Capítulo 12.

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Una oscuridad yacía en la habitación de forma tan intensa como el frío, aunque este último era opacado por el calor del cuerpo a mi lado. El rechinar de la puerta llegó a mis oídos, en simultaneo con los pasos cargados de poco peso.

—Papá —susurró la voz de la niña mayor en un llamado — ¿Podemos salir? Está nevando —me giré sobre mí mismo para mirarla.

Dos años después de casarnos, Aquila apareció en nuestras vidas, con una hermosa sonrisa, melena azabache y esos bellos ojos Malfoy. Cuatro años después, llegó Paris, pequeña, tímida, de hebras rubias y bonitos ojos avellana.

Pero antes de ellas dos, tuvimos otro bebé. Esta vez mañoso, juguetón, y de pelaje largo y esponjoso. Un hermoso cachorro de raza samoyedo, bautizado como Cash. Ahora mismo, se encontraba en nuestra habitación, echado a los pies de la cama.

Los brazos de Scorpius me habían rodeado por detrás. Justificó que estaba demasiado frío y que volvieran a la cama.

—Nosotros amábamos la nieve, angelito —le recordé en un intento de convencerlo. Sólo suspiró y asintió pidiendo que las abrigara.

— ¡Neve! —exclamó feliz Paris, alzando sus brazos y saliendo de la habitación torpemente como la pequeña de dos años que era.

Aquila, en cambio, trepó a la cama y me pasó por encima hasta llegar con su padre.

—Gracias papi —besó sus dos mejillas y extendió sus brazos para que la alzara al levantarme —. Ven a jugar también —dijo mirando sobre mi hombro.

Visualicé las mechas rubias desaparecer bajo la manta y girarse, aun sabiendo que terminaría por declinar y salir.

Minutos después, varias capas de ropa y abrigos, guantes y bufandas, cubrían a ambas niñas. Entramos de regreso a nuestra habitación, donde mi lindo esposo ya estaba casi vestido por completo y Cash esperaba relajado, a un costado.

Nuestra hija mayor se acercó al perro y le ató al cuello la bufanda de más que traía en la mano. La capa blanca de pelo que cubría a nuestra mascota, ahora era contrastada por lana roja y detalles claros.

Escuché a Scorpius bostezar al bajar las escaleras, siguiendo a las personitas llenas de entusiasmo y su acompañante canino.

—No te comas a nadie —bromeé.

—Cállate —contestó.

—Uhm, creo que debes ir a la cocina y acabar con ese mal humor —besé su mejilla y me adelanté alcanzando a Aquila y Paris.

Un vistazo panorámico me bastó para llenarme de fascinación. Los tejados y los árboles cubiertos por un manto blanco, el gorrión cavando un agujerito en la nieve y buscando comida, el alcance de la visión que se pierde en la infinitud de la blancura, y el asombro plasmado en el rostro de mis hijas. Todo, absolutamente todo, me parecía un paisaje digno de admirar.

Cash se revolcó en la nieve al mismo tiempo que Paris se recostaba haciendo angelitos y Aquila comenzaba un muñeco. Me acerqué a ayudar a la segunda. Scorpius se recostó junto a la más pequeña.

Caían pequeños copos de nieve, pequeños cristales de hielo que caen del cielo. Pequeños cristales de diseño inescrutable y único. Pequeños recordatorios de que somos parecidos, pero jamás idénticos. Pequeños momentos de la vida donde la felicidad te domina.

Las risas de mi familia resonaron en el ambiente. Pequeñeces que mejoran tu día.

Estaba concentrado en moldear el muñeco de nieve. Fue así qué, cuando menos me lo esperaba, Aquila, con su gorrito celeste y sus ojos del mismo tono, me lanzó una bola de nieve que impactó en mi hombro. Solté una carcajada.

— ¿Qué haces? ¡Traviesa! —me acerqué a ella y la levanté por sobre mi hombro, sosteniéndola y haciéndola reír.

— ¡Papá! ¡Mira! —señaló el suelo —. ¡Tus pies se marcan! —eso pareció llamar la atención de Paris, que se levantó arrastrando a Scorpius con ella.

—Se llaman huellas cariño, mira —la bajé y luego pisé la superficie con fuerza para marcar mi pie. Paris rio, Aquila se asombró.

— ¡Fantabuloso! —exclamó la pequeña riendo y saltando con los dos pies juntos, como si fuera un conejito. Su hermana la siguió casi de inmediato.

Esbocé una sonrisa abrazando a mi angelito y dejando que ellas exploraran otro de los muchos secretos del universo. Sus ojos brillaban a cada nuevo hallazgo; agua congelada, hojas y plantas escarchadas, texturas, sensaciones y un cielo azul donde brillaba el sol.

—Iré a preparar algo caliente —dijo Scorp unas horas después. Asentí y lo seguí con la mirada hasta que cruzó la puerta.

—Aquila, Paris, vamos adentro —ordené. Aquila obedeció instantáneamente.

— ¡No quiero! —respondió la menor cruzando los brazos sobre su pecho y dando inicio a un berrinche. Me recordaba tanto a su padre...

Me acerqué a ella manteniendo la calma, bajando a su altura y limpiando sus lágrimas.

—Pero papá Scorp te está preparando una rica chocolatada caliente —hablé agregando énfasis en "rica".

— ¡No quiero! Me gusta aquí —respondió.

— ¿Y dejarás que papi se ponga triste? —pregunté con un pequeño puchero.

—Nooo, papi triste nooo —corrió a la casa. La seguí y cerré la puerta una vez dentro —. No te pongas triste papá, por favor no —abrazó sus piernas y la mirada grisácea se dirigió a mí.

—Shh —le hice un gesto silencioso, señal para que siguiera el juego.

—Está bien pequeña... ahora ya no estoy triste —la alzó y la subió a la mesada, a un lado de las bebidas. Besó su cabecita ya sin el gorro, logrando que Paris alzara los brazos festejando.

Luego de cambiarles y cambiarme la ropa húmeda, regresamos a la cocina a calentar nuestros cuerpos. Scorpius y yo nos acurrucamos en el sillón, con una manta encima y una película de fondo. Las niñas armaban rompecabezas en la mesita frente a nosotros.

—Esto es tan perfecto... —comentó Scorpius en un susurró, para luego abrir su boca en un bostezo.

—Dulces sueños, Angelito —le susurré. Besé su cabeza y dejé que se acomodara sobre mí.

Era cierto. Era perfecto, y nuestro.

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