Capitulo 13: Arde el deseo

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Estaba loca, definitivamente estaba loca de atar. Me estaba jugando la vida al estar a las ocho de la noche fuera de casa. Llevaba puesto el mejor vestido que tenía. Era de color rojo con un escote algo pronunciado que acababa justamente en el centro del torso. Era lo más ceñido que me ponía en siglos y me sentía extraña y hasta ridícula. Los senos quedaban abultados y ya comenzaba a arrepentirme. Me hubiera vestido como de costumbre pero no, terminé haciendo el ridículo como de costumbre. Inhalando paz y exhalado nervio entré al restaurante y al final en una mesa apartada de los demás estaba esperando Alessandro Franceschini. Miré el reloj y eran poco más de las ocho treinta. Me acerqué a la mesa y el al verme pareció algo sorprendido.

— Hola

— Señora Cariddi..., comencé a creer que no vendría tal y como me dijo.

— Veo que su persistencia es admirable, su excelencia.

Se quedó mirándome como en trance. Lo hizo empezando por los zapatos hasta detenerse en mi rostro. Bajé la mirada y sin esperar a que el dijera algo asentí con la cabeza.

— No tiene que decírmelo, me veo ridícula y exorbitante. No debí usar esto, disculpe yo...

— Se ve hermosa, no tiene idea de cuánto.

— No mienta.

— ¿Podría dejar su poca autoestima fuera por lo que resta de noche?

— ¿Perdón?

— No hace más que menospreciarse cada vez que puede. ¿Qué le ocurrió en la mano?

— Ah nada. Se me quebró un vaso de vidrio. Y no le permito que me hable de esa manera.

Ceñudo contradijo

— Y yo no le permito que se menosprecie en mi presencia.

Sobre la mesa había una rosa y me sentí más extraña aún. Él agarró la rosa y dándomela resopló indignado.

— El que no reciba una diaria como debería ser, no significa que no la merezca.

Me quedé mirando la rosa conmovida. Una simple rosa había ocasionado en mí algo enorme. No estaba acostumbrada a que me regalaran rosas, no estaba acostumbrada a que un hombre me dijera que me veía hermosa y darlo por cierto. Apreté los labios y aún escéptica de que realmente Alessandro Franceschini tuviera algún interés genuino en mí, pregunté.

— ¿Qué es lo que busca? Dígame, quizá si me dice que quiere me evite el trago amargo de sufrir luego. ¿Por qué tanto interés en mi?

— ¿Acaso tengo que tener buscar algo para que alguien me atraiga?

— Yo no le atraigo.

Rápidamente se tornó serio y casi regañando refutó

— Usted no es nadie para saber lo que me atrae o deje de atraer.

Agarré la carta del restaurante y mirándola rogaba no seguir sintiendo el nervio y pena que tenía. El no dejaba de mirarme, no dejaba de mirar mis senos. No dejaba de mirarme fijamente y yo estaba a punto de colapsar. Pediría una copa de vino cuando rápidamente el me detuvo.

— En mi presencia no tolero que beban. Odio el alcohol.

— Disculpe, no fue mi intención ofenderle.

Mientras esperábamos la cena, el silencio reinó en la mesa. Es que creo que ni el tenía idea de porque me había invitado a cenar. Lo miré y era increíble como siempre vestía igual y siempre llevaba su anillo sin fallar un solo día. Esa era la primera barrera de muchas entre los dos.

La teoría del silencio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora