Cuentan las historias que, hace mucho tiempo, en tiempos de Moiras, existía un ser con un don, un don único, que le permitía unir los destinos de dos personas, tirando, simplemente, de un hilo rojo que, asido a sus dedos anulares de sus manos derechas, les unía.
Algo de cierto debe tener, pues es una historia recurrente a lo largo de las civilizaciones, por encima de las creencias y el tiempo.
Hay quienes dicen que ese ser escoge a una persona cada equis tiempo. Una persona que cumple con unas condiciones esenciales, a la que le otorga su don para descansar de él un tiempo. No es un capricho, sino una necesidad; ese poder consume a su portador si no se libera de él, al menos por un tiempo.
Quizá por eso, este ente se fija en personas con una capacidad única: la de sentir más de lo adecuado. No se trata de sentir en el sentido físico, sino en sentir los corazones, tanto el propio como el ajeno. Se trata de una capacidad extraña, en peligro de extinción. Una capacidad que permite ver y entender el mundo de una forma absolutamente distinta al resto, a veces tremendamente hermosa, a veces, horriblemente dolorosa.
Quizá, por eso, escogió a aquella chica que, en ese momento, observaba a una pareja alejarse por la calle, entre risas y arrumacos, dejándola atrás.
Se trataba de una joven de largo cabello de color rojo, que resaltaba sobre su abrigo blanco. Su mirada, de color plata, se mantenía fija en la figura masculina que guiaba el paso, con una amplia y felicísima sonrisa. Un par de lágrimas atravesaron sus mejillas, pero se apresuró a secarlas y, por si el chico se volvía a mirarla, mantuvo la sonrisa.
Cuando la pareja se perdió en la distancia, aquella sonrisa se hizo cada vez más pequeña. Las lágrimas no volvieron a hacer acto de presencia y, lentamente, la joven percibió cómo su corazón dejaba de latir, aunque no en el sentido estricto de la palabra, sino de una forma, a la larga, mucho peor.
Quizá, si alguien hubiese estado mirándola a la cara, habría visto como aquella mirada de plata perdía su vivo brillo.
Elle Lienne no era consciente de que el pacto con aquel angelito que le otorgó la corona de rosas azules que lucía, cambiaría todo para siempre. No era consciente de que su don, su poder, se había cobrado un alto precio.
Pero, ¿qué más daba? Él sería feliz, por fin.
Con aquel pensamiento tatuado a fuego, Elle se dio la vuelta, y sacó de detrás del arbusto de su jardín una enorme y pesada maleta, y un pequeño bolso de mano. Se volvió, mirando por última vez en, quizá, largo tiempo, su espléndida casa. Tomó aire, dejando escapar luego un suspiro, y comenzó a caminar, alejándose de todo cuanto había conocido.
Después de todo, nada ataba a la Tejedora allí.
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Cuentos de la Tejedora de Destinos
De TodoCuenta una antigua leyenda que todos estamos unidos a nuestra persona destinada a través de un hilo rojo. Es una leyenda que se repite, a lo largo del tiempo y las civilizaciones, pero de la cual nadie sabe su origen. Aunque Elle siempre creyó en el...