Capítulo 1: El Inicio

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Aquella tarde de otoño de 1823 una tarde bastante sombría, ventosa y húmeda daba cierto toque lúgubre, pero tranquilo a la vez. Todos andaban de tienda en tienda, los hombres con sus abrigos grandes, las mujeres con sus chalanas cubriendo sus caras y acompañadas de unas dos o tres mujeres más, era la costumbre del reino de Quiroga. Todo era extraordinario en este pueblo, llamativo, bonito e interesante; mujeres, adultos y niños a estas horas siempre salían a escuchar las historias de una dulce y bastante curiosa anciana que venía desde algún poblado vecino, a ciencia cierta no se sabe de dónde es aquella anciana, pero sus historias son las más cautivadoras, a muchos tanto como a mí, Miles Córdoba, en lo particular nunca me han llamado la atención sus historias, siempre estoy en el palacio de honor trabajando para los reyes, ganándome la vida siendo solamente el herrero aspirante a guardia, del rey.

Me senté cerca del pozo de agua en el cual todas las ovejas paraban allí a beber al igual que al pastor, este se sentaría y escucharía a la anciana hablar a ver qué historia interesante traería el día de hoy.

— Ustedes pequeños mortales creen que realmente al morir nuestras almas mueren igual, pero están equivocados, morimos carnalmente, pero nuestra alma reencarna en otra vida, en otro cuerpo. No recordamos nuestra vida anterior, nuestros amores, nuestra familia, absolutamente nada recordaremos, viviremos regresiones, déjà vu, algunos recuerdos vagos, pero no recordarás del todo, son muy pocos los logran recordar su vida anterior y conectarse a ella sin desconectarse de su vida actual — aparentemente la anciana hablaba de las vidas pasadas o algo así, el murmullo de la gente se empezaba a escuchar, decían muchas cosas, daban de charlatana a la anciana, bruja o simplemente ignoraban aquello que dijo y se iban dejándole un poco de limosna.

Me levanté de mi asiento, era hora de irme a casa además no quería seguir escuchando tanta tontería; No creía en las reencarnaciones, ni en la vida después de la muerte, ni en el taoísmo, ni budismo, ni ningún tipo de religión la cual la anciana siempre mencionaba, en lo único que creo es en que hay que vivir la vida al máximo con las personas que amas y la vida acaba apenas mueres. A lo lejos pude percatar que la princesa Esmeralda de Quiroga, hija del rey Esteban, se encontraba allí escuchando con mucha atención el relato de la anciana, esta se encontraba sentada con una chalina sobre su cabeza; se rumoreaba por el pueblo, que la princesa era soñadora, inteligente, intrépida, que casi siempre escapaba a escondidas de sus padres del palacio para así ella pasear un poco. La princesa y yo nunca nos hemos tratado más allá de lo cordial; está se dio cuenta de que la miraba, para despistarla, empecé a caminar entre las personas rumbo a mi hogar, esta me siguió.

—¡Espere! — Escuche como ella me gritaba a lo lejos; no puedo negar que la princesa Esmeralda es una mujer fascinante, con una estatura de un metro sesenta y ocho, piernas estilizadas, delgada, pero con curvas bien marcadas, más o menos morena, cabello largo, color cobrizo oscuro y ondulado, ojos de color miel, muchos de los hombres la deseaban, pero ninguno se atrevía a acercársele por miedo al rey.

Me detuve para saber qué quería la princesa conmigo, la miré mientras se acercaba a mí, esta levantó un poco su vestido vinotinto y corrió hasta donde yo estaba — Usted es un terco y necio, ¿No escucho que lo llamaba, señor Córdoba? — su voz denotaba algo de fastidio y molestia.

—Una dama de alta aristocracia como usted no debería correr detrás de un plebeyo tachado de ser un mujeriego, como yo, su majestad — soltó una risita a lo bajo y se cruzó de brazos viéndome seriamente. Soy un tipo alto de un metro setenta y cinco, contextura delgada, pero con pocas formaciones musculares, tez que se discutía entre lo blanco y lo moreno, cabello cobrizo oscuro y liso, ojos color café, era el típico don juan del pueblo, según las malas lenguas —Además princesa, usted no debería estar a estas horas fuera del palacio — Sonreí pícaramente para que el ambiente no se volviera más tensó de lo que era, la princesa me miró con desaire y luego sonrió.

