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Arrastrando los pies con fastidio y suspirando con cada paso de frustración, la calle se veía más lúgubre que de costumbre. Aquella tarde se mostraba reacia a dejar que el sol se apreciase en su esplendor, fría y nublada.

Los rechazos de Chuuya comenzaban a dolerle un poco más de lo esperado; no le lastimaba el rechazo como tal, sino la idea de que posiblemente nunca fuese a conseguir su tan fervientemente anhelado deseo. Sucumbiendo en el egoísmo, se frustraba. No estaba en sus intenciones profanar aquello que era tan sagrado como él, sin embargo tampoco quería resignarse a no volver a percibir la cercanía de Chuuya ni la excitante emoción de sentir sus ojos sobre él. No pretendía adueñarse de una belleza salvaje como aquella, ni apuntaba a la exclusividad; simplemente quería un poco de su tiempo. Una cita, un par de horas para embeberse en la perfección de sus rasgos y la dulzura de su compañía, y para enamorarse más de él y poder escribirle muchas horas más.

Sentía, irremediablemente, que su amor por Chuuya era puro y límpido pese a ser superficial y arrebatado. No le conocía pero le volvía loco; desconocía su pasado pero no existía evento capaz de romper su creencia idealizada de Chuuya; no hablaban mucho pero con una sonrisa le desacomodaba el concepto de tiempo y espacio.

Suspirando una vez más mientras sus pasos pesaban con la carga de su billetera casi vacía, se detuvo frente a la tienda de arte donde solía comprar sus plumas, sus cargadores de tinta y sus hojas. Era un local amplio y bellísimo que tenía todo tipo de material dedicado exclusivamente al arte, y aquello abarcaba desde una gran gama de opciones para escritores hasta todo material necesario para un pintor. Al otro lado de la calle, la tienda se continuaba con una sección de música.

Abrió la puerta desganado y, cuando iba a dirigirse directamente al lugar donde solían atenderle y donde estaban los cargadores de tinta, se paró en seco.

Discutiendo con el vendedor estaba Chuuya.

Dazai no lograba articular dos ideas. Para ser una persona que vivía de las palabras, no podría describir sus emociones ni aunque le ofrecieran un premio Nobel por escribirlas.

No podía prestar atención a nada más que a Chuuya, y no le interesaba. Oía un murmullo persistente de lo que era aquella conversación: Chuuya reclamándole al vendedor que aquellos pinceles no eran los que había pedido expresamente la semana anterior, y se quejaba también de los lienzos. Era evidente que concurría a ese lugar con una frecuencia presumible.

Chuuya, al oír la campanilla de la puerta y sentirse observado, se giró hacia él, cortando su discurso de quejas como si se hubiese revelado que Chuuya Nakahara era más odioso y gruñón que lo que enseñaba su sonrisa por las noches.

—Vaya, escritor —le saludó, con el cuello girado hacia él.

—Vaya, pintor, he de decir yo —le respondió con sorpresa. No le había prestado atención a lo que hablaba Chuuya a pesar de haber oído y entendido las palabras. Pinceles y lienzos. Chuuya era un pintor, por lo que también era artista, y por lo cual debía tener una musa.

—¿Qué haces aquí? —le increpó desde su lugar. El vendedor se había convertido en mero espectador de aquel mundo en el que ellos se sumergían sin percatarse cada vez que charlaban.

—¿Qué haces tú aquí?

—Yo siempre vengo.

—Yo también.

—¿Con qué dinero?

—Eres muy cruel —le dijo Dazai mientras se le acercaba, dejando que la puerta se cerrase sola—. Sin embargo, la razón por la que no tengo ni un centavo en el bar es porque el poco dinero se me va aquí.

La musa del escritor ||Soukoku||Donde viven las historias. Descúbrelo ahora