El calor corporal que despedía la presencia junto a él, lo llevó a despertar sorpresivamente, agitado y desorientado.
Fueron largos minutos los que Will permaneció despierto, atento a los movimientos acompasados del subir y bajar del pecho a su lado. Se hallaba desnudo y tenía el cabello revuelto cubriéndole el rostro en una fina estela de sudor que le corría por las sienes y la frente.
No hubo pesadilla esta vez y sin embargo, su instinto primario lo llevó a mirarse las manos detenidamente, analizándolas centímetro a centímetro en busca de algún rastro del crímen atroz que había perpetrado hacía tiempo.
Hannibal estaba en lo cierto. La sangre, vista bajo la intensa luz de la luna llena, se veía tan oscura, como la negrura de un pozo sin fondo en medio del pantano. Era brillante como el zafiro y espesa como la brea.
Cada vez que Will recordaba aquella sensación nauseabunda de la sangre del dragón rojo salpicandole el rostro y corriendole por las manos, la respiración se le cortaba.
Cuidadosamente salió de la cama, calzandose las sandalias y vistiéndose una bata ligera.
El cuerpo sobre la cama dormía plácidamente boca arriba, sumergido en un sueño profundo. Sus músculos marcandose a través de la suave tela de la sábana.
Dormido, Hannibal no aparentaba amenaza alguna. Era un humano, común y corriente, con emociones reprimidas y sentimientos obstaculizados por el trauma de su niñez.
Ahora vestían la misma piel de ciervo. La misma sensación de adrenalina al asesinar, que debiera parecerle a Will nauseabunda, se había convertido en una deliciosa dosis de interés y expectativa. Había conectado con Hannibal en aquel momento crucial mucho más de lo que lo había hecho con cualquiera de sus amigos o seres queridos.
El mundo a su alrededor había empequeñecido cuando Hannibal lo sostenía entre sus brazos, sin fuerzas, agitado, jadeante, sangrando. Y sus labios, aquellos perversos labios persuasivos le habían susurrado en el oído en un intento de tranquilizarlo. Will se había sentido como un cachorro en los brazos de su amo, aceptando sin restricción alguna su recompensa al llevar a cabo una labor ardua en conjunto.
Se había vendido al demonio.
Le había entregado todo de si para poder asesinar al dragón rojo y salvar a su hijo. Pero, ¿A quién engañaba?
Podría haber interceptado a Bedelia en la mínima distracción, tal y como había hecho en el pasado con Randall. La habría sometido y se habría llevado a Walter para huir lejos de la perdición.
De su delirio.
No obstante, el hilo conductor que le unía a Hannibal lo había retenido en su sitio. Aún cuando él mismo había maquinado el ataque, se descubrió incapaz de dejarlo fluir hasta el final. Porque ello implicaba perder a su alma gemela, a su...otra mitad.
Si abandonaba a Hannibal, se estaría traicionando a sí mismo.
Era el afecto tóxico e incomprensible hacia su enemigo lo que le obligó a quedarse y ayudarle en su empresa por matar al Dragón.
Por separado, jamás lo habrían logrado. Pero juntos constituían un solo ser, más fuerte, más perfecto y poderoso.
Sus dedos delinearon con suma delicadeza la marca de la cicatriz en su abdomen. Cerró los ojos para traer a su memoria la puñalada de Hannibal con el único objeto de revivir su odio hacia el. Sin embargo, era inútil.
Cada vez que cerraba los ojos, sólo podía vislumbrar el centelleo intermitente de la luz estroboscopica emitida por el péndulo sobre el escritorio, aquel que usaba Hannibal durante sus terapias, mismas que había retomado tan pronto se instalaron en uno de los departamentos de la provincia de prato.