El poder del Higuel

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—Donde... ¿Dónde estamos? —preguntó Enrique. Con la confusión se le había ido un poco el coraje.

—Estamos en la Tierra de los Muertos —respondió Hiro.

Enrique miró un momento la ciudad que se encontraba a lo lejos y sintió un escalofrío. Algo tenía aquello que le daba miedo.

—Necesitamos volver mijito —le dijo a Miguel—. Ya no te voy a pegar, vamos a hablar en la casa.

—No podemos volver, señor —mintió Hiro; sí podían volver, podía abrir de nuevo el portal a Santa Cecilia, pero quería darle una lección a su futuro suegro.

El señor se puso de pie y sacudió algunos pétalos de cempasúchil del pantalón. Tenía la sensación de estar soñando, pero de alguna forma sabía que no lo hacía.

—¿Estamos... Estamos muertos? —preguntó, nervioso.

—Probablemente sí —dijo Hiro con un fingido tono de tristeza—, la caída pudo habernos matado. ¿Se imagina? Usted mato a dos niños, uno de ellos era su hijo. Probablemente lo tengan que mandar al infierno.

—No... No, yo no mate a nadie. Mijito —agarró a Miguel de los dos hombros y lo sacudió—. Tenemos que irnos a casa. Te prometo que no te voy a pegar nunca.

—¿Por qué me mataste papá? —dijo Miguel intentando soltar lágrimas, estaba aprendiendo de Hiro—. ¿No me amas?

—¡Claro que te amo, hijo! Por eso soy duro contigo. Por eso no te puedo dejar que arruines tu vida andando con este.

Miguel frunció el ceño cuando escuchó el «este». Con coraje le respondió:

—Te van a castigar como a la llorona. Vas a estar chillando para siempre y asustando en Santa Cecilia.

—Esto debe ser un error. Necesito hablar con la virgencita, ella va a interceder por mí.

—Me temo que tendremos que hablar con otra mujer —interrumpió Hiro.

—¿Otra mujer?

—Mamá Imelda...

—No... ¡No podemos hablar con ella! Me va a regañar.

—Es la única manera, papá. No debiste haberme matado. Si no lo haces, todos te conocerán como el llorón de Santa Cecilia, y tendrás que recorrer las calles de noche usando un vestido blanco.

Enrique tragó en seco y después asintió. Tenía que confiar en ellos, no tenía otra opción. Se dirigieron a la ciudad a través del puente de flores. Ambos chicos iban al frente y el señor los seguía de cerca. De pronto, a Hiro se le ocurrió una forma de fastidiarlo más: le dio un beso en la mejilla a Miguel y después lo tomó de la mano. El otro muchacho le hizo mimos con su mano libre. Enrique se aguantó las ganas de azotarlos, tuvo que ver cómo los dos se deshacían en cariñitos y palabras dulces hasta que llegaron al control de aduanas.

—¿Algo que declarar? —preguntó el esqueleto de antes. Ni siquiera se tomó el tiempo de mirarlos; estaba distraído escribiendo una historia.

Enrique se desmayó del susto al ver al esqueleto. Azotó en el suelo y levantó unos cuantos pétalos.

—Creo que esta vez sí tenemos algo que declarar... —contestó Hiro mirando al señor inconsciente en el suelo.

El esqueleto dejó de escribir. Después miró a ambos chicos y luego al señor. Volvió a ver por segunda vez a los chicos.

—Un momento.... Hiro, Miguel... ¿¡Son ustedes!?

Ambos asintieron.

—¡Están vivos! ¿¡Cómo es eso posible!?

Mi alma por un HiguelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora