⚔️ EL ENDEMONIADO ⚔️

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El sonido de las cañas huecas rasgando en papel era lo único que se podía escuchar en el scriptorium*1 de St Michael's Mount, a excepción del oleaje que llegaba a través de las ventanas de cristaleras entornadas. Hacía un día primaveral excepcionalmente caluroso, sobre todo para la costa de Dumnonia*2. El viento húmedo y salado atravesaba las paredes, traspasaba las grietas de los muros, se colaba por las rendijas y acariciaba las coronillas de los monjes.

Uno en especial parecía estar entretenido sobremanera gracias a ese fenómeno metereológico: había dejado el cálamo al lado del tintero y miraba la línea de horizonte del mar desde su asiento, dejando descuidado su pergamino. Se había quitado la capucha de la cogulla*3 y la brisa le arremolinaba los rizos dorados de la frente.

Estaba a gusto en ese lugar. Se podría pensar que en un monasterio no se come nada salvo pan y agua, pero lo cierto es que Azirafel jamás había estado mejor alimentado. Además, la rutina de los monjes era perfecta para un ángel como él. Apenas dormían y se pasaban el día entre libros. Aquello sí que era vida.

El cielo lo había instado a unirse a la hermandad de la abadía The Mount (así es como lo llamaban los lugareños) hacía ya dos meses para investigar los rituales de adoración a Dios que llevaban a cabo los monjes cristianos del sur de Gran Bretaña, además de descubrir qué tretas estaba maquinando el demonio Crowley en la corte del rey Arturo. Y, desde que había conseguido forjar una especie de relación amistosa por carta con el monarca, ya había enviado casi una treintena de comunicados a sus superiores y se sentía satisfecho. Bien podría ser porque acababa de desayunar hace poco.

-Hermano Collings, cierre las ventanas. Los manuscritos acabarán empapados.

Y tal como había llegado, la brisa se había ido. A regañadientes, se volvió a poner la capucha.

Eso era algo que Azirafel no toleraba de sus compañeros. Parecían emperrados en no disfrutar de ningún placer, aunque fuera tan simple como el viento. A veces, se descubría acariciando las texturas de los pergaminos o apreciando el frescor de las piedras del monasterio y se preguntaba cómo los monjes podían pasar por alto aquellos detalles. Azirafel había querido disfrutar de todo lo que se le brindase desde el primer día en que puso un pie en la Tierra. Era inevitable, el placer. El cuerpo humano estaba construido y preparado para sentirlo todo.

Eso no siempre era algo bueno, sin embargo. En ocasiones, Azirafel se había descubierto practicando actos que los monjes hubieran calificado de impíos. Se había emborrachado con frecuencia, había practicado sexo con humanos, había comido de más y había tenido pensamientos intrusivos que en algunas ocasiones lo habían asustado. Esos pensamientos, muy a su pesar, se habían repetido desde el Jardín de Edén y habían aumentado su frecuencia exponencialmente. Eran atroces, y siempre incluían a Crowley. Solían variar en temática, lugar y tiempo, pero todas acababan de la misma forma.

Azirafel prefería no seguir con ese hilo de pensamientos porque, una vez comenzaba a caminar, le era muy difícil detenerse.

Crowley no tenía la culpa de nada, eso estaba claro; había sido mandado a la Tierra para desbaratar los planes del Cielo, no a tentar al ángel a diestro a siniestro. De todos modos, Azirafel ya había sentido ese tipo de impulsos antes de conocer a Crowley en la puerta Este del muro de Edén. Comenzaron en el jardín, cuando arrancó el primer melocotón del árbol, lo abrió con las manos y notó el suave vello semejante al terciopelo. Comenzaron cuando sorbió por primera vez el agua del cauce de un río, dulce y fresca, cayéndose por las comisuras de sus labios y trasvasando las curvas suaves de su cuello.

Azirafel era curioso por naturaleza. Lo quería saber todo, lo quería probar todo y lo quería sentir todo. Crowley jamás hubiera imaginado que esos deseos lo incluían a él.

when all my best doth worship thy defect / good omensDonde viven las historias. Descúbrelo ahora