Lo que había nacido como una ocasión única, mutó en una situación semanal, para luego convertirse en un hecho que sucedía tres veces por semana. Como tenía algún que otro conocido dentro del lugar, lograba colarse en el establecimiento y conseguir un asiento sin tener que pagar por un vaso.
Se trataba de un bar humilde y bastante pequeño. Con tener en cuenta que Chuuya era el único camarero de turno cada noche que iba, sobraba aclarar cuán pequeño era el sitio. Sin embargo, a pesar de su precariedad, el lugar se abarrotaba de gente. Porque no había alma que no se regocijara al recibir la atención del joven, y no existía ser que lograse resistirse a sus encantos y a sus charlas. Si tanta gente asistía a diario era gracias a él. Y Dazai lo comprendía; él, más que nadie, tenía la certeza de no querer perderse ni un atisbo de ese muchacho de ensueño.
Desde que esa sarta de visitas vio la luz, Osamu perdió la cuenta de cuánto dinero gastó allí y de cuántas noches asistió. Solo se dejaba llevar y, una vez allí, guiado por sus pies traicioneros, con pluma y papel, se dedicaba a observar a Chuuya, a escrutar cada detalle de él y a grabar cada sonrisa suya. Sin darse cuenta, para el final de la noche, las hojas estaban llenas y sus manos, quejumbrosas.
Y como si el camarero supiese muy bien lo que sucedía, le ignoraba descaradamente. Como también sabía que Dazai era un pobretón que casi nunca bebía, no perdía su tiempo en atenderle. Las veces que habían interactuado, Dazai le había dicho que no quería nada o que no tenía dinero. Y las exiguas veces que sí se dignaba a pagar algo, se hartaba de esperar su oportunidad, así que sencillamente se dirigía a la barra a hacer su pedido.
Empero, nada de eso conseguía espantar al ave carroñera que era Dazai. Al contrario, aquello solo reavivaba sus emociones y enardecía su sensibilidad, haciéndole escribir más y más, sintiéndose atraído sin remedio.
Se atrevía a considerar su amor tan profundo como si llevase años encendido dentro de él, tan intenso como si le quemara segundo a segundo. Y así como la rosa quería y el Principito amaba, Dazai no necesitaba que su admiración fuese devuelta. Porque, con solo observarle deslizarse de lado a lado y cantar junto al pianista de turno, sus noches melancólicas se iluminaban y su mente maquinaba.
Chuuya Nakahara. Su nombre era melifluo, era adecuado para él, con aquella personalidad obsequiosa y su gran carisma. Su nombre, a oídos de Dazai, era una melodía que podía repetir hasta el hartazgo. Empero, no lo había adivinado, ni mucho menos había tenido la oportunidad de preguntarle cómo se llamaba. La única razón por la cuál lo sabía, era porque se trataba del nombre que era clamado por la multitud. Porque era el sonido que predominaba cuando Chuuya aparecía, y era la bendita palabra que sonaba cuando le pedían algo. Y la conclusión de aquello era que le hacía sentir un fracasado.
No había tenido oportunidad alguna de preguntarle su nombre, y hacerlo luego de semanas de admirarlo desde el oscuro rincón del local no era creíble. Y más aún, cuando no había ningún concurrente que desconociese su glorioso nombre. Y eso era penoso cuanto menos.
Sin embargo, no le importaba. Ya era un hombre lamentable incluso sin conocer a Chuuya; la única diferencia residía en que, al verle, podía ser un hombre penoso pero que era feliz. Podía inundar el bar con su miseria, mas sus labios se curvarían en una sonrisa pura al verle llegar, más pura que su cuerpo, su alma y su mismísimo arte. Porque ese muchacho al cual no conocía, conseguía que sacara lo mejor de sí con solo hacer un acto de presencia y sonreír mientras se colocaba el delantal. Si Chuuya sabía sobre su magnetismo y cuán radiante era, era una incertidumbre.
A pesar del tamaño de ese bar destartalado, había un viejo piano acomodado en el fondo del lugar, que era libre de ser usado como los clientes deseasen. Y aunque podía tocarlo cualquiera, casi siempre era el mismo par de personas quienes lo hacían, y no estaba nada mal. Cuando ellos tocaban, a veces juntos y a veces turnándose, el sitio entero se alborozaba a la par, cantando, bebiendo. Sin embargo, el verdadero espectáculo era Chuuya. Él, por supuesto, hacía su trabajo de manera reluciente, pero en el camino hacia las mesas, no podía evitar fundirse con la música, con las miradas de la gente. Había veces que el público, que ya sabía cuánto a Chuuya le apasionaba bailar, clamaba por él, para que se soltase por un rato y se permitiese divertirse y entregarles un poco de sí.

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La musa del escritor ||Soukoku||
Fiksi PenggemarUn escritor, embelesado ante la belleza de un camarero, siente la inspiración brotar con solo verle. Decide, entonces, presentarse cada noche en aquel bar para entregarle lo único y más maravilloso que puede obsequiarle: su arte.