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Aquellas semanas en las que se había perdido en la belleza absoluta de Chuuya había escrito mucho. Pero mucho, muchísimo. Si bien seguía siendo un escritor de bajísimos ingresos y que vivía de arvejas, había estado trabajando más que en otros períodos de su vida laboral.

El lugar donde vivía le pertenecía a un amigo que le dejaba vivir allí apelando a su lástima, por ende no debía preocuparse por pagar un alquiler. Lo que debía preocuparle era vivir, y aquello le preocupaba mucho, pero muchísimo.

Con lo poco que ganaba escribiendo columnas baratas y cuentos online, lograba sobrevivir. Comer carne era un universo de placer que no frecuentaba disfrutar, mas se mantenía como podía. Había gastado buena parte de su dinero tiempo atrás para comprar un purificador de agua que le ahorrase tener que comprar bidones de agua mineral; beber de la canilla no lo mataría si utilizaba ese purificador. Había sido, quizás, la única buena decisión en su vida, y la única inversión que había realizado.

Sin embargo, en aquel momento en el que golpeaba su pluma con una suave saña contra la pila de hojas, se le había ocurrido otra inversión, y una que valdría enteramente la pena.

¿Inversión para sí mismo? No lo era; no obstante, le maravillaba más la idea de satisfacer a Chuuya que preocuparse por sí mismo.

Luego de un par de semanas de haberse encontrado con Chuuya en aquel local y haber ido a ver el río en el momento más bello y pulcro de su vida, aquel que guardaría como un tesoro aún más costoso que su arte, sus miedos y sus sueños; había descubierto una cosa y decidido otra más. Si había algo certero era que deseaba obsequiarle a Chuuya hasta la última pizca de arte y belleza que pudiese conseguir, y si el significado de aquello recaía en regalarle algo para que él mismo pudiese bendecirse con su propio arte, lo haría. Así fue como la idea de comprarle un pincel traspasó al mundo de lo real y lo concreto.

Y al darse cuenta de que la vida no era tan sencilla fuera de las plumas y las hojas y que, de hecho, un pintor utilizaba una variedad mucho más amplia de utensilios, entró en pánico. Lo que había querido que fuera un delicado pincel de trazo fino como los labios de la persona en la cual gastaría todo su dinero, debía ser un set de pinceles que ocultara su ignorancia detrás de su gran variedad de opciones. Alguno de los doce pinceles le serviría, o eso se dijo.

Sin embargo, una nueva duda que nadaba en la profundidad de su ignorancia, era qué tipo de técnica utilizaba Chuuya para pintar. Podía ser sumamente ignorante, mas tampoco era un cavernícola. Había pinceles para técnicas y él sabía que había al menos tres: óleo, acrílicos y acuarelas. El problema radicaba en cuál utilizaba Chuuya, o cuál era du predilecta. Las técnicas, como los tipos de estructuras en la escritura, eran como los hijos de un artista; definitivamente, debía haber un favorito.

El lado interesante de esa cuestión era que involucraba la adrenalina del azar y la buena intuición. Y además requería pensar en Chuuya y analizarlo. Era el párrafo preciso que describía aquello que Dazai más adoraba.

El óleo era lo clásico, y Chuuya era una rebeldía innovadora que había roto todos sus esquemas, por lo que podía descartarlo; las acuarelas eran sutiles, puras y dependientes, y Chuuya era cualquier cosa menos aquello. Su belleza, su corazón y su mera existencia eran purísimas, mas su persona, al igual que cualquier otra, no lo era; y la intensa técnica de acrílico que era la más veloz para secarse podía acompañar su aparente impaciencia y fogosa actitud, nítida e impactante, mas siempre artística en su naturaleza.

Resuelto, se arriesgó por su última opción. Fingió mirar hacia otros lugares mientras pedía ver los pinceles para acrílicos, para evitar las preguntas inquisitivas que pudiesen sacar a relucir su acérrima ignorancia en la pintura.

La musa del escritor ||Soukoku||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora