No entendía qué estaba pasando, ni tampoco entendía cómo o por qué yacía de pie en la sala, inmóvil, a excepción de su respiración errática. Su dedo índice se encontraba sobre el interruptor y, tal hecho, le dio a entender a Will Graham que fue él mismo quién apagó la luz de dicha sección de la casa.
Había algo afuera, acechandolo entre la bruma. Varado en el silencio de la noche, inspeccionandole a una distancia prudente, oculto entre el follaje. Se trataba, evidentemente de una amenaza.
Pero ¿Qué hacía allí?
¿Por qué a él?
En cualquier momento iba a entrar. Will lo presentía. A pesar de no verlo. Sabía que pronto entraría, y ni bien se hizo con el atizador, la ventana lateral cimbró segundos antes de estallar ante el inminente impacto. La amenaza se manifestaba, abandonando las sombras para hacerse de su presa.
Desde algún sitio remoto, los ladridos se acrecentaron.
Ante la primera embestida, Will cayó hacia su costado. Rodó debajo de la mesa para ponerse a salvo, sin poder enfocar correctamente la imponente figura compuesta, mitad animal, mitad monstruo que se dirigía, una vez más, en su dirección.
Salió debajo de la mesa para devolver un fuerte golpe con el puño. La inmensa mole sucumbió al cuarto puñetazo. Al sexto, el exoesqueleto hidráulico empezó a fisurarse, pero fue hasta el onceavo que la falsa piel dejó entrever el mortecino rostro de Randall Tier.
Siguió arremetiendo golpe tras golpe, visualizando tras aquel elaborado traje a Hannibal Lecter, extasiandose profundamente de verle sangrar, de verle...sufrir. El goce era tal que no podía detenerse. Pero entonces...
—No lo hagas, Will.
La voz de Abigail taladró sus oídos. Aquella delgada silueta se izaba cerca de la ventana.
Will miró el rostro destrozado de Randall que, al cabo, terminó convirtiéndose en el rostro de Garret Jacob Hobbs. Y comprendió, por un ínfimo instante, lo que había hecho. Lo que había sentido.
Aquella nauseabunda satisfacción de asesinar. De sentir en carne propia lo que es arrebatar deliberadamente una vida.
Deseó huir lo más lejos que le fuera posible. Sin embargo, no hacía más que escuchar la voz de Abigail llamándole incesantemente.
Entonces, Will Graham abrió los ojos. Sudando, tiritando, y aún envuelto en las sabanas, sufrió la misma sensación de ingravidez que solía experimentar tras una cruda pesadilla.
Cuando se convenció a sí mismo de ello, tomó las gafas sobre el buró. Eran las 2:45 a.m, pero difícilmente reconciliaría el sueño. Debía, por tanto, hacer algo de provecho.
Fue hasta la sala y se sorprendió a sí mismo mirando en derredor, recapitulando cada secuencia de su pesadilla, hasta que logró habituarse y convencerse de que todo había ocurrido ya. Randall Tier estaba muerto. El lo había asesinado con sus propias manos.
No deseaba ir más allá. No quería abrir la caja de pandora porque no sabía qué cosas terribles podría encontrar en los infinitos laberintos de su perturbada mente.
Así que, forzándose a salir del trance, colocó el proyector, puso las cintas caseras y se sentó en el sofá.
En la primera toma, aparecía la fachada de la casa de la familia Leeds. La señora Leeds sonreía radiante al abrir la puerta mientras su marido la filmaba y gastaba ocasionalmente alguna broma.
Una segunda toma se enfocaba en los niños corriendo y jugando a atraparse por el jardín.
Antes de pasar a la siguiente toma, Will apagó el proyector. No estaba en óptimas condiciones para analizar nada. Veía, pero no observaba. Esas filmaciones presentaban a la típica familia alegre.
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