—Ay, señor Córdoba usted y yo sabemos que no es un mujeriego, solo son habladurías del pueblo, ando detrás de usted porque me preguntaba desde qué lo vi por primera vez ¿Por qué un hombre como usted tan — hizo una pausa sonriendo mientras me observaba de arriba abajo, para luego continuar — caballeroso no tiene dama que lo acompañe? Y respecto a lo de estar fuera del palacio... pues no me interesa estar mucho tiempo ahí y es algo que a usted tampoco debería interesarle.

—¿Me está diciendo que se escapó del palacio? — Pregunte sorprendido, y algo curioso, no me esperaba una actitud así de la princesa.

Ella afirmaba con ligereza como si no le importase nada — Pues referente a su pregunta, su majestad, yo... — deje de hablar por un momento, ya que a lo lejos visualice que se aproximaban a nosotros los centinelas del rey, supongo que estarían buscando a la princesa; dirigí mi mirada a ella, pude ver en su mirada inquietud y un poco de miedo, pero a la vez pude ver valentía en ella, notaba que quería huir para que no la atraparan, así que en un acto de compasión hacia ella, decidí ayudarla, la sujete de la muñeca, esta me miro confundida — Si usted no quiere ser atrapada, venga conmigo — sugerí, a lo que ella asintió. La tomé por la muñeca adentrándonos en uno de los callejones escurridizos que daban a las partes posteriores de las casas, caminamos rápido, casi corriendo, la note agitada.

—Señor, señor Córdoba ¿A dónde me lleva? — Decía ella algo agitada, llevábamos unos diez minutos caminando rápido entre los callejones.

—Aquí es — Comente viéndola mientras sonreía amablemente, habíamos parado detrás de una de las casas, me miró confundida.

—Señor Córdoba, yo prefiero que me atrapen y que mi padre me castigue, no sé a dónde usted me lleva — Su miedo y desconfianza se hacía más notable en ella, su voz mostraba a alguien decidida, pero su mirada mostraba muchísimo temor.

—Princesa, confié en mí — Me subí en uno de los peldaños para darme paso hasta el techo —Confié en mí ¿sí? Todo estará bien — extendí mi mano para que me sujetara y subiera conmigo. Me miraba dudosa y lentamente extendió su mano. Subió al peldaño con algo de dificultad por el vestido, ya estando los dos juntos en el peldaño, nos sujetamos de la cornisa que se encontraba más arriba y subimos hasta el techo de la casa por una escalera que estaba por ahí mismo — Aquí no nos encontrarán — Comenté abriendo una compuerta que estaba en el techo, señalándole que pasará, luego pasé yo.

—¿Dónde estamos? — Preguntó, haciéndose a un lado para yo ponerme a su lado.

—Bienvenida a mi casa — Encendí la luz del ático para luego bajar por las escaleras que dan al piso de abajo — ¿Desea algo, princesa? — Esta negó, estaba asombrada y yo estaba algo cansado.

—Solo deseo que me deje de llamar así, deje de ser tan cordial conmigo, solo dígame Esmeralda — diría ella viéndome con una sonrisa.

—Usted déjeme de hablar tan cordial y yo haré lo mismo — reí a lo bajo. La princesa estaba atónita, se dispuso a caminar por toda la casa, ver cada cuarto, cada lugar de este espacio, aparentemente nunca había entrado a una casa de humildes. Escuché a lo lejos como algo caía y un grito ahogado, corrí hasta el lugar proveniente del sonido, este era la biblioteca.

—¡Princesa! ¡¿Todo bien?! ¡¿Le paso algo?! — Esta me miró asombrada, tenía una hermosa sonrisa de nerviosismo marcada en su rostro, una jarra de barro se había caído a su lado, esta se agachó para recogerlo, yo la ayudé con eso para que no se cortara.

—Disculpa, iba ojeando y no me di cuenta... — su voz estaba temblorosa y sonaba algo apenada, se levantó entregándome los trozos que esta tomó, para luego limpiarse un poco el vestido

—Tranquila, princesa, un descuido lo comete cualquiera — dije calmado, mientras la observaba

—No me diga así, Miles, y no, no me pasa nada, solo estoy asombrada del hermoso lugar que tiene usted aquí — diría esta asombrada con una sonrisa leve mientras dirigía la mirada a la biblioteca.

—Muchas gracias — Sonreí para la princesa y esta hizo lo mismo. Y así como la tarde llegó, la noche sobrevino marcando así el momento en que la princesa Esmeralda tenía que marcharse antes de que sus padres enfurecieran más y se metieran de casa en casa hasta conseguir a su preciado tesoro.

La princesa Esmeralda se encontraba en la puerta principal de mi casa, viéndome incrédula y con unos ojos que ni yo pude descifrar. — Gracias por todo, Miles, estoy muy agradecida por no permitir que me encontraran para que me castigasen, nos vemos mañana en el palacio — sonrió. Se acercó a mí y estiró su mano indicándome que la besará, yo sujete su mano y la bese viéndola.

—No agradezca, Esmeralda, fue un gusto conocer una parte de la princesa de Quiroga — dije amablemente mientras la observaba

—Una parte que ni mi madre conoce — Reiría, mientras abría la puerta y sin más se marchó dejando la casa vacía, como si nunca hubiera estado allí.

Tan pronto como se fue, dispuse a irme a dormir y tan rápido como me quedo dormido, llegó la mañana, un nuevo día comienza, una nueva jornada laboral. Me apresuré en arreglarme para llegar rápido al palacio y ahí se encontraba ella, Esmeralda, con su vestido verde oscuro que moldeaba su escote y su cintura, y a su lado se encontraba mi jefa, Marian Belisario, una mujer de unos veinte años, castaña, pelo lacio y largo hasta la cintura, un poco más baja que Esmeralda, tez blanca, un cuerpo delgado, pero sexy, esta cargaba un vestido rosado el cual le lucía muy bien por su tono de piel y entallaba perfectamente con su cuerpo.

—¡Miles, ven! — Marian me llamaría a lo lejos, me acerque a ellas, las mire a cada una.

—Buenos días, señoritas — Esbocé una sonrisa para luego hacer una reverencia.

—Buenos días, señor Córdoba — Dijeron al unísono, Esmeralda, me miraba con una chispa de viveza, yo solo sonreía y recordaba el día anterior cuando en mi casa me decía que no fuese tan cordial.

—Miles, el rey te está esperando, quiere hablar contigo — Mire confundido a Marian, esta solo sonreía y me miraba con ternura —Hey, tranquilo, chico, no te van a quitar el trabajo... ve, ve que te esperan — me diría mientras palmeaba mi espalda.

Era increíble cómo estas dos eran tan distintas e iguales a la vez, una era risueña, intrépida y temerosa, su mirada era amorosa y pretenciosa; y la otra era relajada, con una mirada llena de vida, de amor y sobre todo, compresión, era la mujer que cualquier hombre en su sano juicio querría en su vida, pero también había algo oscuro en su mirada que aún no lograba descifrar.

Entré en el gran palacio de honor, sus pasillos eran enormes y muy bien adornados con cuadros, estatuas, y reliquias reales, paredes de azul rey predominaban en el lugar, con una extensa alfombra de vinotinto con destellos dorados en el suelo dando un excelente toque de elegancia.

Uno de los centinelas que se encontraba a mi lado en la puerta principal, me miraba con cierto atisbo de recelo —Señor Córdoba, el rey lo espera en el salón grande, pase por aquí — indicaría el guardia, a lo que yo asentí y camine hasta el lugar que él me indicó.

