Capítulo 3

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Fue la primera vez que estuve en un aeropuerto. Sinceramente, no me lo imaginaba tan grande. Había muchísima gente de tantas nacionalidades como pudieras imaginarte, y todos eran diferentes: altos, bajos, morenos, rubios, adultos, jóvenes…
      Cuando llegamos, bajamos todas las maletas del autobús y fuimos directamente a coger nuestro billete y a embarcar las maletas. Tardamos bastante tiempo, porque éramos muchos, y además las maletas de más de uno pesaban más de lo permitido y tuvieron que meter algunas de sus cosas en las de otros. Una vez embarcadas todas las maletas, los profesores nos dejaron tiempo para recorrer la terminal “sin perdernos mucho”. Teníamos dos horas por delante.
      Yo me fui con Evelyn a ver tiendas. Entramos a una que se llamaba “Gliss” y que tenía de todo: ropa, artículos tecnológicos, libros, revistas, comida… Era alucinante. Pero más alucinantes eran los precios: una camiseta que encima era fea valía veinte euros. Y vimos un reloj por seiscientos. Lógicamente, no compré nada.
      Una media hora más tarde ya nos habíamos aburrido de tiendas y nos fuimos a tomarnos una hamburguesa, que también era el doble de cara que fuera del aeropuerto pero si nos daba hambre en el avión sí que nos íbamos a arruinar.
      Y, mientras estaba sentada en el McDonald’s y con una hamburguesa en la mano, le vi.
      Él estaba fuera, esperando con una gran maleta en la mano.
      Él tenía los ojos castaños, era moreno, y vestía una sudadera y unos vaqueros.
      Y él, mientras le estaba mirando, giró la cabeza y mirándome fijamente, sonrió.
      —¡Anna! ¡Anna!—la voz de mi amiga me sacó de mi embotellamiento—. ¿Estás bien? Se te está cayendo el kétchup de la hamburguesa.
      —Sí, sí, estoy genial—dije limpiando las gotas de kétchup que habían caído en la mesa.
      —Claro, a mí me vas a engañar. Tía, estás sonriendo como una tonta. ¿A quién has visto?
      Efectivamente, me di cuenta de lo hacía y me puse roja.
      —Está bien. A ése de ahí de la cristalera. Pero no es nada, sólo que me ha parecido guapo. Pero disimula si vas a mirar, ¿eh?

      Yo hundí la pajita en mi vaso y me puse a mirar el móvil para disimular.
      —¿A quién? Creo que madrugar te afecta a la cabeza en serio, ahí no hay nadie.
      Miré hacia la cristalera y era verdad.
      No había nadie.

Tras la cristalera - IncompletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora