El aeropuerto era un auténtico caos. No recordaba que fuese así, pero quizá de debiese a que jamás había viajado como una persona normal. Los de primera clase entraban y facturaban en otra zona, infinitamente más tranquila y bien organizada.
Sin embargo, una de las cosas que Elle había dejado atrás era el hecho de depender de su tutor. Simplemente, había cogido su parte de la herencia, la había ingresado en su cuenta bancaria, se había echado la tarjeta, el móvil y el cargador al bolso, y medio armario de verano y otro medio de invierno a su enorme maleta, y se había marchado, sin más explicación que un "necesito ver mundo".
Sabía que su tío lo comprendería, pues él había abandonado de igual forma su hogar. Por eso entendía que, siendo las dos de la madrugada, no la hubiese llamado siquiera, y que su cuenta y tarjeta no estuviesen bloqueados. Casi sonrió, agradeciendo a su tío esa libertad, que muchos considerarían excesiva para una joven de veintitrés años.
Entre el bullicio, escuchó el último aviso para su vuelo. Se apresuró a ocupar su asiento, junto a la ventana. Ya acomodada, su mirada recorrió el avión.
Cientos de pares de hilos rojos cubrían el suelo. Sabía perfectamente que sus dueños no podían verlos. Pero ella sí.
Por eso sabía que el matrimonio que ocupaba los asientos frente a ella había cometido el grave error de casarse con la persona equivocada. El lazo de ella estaba unido al de una joven, al fondo del pasaje; el de él, caía a kilómetros hacia abajo, perdiéndose en algún punto en tierra firme. Ninguno de los dos lo sabría nunca.
Elle suspiró, cerrando los ojos. Prefería dejar de ver. No era por cuestiones de envidia, ni de pena, ni de empatía. Era cuestión de que...simplemente, no sentía nada.
Desde que el Ángel de las Rosas se le presentó, su vida había cambiado radicalmente. Poseía un don, un poder único, para el que parecía tener cierto talento innato, pero nadie sabría nunca cuánto había pagado por él. Cuánto le había costado el poder para hacer feliz al hombre que amaba.
Que amó, más bien.
Quizá ese fuese el único sentimiento que se le permitiría en adelante: la melancolía. Un precio pequeño, a cambio de la felicidad suprema para alguien importante, se dijo.
Sus ojos se abrieron al escuchar el sonido que avisaba de que ya habían despegado, y que ya podía desabrocharse el cinturón. Hizo lo propio, levantándose del asiento y caminando por el pasillo. No le gustaba estar quieta tanto tiempo, así que se encaminó al baño, se lavó un poco la cara y las manos, y miró por la pequeña ventana del compartimento, al insondable cielo azul que se extendía bajo ella. Sonrió levemente.
La puerta del baño resonó, abriéndose, al no estar puesto el cerrojo.
-¡Perdón! -murmuró una voz masculina, joven y con tono divertido - Venía buscando el baño, no esperaba un ángel.
Elle se volvió, con una ceja alzada, una expresión divertida si se comparaba con su gesto serio y su mirada apagada. Ante ella se alzaba un chico rubio, de ojos color esmeralda y sonrisa pícara, que parecía esperar su respuesta. La joven rodó los ojos, antes de salir del compartimento, para dejarlo libre, sin siquiera responder al muchacho, que la vio marchar, con curiosidad.
De vuelta en su asiento, tomó una guía sobre la ciudad a la que viajaba: París, Francia. Allí pasaría una temporada, de au pair, en casa de una familia que había ofrecido una habitación por internet. Había conocido a una de las habitantes, Alice, durante la entrevista por internet, y había despertado profundamente su curiosidad. Algo en ellas había conectado, y se habían puesto de acuerdo para que Elle ocupase la habitación libre, a cambio de un favor que le explicaría una vez instalada.
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Cuentos de la Tejedora de Destinos
RandomCuenta una antigua leyenda que todos estamos unidos a nuestra persona destinada a través de un hilo rojo. Es una leyenda que se repite, a lo largo del tiempo y las civilizaciones, pero de la cual nadie sabe su origen. Aunque Elle siempre creyó en el...