Quedé fascinado por la infraestructura del mismo, era grande con un techo tipo de cúpula de catedral, con paredes pintadas con un tono azul más claro que el del pasillo y con ciertos detalles en dorado, llamativos marcos de ventana blancos y en lo más interior varios cuadros, el primero figuraba la reina y el rey este estaba detrás del gran escritorio de caoba del rey, el segundo cuadro eran los reyes y su pequeña, y el último de estos, la princesa Esmeralda, me tomé la molestia de ver cada uno de los cuadros, sin prestarle más atención al entorno. Un leve carraspeo se escuchó en el fondo, volví mi mirada al foco del sonido, era el rey.

—Veo que le cautivaron los cuadros — rio este a lo último — Hice una reverencia, y me acerqué al rey apresuradamente, uno jamás debe dejar esperando al rey. Este era alto de un metro ochenta y dos, cabello cobrizo oscuro, tez blanca, delgado, ojos color miel, su edad rondaba por los cuarenta y cinco.

—Un poco majestad, son hermosos cuadros que marcan hermosos recuerdos de sus vidas —Sonreí a lo último. El rey caminó hasta uno de los ventanales del salón, allí había una mesita con copas y una licorera de plata, este tomó dos vasos pequeños y sirvió, me hizo llegar uno. Lo tomé con agradecimiento y tomé un sorbo del licor, era vino rosa, uno de los más caros y muy raros de conseguir aquí en Quiroga.

—Muchas gracias, su majestad — dije agradecido, el rey caminaría hasta su escritorio y se sentaría en la silla grande, me vio y señalo otra silla invitándome a sentarme.

—Se preguntará porque lo mande a llamar, es simple... Mi hija ayer se escapó del palacio, y regresó a altas horas de la noche — ¿Altas horas? Cuando salió de mi casa tan solo eran las ocho de la noche —Pensé—intente parecer lo más impresionado y confundido posible, si el rey se enterase de que su hija estuvo conmigo, mínimo me despide.

—Cuando llegó aquí la desafié a que me dijera con quien, y a donde estaba a tan altas horas y, Señor Córdoba, de la boca de mi hija salió su nombre — La mirada del rey era altiva, prepotente y demandante como si de un secreto se estuviera hablando a diferencia de mí que por dentro intentaba no maldecir el nombre de la princesa e intentaba poner un semblante algo consternado por lo que acababa de decir el rey.

—Señor yo... — intentaba no titubear, no quería perder el trabajo que tanto me costó conseguir por tan solo ayudar a una princesita malcriada a huir del castigo de sus padres.

El rey me interrumpiera antes de que yo siguiera hablando — Gracias —expresó y su mirada se suavizó. ¿Gracias? —Pensé— estaba realmente confundido, sus palabras me eran confusas y más viniendo del rey — Mi hija me comentó que usted la salvó de unos delincuentes, que por eso tardó en llegar, tuvieron que escabullirse dentro del bosque para que estos no los mataran a ambos, usted salvó a mi niñita, a su futura reina, muchísimas gracias — la princesa Esmeralda había mentido, habíamos acordado que lo sucedido ayer sería secreto, nadie se enteraría de que estuve con ella, pero por lo visto, confesó, pero mintiendo ¿Por qué?

—Señor no tiene nada que agradecerme —

—No sea modesto, señor Córdoba, la señorita Belisario me comentó que usted quería ser guardián, y según ella me cuenta usted está capacitado para eso, ha entrado —el rey callaría por unos minutos observándome — y por salvar a mi hija lo voy a ascender como muestra de nuestro agradecimiento —Lo mire perplejo ¿Había escuchado bien? ¿Un ascenso? — Será el guardia personal de mi hija, usted irá a donde ella quiera ir, cumplirá con las órdenes que ella le dé, esa fue la única condición que le di para que ella pudiera ir a donde quisiese —Asentí con lentitud procesando lo que estaba ocurriendo — Desde ahora usted será su guardián, y no se preocupe por la vestimenta, yo le haré llegar uno, ya puede retirarse — Asentí y sonreí con amabilidad; aún no entendía por qué Esmeralda mintió, y decir que la salve cuando no fue del todo cierto, si la salve, pero la salve de que los guardias del rey la encontrasen, pero lo bueno de esto es que ella no fue castigada y a mí me ascendieron.

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