Mientras era guiado por sus pasos una vez más, se dio cuenta de que el verdadero guía de la noche era su desbocado corazón que ansiaba volver a alborotarse por aquel camarero. Porque aquellos latidos desmelenados le generaban una satisfacción que lograban que no soltara su pluma en horas y que su alma se revitalizara.
Mientras caminaba siendo empujado por el viento y oscurecido por la noche y la luna nueva, sus manos se abrían y se cerraban con manía. Recordaba el brillo vivaz en el azul de los ojos de Chuuya; ni el más caro de los zafiros podía comparársele. Esos ojos capaces de enloquecer a cualquier débil. Y Dazai era increíblemente débil.
Rememoraba cómo la voz de Chuuya decoraba perfectamente cada palabra con suma delicia, y sabía que quería oírla una infinidad de veces más; quería sentir que sus respiraciones se fusionaban nuevamente, y quería volver a ser el acaparador de su atención. Había pasado la noche anterior; había vuelto a su destartalado departamento luego de sentirse ligero como una pluma, sintiendo que apoyaba sus pies en las mismísimas nubes y que nadie lo confundiría con un borracho. Sin embargo, estaba ebrio, muy ebrio de las miradas de Chuuya, y quería más.
Al empujar la pesada y mugrosa puerta de madera de aquel bar lo vio. Era temprano a pesar de ya haber anochecido, mas allí ya estaba, listo para su turno y riéndose mientras charlaba con ambos pianistas usuales. En aquel momento tomó una decisión que contradecía todos sus principios e ideales de romance. Se percató de que, al igual que un ciego que ve la luz y los árboles por primera vez y no quiere volver a la oscuridad, Dazai no quería soltar aquello que se le había dado; deseaba verle reír y conversar con él. Una vez que había pecado ya había sido echado del paraíso. Así como Chuuya le había premiado con su atención, no quería volver a ser un desconocido para él. Su amor era puro mientras fuese inalcanzable, mas a esas alturas ya no lo veía tan lejano. Hipócrita como se sentía, también estaba resuelto. Le invitaría a salir.
Se dirigió con cautela hacia su lugar de siempre y dio una vista panorámica. A pesar de que era temprano y no estaba abarrotado, no estaba vacío tampoco. Había más de una mesa llena de hombres avistando a Chuuya sin sutileza mas no sin decoro. Increíblemente nadie le faltaba el respeto a él, ni siquiera cuando estaban ebrios, y ni siquiera con la actitud obsequiosa de Chuuya.
No le temía ni un poco al rechazo, mas se sentía ansioso. Sus manos, reacias a tomar la pluma, se movían de lado a lado mientras delineaban las rajaduras de la mesa a la que estaba sentado. Bajo la luz mortecina de la lamparilla que pendía sobre él, solo se limitaba a mirar sus hojas; cuando concurría al lugar no solo portaba hojas en blanco, sino las hojas de noches anteriores también. Las hojeaba y hojeaba con tal de no clavar su mirada en Chuuya. Le gustaba mirarle cuando estaba distraído, cuando bailaba o cuando desplegaba enteramente sus dotes de carisma con sus clientes, mas observarle cuando estaba charlando con su círculo íntimo le hacía sentir como lo que era: un mirón.
Sintió un espinazo en su columna al ver a los pianistas acomodando el piano en medio de la sala, eligiendo las partituras y distribuyéndolas entre ambos; al parecer, Akutagawa tocaría primero. Aquello era un indicio de que el bar, paulatinamente, comenzaba a tomar vida.
Aprovechó ese momento para buscar a Chuuya con la mirada, mas sintió su corazón frenar en seco al chocarse contra sus costillas, al encontrarse a la figura de sus deseos frente a él, parado con la bandeja entre su brazo y su cadera, y su otra mano sobre su cintura.
—Estás temprano hoy, bastardo —le dijo a modo de saludo, bajando su barbilla para inclinar su rostro de una manera que sabía que le gustaría a Dazai.
—Espero obtener tu perdón —fue su respuesta, sonriéndole con una calma que contrariaba el latido sofocante de su corazón—, mi paciencia no fue de ayuda hoy.
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La musa del escritor ||Soukoku||
FanfictionUn escritor, embelesado ante la belleza de un camarero, siente la inspiración brotar con solo verle. Decide, entonces, presentarse cada noche en aquel bar para entregarle lo único y más maravilloso que puede obsequiarle: su arte.