Prólogo

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Miré por la ventana a los cargadores humanos que mi padre había contratado. Eran hombres robustos y de mirada perdida que llevaban las cosas con facilidad, como si ninguna pesara. Estaban subiendo el piano de mi hermana. Era increíble comprobar la cantidad de objetos que habíamos logrado acumular. Hace cuatro años, cuando pudimos salir al mundo, no teníamos casi nada.

Hubo ruido en la habitación de al lado y un pequeño grito. Crucé lo que había sido mi cuarto solo unas semanas atrás para ir a ver qué pasaba. Ya estaba completamente vacío, excepto por las motas de polvo que se acumulaban donde habían estado mi cama y mi biblioteca personal.

Abrí la puerta con cuidado. Mi hermana empaquetaba las cosas como si se le fuera la vida en ello.

—¿Estás bien?

—Se me ha caído todo eso —dijo ella señalando una pila de objetos en el suelo—, ahora lo arreglo.

Había tres cajas en la habitación y mi hermana intentaba sellarlas. Siempre había sido una fanática de coleccionar accesorios humanos y el desorden dentro de ellas era proverbial pero, probablemente, cuando llegáramos, su habitación estaría inmaculada.

—¿Cómo crees que sea este nuevo lugar?

Me recliné sobre el marco de la ventana para poder ver de nuevo al camión de mudanzas. Me sorprendía que hubiéramos tenido tan pocas. La mayor parte de los nuestros debía hacerlo cada seis meses y muchos no duraban ni tres semanas. Nosotros llevábamos un año y medio en esta ciudad.

—Supongo que igual, aunque más tranquilo.

Selene logró meter la pila que se había caído y selló su última caja con satisfacción.

—Dime que harás algún amigo, por favor.

—He hecho amigos.

—Dime que tendrás más de uno.

Me crucé de brazos. Siempre la misma petición.

—Sabes que socializar no es lo mío.

Ella bufó, molesta.

—Bien, si te vas a dedicar a ser el mismo tipo raro de siempre, te puedes ir largando. Estoy harta de tener que cubrirte con todo.

—No es mi culpa que trates de ser normal.

—¡Solo trato de mantener el secreto!

Su argumento era válido pero no le hice caso.

—Si tú lo dices…

Mi madre entró en ese momento.

—Dejar de gritar o los humanos os pueden oír —dijo con una mirada reprobatoria—. Quería deciros que me adelantaré con vuestro padre para poder buscar conexiones.

Lo que más nos importaba de un lugar que quedara tan cerca del mar y a la vez lo suficientemente lejos para no ser zona turística, eran las conexiones. No soportaba tener que viajar en avión durante cinco horas, sin contar los controles del aeropuerto, para poder ver a mis verdaderos amigos. Mi madre nos abrazó con fuerza a los dos y salió de allí.

—Por favor, Matt, prométemelo —insistió mi hermana.

La verdad era que mi padre nos había inscrito en aquel extraño instituto por muy poco tiempo. Aseguró que en dos semanas nos cambiaría a un colegio llamado Saint Pau en un lugar llamado Sant Pol de Mar. Mi madre incluso había renunciado a su nuevo Mercedes y me lo había ofrecido para poder ir desde la casa hasta allá.

—Lo siento.

Ella se dejó caer sobre el suelo y cruzó sus largas piernas.

—Tómate menos tiempo —me propuso—, la última vez tardaste medio año en hacerte amigo de ese chico raro del ajedrez. Voy a volverme loca.

—Ni siquiera nos quedaremos un mes en el instituto del pueblo.

—Entonces hazlo cuando nos cambien a Saint Pau.

Lo pensé durante un minuto.

—Está bien —acepté a regañadientes—, te prometo que tardaré menos. Pero no me atormentes, los humanos no son lo mío.

—Son encantadores —discrepó ella—, todos tan faltos de grandes preocupaciones.

Se puso de pie y se arregló su larga cascada de cabello. Afuera, mi madre hablaba con los cargadores y hacía amplios gestos con los brazos.

—Será mejor que vaya por algún cargador, no voy a llevar esto yo sola.

—Te puedo ayudar.

—No, gracias —rio ella—, ya te he pedido demasiado por hoy.

Lo consideré justo. ¿Por qué las cosas no podían ser más fáciles? De camino a mi habitación me crucé con un cargador. Estaba sudando y se veía cansado pero lo envidié con todas las fuerzas de las que era capaz.

La guerra del marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora