Porque escribir era más que solo dejarse llevar por sus divagaciones. Porque escribir era también soñar. Y Chuuya era para él un sueño vestido con medio delantal.
Podía verle caminar y de esa manera hilar un millón de teorías sobre su pasión por la música. Gozaba escrutando sus ojos a la distancia y escribir mil y un versos sobre ellos. Loaba su delicadeza y sus rasgos andróginos. Amaba verle y premiar la noche con mil y una adivinanzas acerca de su pasado y sus pasiones.
Chuuya detenía cada reloj con su apariencia despampanante, enmudeciéndolos, dejándolos estáticos, como si las agujas se languideciesen ante su encanto.
Dazai escribía, una noche más, cada pequeñez. Recordó las palabras del pianista y se rio cuando lo vio pasar junto a él, quien le quemó vivo con la mirada, como si le cuestionase qué hacía ahí.
La noche había volado. Aquella misma había permanecido horas en su lugar sin siquiera buscar una bebida. Había logrado entrar gracias a un amigo suyo que manejaba el bar pese a no ser su dueño: Ango. Gracias a eso, no era necesario que gastase ni una moneda de su monedero que ni siquiera tintineaba al moverse.
Aquella noche, tan estrellada y fresca como los demás, rebosaba el alborozo y el escándalo de los ebrios. Cuando comenzó a sonar la primera canción de la noche, Dazai elevó la mirada de sus papeles para admirar al músico y sonreír ante su memoria y, por supuesto, ver bailar a Chuuya. Sin embargo, su sorpresa fue inadmisible al notar que el pianista no era el pianista; era un joven de la edad de este último, alegre y cándido en su mirar. Dazai pudo apreciar que era también un músico dedicado y de calidad, y escudriñó el público para confirmar si Akutagawa estaba ausente o si simplemente no era su turno; se partió de la risa al verle sentado en una de las mesas más cercanas al centro donde se alzaba el piano. Dazai no supo si la devoción en los ojos y su amplia sonrisa honesta eran por el piano y la mismísima música, o por el muchacho que exudaba júbilo con la delicadeza de los movimientos de sus manos sobre las teclas, tan apasionado como él. Lejos como estaba, se veía inhábil de descubrir cuál era la causa de la sonrisa de Akutagawa.
Al poco tiempo bailó Chuuya, y ahí hasta el más sobrio se ponía a aplaudir.
Una vez se dio por finalizado el corto acto que Dazai debía de plasmar, se apresuró a afilar su pluma para comenzar a escribir frenéticamente. Si había una prioridad para él en ese momento, era capturar hasta el más mínimo atisbo de esencia que hubiese dejado ver Chuuya aquella noche.
Sin embargo, su concentración se vio interrumpida de un segundo a otro cuando, en medio del ritual, una mano se estampó contra sus hojas desparramadas. Dazai, lejos de sobresaltarse, ya se esperaba la visita del pianista aquella noche. Sin embargo, sí se estremeció al oír la voz.
—Ya me tienes harto —le espetó con aquella voz que juraba angelical, pero que dirigida hacia él y escuchada de cerca sonaba más grave de lo esperado. Su mano, apoyada en su mesa, enseñaba unos dedos finos y atractivos; sus ojos, arrogantes, brillaban con astucia y seguridad, y eran aún más claros y enigmáticos vistos de cerca, bajo la escasa luz de su rincón habitual; la mitad de su torso reposaba sobre la fuerza de su brazo, inclinándose sobre la mesa, con los primeros botones desprendidos y las mangas de su camisa arremangadas. Una sonrisa sutil surcaba su rostro—. ¿Cuánto tiempo más pretendes colarte de improvisto y acosarme toda la noche, sin siquiera pagar un mísero trago?
—El tiempo que sea necesario para convertirte en mi obra maestra.
Y aquella noche fue la primera vez que sus voces conformaron la misma canción y que sus ojos indagaron en la profundidad de los ajenos. La respuesta había salido de manera natural y desvergonzada, intrépida y confianzuda.

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La musa del escritor ||Soukoku||
FanfictionUn escritor, embelesado ante la belleza de un camarero, siente la inspiración brotar con solo verle. Decide, entonces, presentarse cada noche en aquel bar para entregarle lo único y más maravilloso que puede obsequiarle: su arte.