IX

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Ya casi llegaba. Corrió por el pasillo hacia las escaleras, subiendo los escalones de dos en dos hasta llegar al peldaño superior, tropezando un par de veces en el proceso debido al desespero que le impulsaba. Sentía el corazón latirle desaforadamente contra su caja torácica, su respiración se tornaba errática a medida que se acercaba lo más deprisa que le era posible a la habitación.

-Walter- lo llamó en un susurro casi apagado, ahogado por el miedo, sintiendo sus pies resbalar sobre la alfombra a cada torpe paso que daba. Era como caminar sobre el fango, hundiéndose una y otra vez.

Al tener el pomo entre sus manos, la vacilación se hizo presente. Sus manos temblaban, su voz se quebraba entre cada llamado.

Aspirando hondas bocanadas de aire por la boca, se decidió a empujar la puerta.

Fue como asomarse al precipicio de un pozo sin fondo. Un túnel tan inmenso y vacío que, Will Graham tuvo que sostenerse del resquicio al experimentar aquella sensación de vértigo azotando sus entrañas.

El niño estaba tendido sobre la cama en una posición inverosímil. Las sábanas manchadas de sangre. Sus ojos despidiendo diminutos haces luminosos en consecuencia de la luz irradiada de la bombilla de la recámara sobre los trozos de espejo superpuestos en los globos oculares.

Will boqueó, sin conseguir articular una sola palabra, presa del paroxismo de horror, del mal hado del destino que se alzaba tan funesto, tan demoledor e hiriente que, por varios segundos, creyó ser él quien en realidad se hallaba en la cama. Era su cuerpo y no el de Walter el que se exhibía en tan grotesco ángulo. Eran sus huesos los que astillaban la piel, y su propia sangre la que manaba de aquel cuerpo sin vida.

La agonía lo invadió, horrida, sucia, veloz cuál ave de rapiña. Las palabras se deslizaron confundidas por su garganta. Todas desubicadas, todas faltas de sentido. Y se vio arrastrado hacia la nada.

El escenario se desvaneció, él mismo se desvaneció en un dolor tan arcaico y de sobra conocido.

Will Graham cayó, y no dejó de caer.

El vértigo y la pesadez le hicieron volver en sí, y entonces, presa de la conmoción, la desazón y una desorientación tardía, miró a su alrededor. Estaba dentro del vagón. La fuerte sacudida de las ruedas al virar sobre el linde de los rieles lo habían traído de vuelta en si. Se había quedado dormido, sentado a la mesa y recargado sobre el periódico. Vio a través del cristal a su costado la vereda. Su corazón aún latía desbocado y las imágenes desfilaban inclementes, una seguida de otra.

Ojalá no fuera tarde.

Ojalá aún pudiera salvar a Walter.

Al virar el rostro hacia su izquierda y ver nuevamente su reflejo en el vitral, no se vio a sí mismo, sino al rostro de quién lo había arrastrado a ese lugar.

**

El tiempo no perdonaba. Will Graham lo constató al hallarse frente al deshabitado inmueble. Dio un paso al frente, y una ola de escalofríos lo sacudió entero ante el diluvio de remembranzas de las que había sido partícipe.

Allí justamente había cometido su primer homicidio, cuando su alma y su psique se habían corrompido a la par.

Su moral siendo fisurada al oprimir el gatillo. Y aquella sensación tan nauseabunda.

La fruición elevándose como espuma por su torrente sanguíneo.

La liberación de una oscura dicha emergiendo de la corriente subterránea del ser. Tan firmemente oprimida (Y bien contenida) hasta entonces, desbordandose el oculto dique de tendencias antiéticas.

Contaminado. Así se había sentido cuando supo y reconoció, muy dentro de sí, que quitar la vida a un ser humano, le había proporcionado un desmedido y reprobable goce.

Cuán mal le hubo sentado descubrir aquel oscuro estrato que abrigaba su alma.

Y cuán terrible había sido que Hannibal le descubriera. Que viera y leyera a través de él, como el lienzo en blanco que en realidad era.

Tonto e ingenuo el haber evidenciado el daño que su deliberada acción hubo causado en su persona.

Y cuanto odió Will Graham el haber descubierto la corrosiva dualidad que envolvía su propio corazón.

Luz frontal, tinieblas al reverso.

Alejó aquella telaraña de recuerdos para adentrarse al abondonado inmueble. Partículas de polvo suspendidas en el aire le dieron la bienvenida al ascender uno a uno los escalones.

Trató de apartar las pesadillas que involucraban a sus seres queridos y se dirigió con pasos firmes hacia el ático.

La vieja madera crujió bajo las suelas de sus zapatos. De nuevo, no pudo evitar pensar en Garret Jacob Hobbs, en su delirio de atrapar y asesinar. Recordó a Abigail, el eterno señuelo de su propio padre. El imán de las presas.

Ella tampoco tenía que morir. Pero Will sabía que incluso si la utopía de Hannibal hubiese llegado a concretarse, no duraría demasiado. El oasis se rompería tarde que temprano, porque Hannibal gustaba de arrebatárselo todo, de aislarlo para tenerlo completamente a su merced, subyugado y trastocado.

En el ideal de Hannibal Lecter, solo existían ellos dos.

Se detuvo cerca de la polvorienta ventana, sin querer tocar nada. Finos halos de luz se colaban desde los resquicios superiores del tejado, proyectando pequeñas circunferencias a lo largo del ático.

Will cerró los ojos, intentó serenarse al escuchar los pasos a su espalda.

-Hola, Hannibal- atinó a decir, momentos antes de voltearse.

Carpe Diem.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora