«Los asuntos del corazón constituyen un auténtico desafío. Las ladies y lordys elegantes siempre se dejan guiar por los caballeros».
Tratado de las ladis y lordys más exquisitos.
«Durante el día, las visitas nocturnas se hacen más excitantes...».
El Folleto de los Escándalos, noviembre de 1823.
«Me ha dejado».
Aquello no podía estar pasándole.
Jung Min se había despertado y había ido directamente a ensillar a sus caballos con la intención de llevar a Jun a montar, alejarlo de la casa y así poder hablar a solas y hacerlo razonar. Sin embargo, en cuanto llegó a los establos descubrió que Lucrezia había desaparecido. Tras preguntar a los mozos de cuadra se enteró de que Jun había dejado Townsend Park esa misma mañana, amparado en las sombras del alba.
Como un cobarde.
¿Cómo había osado dejarle así?
Él no era ningún perrito en busca de su aprobación. ¡Era el mismísimo duque de Leighton! Tenía a medio Londres postrado a sus pies, a la espera de cumplir cualquiera de sus deseos... y, sin embargo, era incapaz de asegurarse la obediencia de un único doncel italiano.
Un italiano que parecía haber perdido la cabeza, para ser más exactos.
¿No le había acusado de pensar que no era suficiente para él? ¡Pero si era demasiado para él! Cuando se lo había dicho se había puesto hecho una furia y le habían entrado unas ganas enormes de golpear cualquier cosa, para después encerrarse en la habitación con Jun y besarlo hasta dejarlo sin sentido. Hasta que diera su brazo a torcer.
Hasta que volvieran a entregarse el uno al otro. Pero Jun lo había rechazado.
Dos veces.
«¡Y ahora se ha marchado!»
Que lo colgaran si con eso no lo había deseado aún más.
Tanto que le dolían las manos. Quería tocarlo, domarlo, estrecharlo entre sus brazos y hacerle el amor hasta que ambos quedaran exhaustos, incapaces de pensar en nada más allá que ese momento. Quería hundirse en sus rizos de color ébano, en sus bellos ojos, en su infinita suavidad... y no separarse de Jun jamás.
Abrió la puerta del comedor en el que solían servirse los desayunos en Townsend Park con tal fuerza que la madera golpeó ruidosamente la pared, lo que hizo que se ganara la mirada estupefacta de todas las damas que había en la mesa. En cuanto vio a Aron St. John, que estaba untando mantequilla en una tostada con total par Jung Min, se dirigió a él.
—¿Dónde está?
AR bebió un largo sorbo de té.
—¿Dónde está quién?
Jung Min deseó poder verter todo el contenido del servicio de té en la cabeza de su amigo.
—Jun.
—Se ha marchado. Se fue con las primeras luces del alba —comentó Aron St. John con calma—. Toma asiento. Haré que te sirvan unas lonchas de tocino recién hechas.
—No quiero comer nada. ¿Por qué no me sirves a tu hermanito?
La pregunta, completamente inapropiada se mirara por donde se mirara, consiguió captar la atención de Aron St. John... y la de la media docena de mujeres que había en la estancia, que dejaron de comer al unísono. AR le lanzó una mirada cortante, echó hacia atrás la silla y se puso de pie todo lo alto que era.