la carretera a que le dieran permiso para acceder a la zona.
En aquel pequeño rincón de Inglaterra se tomaban muy en serio el tema de la seguridad.
A primera vista, Townsend Park era la residencia principal del conde de Reddich, que estaba al cuidado del medio hermano de Jun y mellizo de Jong Woon, lord Aron St. John, y su esposo, Minhyun, el hermanito del conde. Pero la casa también era conocida con el sobrenombre de Minerva House, una especie de santuario al que acudían jovencitas y jovencitos de toda Inglaterra que necesitaban un lugar donde refugiarse cuando debían enfrentarse a situaciones especialmente difíciles. Hasta que AR descubrió a Minhyun y su casa, hacía siete meses, la seguridad de sus residentes había estado constantemente amenazada.
Pero viendo a los enormes guardias apostados a la entrada, estaba claro que eso había cambiado.
Aquellos hombres parecían estar dispuestos a llevarse por delante cualquier cosa que se interpusiera en su camino. Y Jun no podía negar que le resultaba reconfortante saber que, una vez dentro de los confines de la propiedad, estaría protegido del mundo exterior.
Dio una patada a una piedra y se quedó observando cómo desaparecía entre los juncos que crecían en aquel lateral del camino, bañados por la dorada luz del atardecer.
Tal vez decidiera quedarse allí para siempre.
Se preguntó si alguien se daría cuenta de su ausencia.
«Si Jung Min lo notaría.»
Sabía que no debía pensar en el duque, ni en la última vez que lo había visto, hacía ya casi una semana, mirando a su aparentemente feliz prometida. Pero no pudo evitarlo. Se había pasado cinco largos días metido en un carruaje, sin otra cosa más que hacer que jugar a la brisca con Carla y pensar en el hombre que le quitaba el sueño... y en sus caricias... en la forma en que pronunciaba su nombre... el cálido tono que adquirían sus ojos cuando le miraban, para después convertirse en miel recién extraída del panal.
Respiró profundamente. Jung Min no era para él.
Y ya iba siendo hora de que se diera cuenta y se lo sacara de la cabeza.
Además, cuando regresara a Londres ya estaría casado, y no le quedaría otra que fingir que sus encuentros clandestinos nunca habían tenido lugar, que él y el duque de Leighton solo eran meros conocidos. Que no sabía que su tono se volvía tan suave como el terciopelo antes de besarle.